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Hace unos días estuve en mi antiguo colegio hablando sobre el acto de escribir con los alumnos de 4º de Secundaria. Fue curioso. Sus preguntas iban dirigidas a la escritura, pero en el fondo de lo que hablamos era de saltar, de dejar atrás los ... pupitres y ponerse en pie sin orden de lista. Por ellos mismos. El cambio que se les viene encima se les notaba en el gesto, y hablar de ese futuro –contándoles mi pasado– les provocaba una risa nerviosa. Si a eso se suma sus quince o dieciséis años de edad, el resultado era una singular predisposición a cambiar de vida, y también de vida académica. Desde aquí les deseo toda la suerte del mundo, es decir, les deseo que se crucen con buenos profesores, porque si alguien tiene la culpa de que escribir sea una forma de vida es precisamente la misma persona que me puso delante de ellos: la profesora de Lengua y Literatura que compartimos.
Entonces, cuando yo era su alumna y la jornada continua nos mandaba por la tarde a casa, ella a veces se quedaba un rato más y me ayudaba con los primeros textos que escribía. A veces me suspendía, también me reñía cuando no hacía los deberes. Cuando llegaba el buen tiempo y por las tardes no había colegio, pasamos a ordenador la que fue una primera y breve novela. Luego llegó el último curso, el final de una etapa, y me hizo un extraño regalo: el Libro de Estilo de El País. 'Que nadie te quite nunca el gozo que sientes al escribir', me decía en la dedicatoria. Y debajo, la fecha: junio de 1997. Lo que vino después se imaginan qué es si están aquí leyéndome. Esa profesora se llama Cristina, y su última salida con sus alumnos ha sido para visitar este lunes las instalaciones de nuestro periódico. Digo la última porque se jubila en los próximos días, y me pregunto qué balance harán los profesores cuando cuelgan las botas, después de una vida dedicada a las nuestras.
En una profesión como la suya, uno puede pensar en que debe de quedar algo más que las horas cotizadas. Aún hay quien habla de vocación, de una responsabilidad que trasciende lo puramente contractual porque lo que siembra la vida laboral de un maestro es una productividad que se escapa a lo ponderable. Los mejores profesores con los que me he cruzado en las distintas etapas académicas superaban el término de su profesión para convertirse en otra cosa: formadores, inspiradores, locos entusiastas capaces de empujarte contra ti mismo con tal de hacerte espabilar. Y lo hacían a todas horas, hasta cuando no estaban en clase: su forma de ponerte tareas, los libros que te hacían leer, las convocatorias de concursos literarios que te enviaban por correo, incluso tuve uno que si no hubiera sido por él no habría hecho prácticas en este periódico.
Enseñar, como educar, carece de tiempos y espacios. Pienso en el grupo que me escuchaba el otro día (gracias, chicos), y sólo puedo desear que la jornada reducida que ahora se debate no reduzca también sus posibilidades de ir más allá de la mera experiencia curricular con sus profesores. En nombre de la vocación se han cometido y se cometen tropelías contra los trabajadores, no lo dudo, pero quien elige la docencia como profesión, como la de médico o la de periodista, sabe que lo es –para bien y para mal– todas las horas del día. No es una profesión al uso: en estos trabajos, irse no significa terminar. Por esa razón, entre la Consejería y los sindicatos, entre los padres y los docentes, debe haber un puente por el que pase obligatoriamente el futuro de los alumnos. Y cuando hablo de futuro no hablo sólo del objetivo de mejorar la calificación académica de los estudiantes, sino del derecho a trascender en su paso por las aulas. Hacerles crecer de esa manera sólo pueden lograrlo los profesores; los buenos profesores. Ojalá que las negociaciones de huelga y horarios no reduzcan la importancia de lo que tienen entre manos, y ante el riesgo de sonar equidistante, este debate, no por ruidoso, debe imponerse sobre lo que en verdad es necesario abordar: que los profesores son mucho más que trabajadores con horario. Ojalá nadie lo olvide, ni ellos mismos. Y por cierto, gracias por tu tiempo, Cristina.
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