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En el mismo día vinieron a coincidir los brutales atentados en Cataluña y la liberación en Santoña de un ex dirigente batasuno, en cuyas ceremonias de recibimiento se reclamó la liberación de terroristas presos. Dentro de la solidaridad con las víctimas pasadas y presentes ... de estas violencias, uno apenas puede evitar la sensación de que mientras un terrorismo va desapareciendo en su epílogo de reinvindicaciones administrativas, otro distinto, sobre el que no hemos reflexionado aún bastante, está en fase de crecimiento. Apenas acababa Comillas de conmemorar a Ignacio Echeverría, el ‘héroe del monopatín’ en un atentado islamista en Londres.
Quizá lo más difícil es adoptar, bajo tanta emoción, una perspectiva histórica. Pero debe formar parte tanto de nuestro homenaje a la memoria de las víctimas, como de prevención de futuras tragedias. La generalización del terrorismo en Europa puede datarse a partir de la segunda mitad del siglo XIX, con líneas anarquistas o ultranacionalistas. Muchas veces el objetivo era el magnicidio: Cánovas del Castillo, la emperatriz Sissi, el zar Alejandro. A Alfonso XIII intentaron matarlo el día de su boda. Hoy no tendríamos Palacio de La Magdalena. Tampoco es que la presión magnicida haya cedido, pero las medidas de seguridad en torno a los grandes personajes han hecho que los terroristas se reorienten hacia víctimas indefensas. Lo que pierden de intervención directa (eliminando a un ocupante del poder, como sucedió con el atentado contra el almirante santoñés Luis Carrero Blanco) lo ganan en intervención indirecta mediante el pánico social. Antes se quería cambiar la historia de un disparo; después, por la propaganda de muchos disparos.
Sin embargo, tanto el fenómeno del islamismo político radical como la generalización de un terrorismo enfocado a la población civil son, en su completo despliegue, productos del cambio global causado hace cien años por la Primera Guerra Mundial. El hundimiento del imperio turco, en sí mismo ocurrido en medio de una limpieza étnica de magnitud desgarradora en Anatolia, favoreció en la toma de los santos lugares arábigos por la idea wahabí y su agente político, la dinastía saudí, más rigorista que los hachemíes (como el famoso Faisal de la historia de Lawrence de Arabia). En los años 1920 se fundaron en Egipto los Hermanos Musulmanes. Y la inmigración judía al mandato británico de Palestina produjo enormes revueltas árabes por la época de nuestra guerra civil.
Palestina fue, precisamente, un primer laboratorio árabe de transición demográfica: mantener la alta natalidad agraria y reducir la mortalidad materno-infantil condujo a un rápido aumento de población. Esto se extendió al resto del área tras la descolonización y dio lugar a dos fenómenos diferentes: uno de emigración a Europa, no siempre exitoso en lo cultural y social por la condición de minorías apartadas; y otro de revolución interna y de militarismo, con interminables golpes de estado, campañas terroristas, y guerras internacionales.
A veces la revolución interna consistía en la enmienda de totalidad a la modernidad euroamericana y/o soviética: una versión neotradicionalista de la religión como guía política buscaba afrontar el shock de lo nuevo mediante un retorno a la pureza de creencia. Esto no es exclusivo de ningún pueblo. Ya sucedía en el reinado de Josías en Judá hace unos 26 siglos, cuando se compilaron muchos libros del Antiguo Testamento y se reinterpretó la ortodoxia. Presenciamos, pues, una recurrencia antropológica. Lo nuevo ahora es la conexión entre cierta reacción interna en países descolonizados y cierto malestar de algunos minúsculos grupos de sus descendientes en Europa. Convergencia de dos problemas diferentes (uno de autogestión, otro de acomodación); quizá ineludible por la creciente interacción entre ambas orillas del Mediterráneo. Aunque el segundo nos toca más de cerca, el primero es objetivamente mayor.
Si bien Cantabria aparece en un estudio de Interior como la región con menor índice de riesgo de radicalización yihadista junto con Asturias, los sucesos de Cataluña nos muestran que ante estos problemas globales no hay recetas locales: necesitamos más Europa y estrategia mediterránea común. Nuestras universidades deben tomar más protagonismo, para ahorrarnos debates de red social. La UIMP podría dedicar a estos complejos temas una parte mucho mayor de su programa. El estudio es también una digna forma de homenaje.
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