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El economista Antón Costas –de paso por Cantabria– ha dicho que estamos desconcertados porque la mejora de la economía no se ha reflejado en mayor ... bienestar social. Es decir, que la recuperación económica no ha llegado a los más desfavorecidos. Además, al parecer, los ciudadanos en apuros o quienes buscan refugio en otras patrias despiertan también cierta aversión. La Fundación del Español Urgente eligió aporofobia –rechazo a las personas pobres– como palabra del año. Es también una forma de xenofobia selectiva que solo margina a quienes no tienen dinero. Un inmigrante sin recursos es un problema, alumbra cierta hostilidad. Si el inmigrante tiene patrimonio ya ni siquiera se le aplica el adjetivo. Si el dinero va delante todos los caminos se abren, escribió Shakespeare. El fenómeno no nos resulta ajeno porque existe también cierta fobia a lo viejo y a lo feo, imperfecta trinidad para el huérfano escaparate de vanidad: Dinero, juventud y belleza. Hasta los alimentos –paradoja del hambre– son repudiados por su apariencia física en las estanterías de los supermercados, como en un cásting de modelos. Cantabria quiere frenar el despilfarro de alimentos que acaban en la basura. Algunos de ellos por feos; ‘ugly food’, ahora que todo se prescribe con acento británico. Manzanas y peras deformes, tomates imperfectos y zanahorias retorcidas son marginadas en la cesta de la compra. Preferimos frutas tersas enceradas artificialmente como el rostro de Isabel Preysler, o cualquier otro pimiento de similar y atractiva perfección transgénica.
Todo ha de ser estéticamente perfecto y nuevo. Hasta hemos inventado el eufemismo de la gestación subrogada que reclama el derecho –solo para quienes tienen dinero para pagarlo– a ser padres y madres de un niño a estrenar. Al parecer, es otra libertad más que conquistamos: la de alquilar nuestro cuerpo. La libertad –predicaba Marx– ha existido siempre, la mayoría de las veces como privilegio de unos pocos. Aquí el concepto supera a la circunstancia, mera sublimación amoral del libre mercado. Que –como todos padecemos– de libre tiene poco, más bien somos esclavos de sus imperativos mercantiles.
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