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Luis Sazatornil ruiz
Santander
Domingo, 15 de abril 2018, 09:57
En 1884 se inauguraba en un extremo del paseo de Colón en Barcelona el monumento a Antonio López, costeado por los «admiradores del genio, talento, virtudes y hechos extraordinarios del ilustre patricio». La plaza, que también cambió su nombre por el del indiano ... de origen cántabro, ha albergado durante casi 135 años el monumento al marqués de Comillas, entre relieves alegóricos sobre sus empresas, metáforas del progreso y los escudos de Barcelona, Santander, Cuba y Filipinas. Entre esos «admiradores», que integraban la comisión ejecutiva que gestionó y financió el monumento, se encuentran hasta veinticuatro notables de Barcelona, presididos por el mismísimo Manuel Girona, socio del marqués en varias empresas, alcalde de Barcelona y comisario regio de la Exposición Universal de 1888. Todo el proceso y sus actores se encuentran ampliamente documentados, con el proyecto de Venancio Vallmitjana para la estatua en bronce (sustituida tras la guerra civil por una en piedra de Frederic Marès) y el pedestal de José O. Mestres, arquitecto de la catedral de Barcelona y del Liceo y protegido de los marqueses, para quienes diseñará, entre otras obras, su nueva casa en el muelle de Santander (actual sede central del Banco de Santander).
El monumento se enmarcaba en los proyectos para la Exposición Universal de Barcelona en 1888, verdadera puesta de largo de la ciudad ante la Europa industrial, impulsada en gran medida por el entramado financiero de los indianos. En ese escenario la burguesía catalana del negocio colonial quiso representar su poder y distinción instalando, entre el paseo de Colón y la Rambla, tres monumentos de tema americano: el famoso monumento al descubridor (uno de los iconos de la ciudad) y los dedicados a sus dos indianos más relevantes, fallecidos poco antes, el conde de Güell y el propio marqués de Comillas. Se trazaba así un circuito legitimador de esta nueva aristocracia del dinero que lideraba la hegemonía catalana y se mostraba el protagonismo de América y el negocio colonial en el crecimiento de Barcelona. De hecho, ambos habían presidido el Círculo Hispano-Ultramarino de Barcelona, principal grupo de presión para frenar las reformas abolicionistas en Cuba. Además, ambas familias acababan de emparentar con la boda de Isabel López y Eusebio Güell, heredero del conde de Güell y mecenas de Gaudí.
No obstante, frente a ese aparente consenso y admiración por la trayectoria del marqués a finales del siglo XIX, en septiembre de 2016 el grupo CUP-Capgirem solicitaba al ayuntamiento de Barcelona la retirada de los monumentos a Cristóbal Colón y al marqués de Comillas, en ambos extremos del paseo de Colón, y su sustitución por obras alegóricas de la resistencia de los pueblos indígenas y de reparación a las víctimas del tráfico de esclavos. La propuesta fue parcialmente rechazada pues la retirada del monumento a Colón «no forma parte de las intervenciones que el gobierno (municipal) tiene previstas» en un debate que parece enturbiado por cuestiones nacionalistas (el Institut Nova Història instó a la CUP a «recuperar nuestra verdadera historia», antes de retirar la estatua, puesto que «Colón era catalán»). La campaña se concentra entonces en López, argumentándose (desde SOS Racisme, sindicatos o Esquerra Unida) que había sido esclavista y que su «falta de ejemplaridad» no merecía plaza ni monumento.
Con escaso apoyo histórico –salvo el famoso libelo publicado por su cuñado Francisco Bru, enfrentado con los López por la herencia–, se inició un debate sobre la memoria esclavista de Barcelona que culminó hace pocas semanas con la retirada del monumento y la sustitución del nombre de la plaza. Poco ha trascendido sobre tal debate y no parece haber ningún plan aparente para explicar la incómoda memoria esclavista de Barcelona (en la línea de lo que han hecho Nantes, Liverpool, Bristol o Burdeos). De hecho, en el proceso se ignoraron opiniones tan autorizadas como la del prestigioso historiador Paul Preston o la del arquitecto Julian Bonder (uno de los creadores del Mémorial de l'Abolition de l'Esclavage en Nantes), partidarios de «no borrar la historia», manteniendo calles y monumentos, pero contextualizados con placas informativas que dejen constancia de la historia que hay detrás de cada personaje.
Las reacciones en la prensa local y nacional han sido intensas, calificando el acto de «cortina de humo» política y de querer convertir a Antonio López en «chivo expiatorio» de la incómoda memoria colonial y esclavista de Barcelona. La verdadera clave del asunto es que la burguesía catalana fue colonialista y esclavista en su mayoría. De hecho, el papel de Cuba y el circuito colonial en los orígenes del «capitalismo catalán» es, desde hace años, objeto de debate entre historiadores catalanes (remito a las publicaciones de Maluquer de Motes, Rodrigo Alharilla o Fradera). Parece claro que entre el 30% y el 40% de los comerciantes antillanos en el siglo XIX eran catalanes, que Barcelona fue uno de los principales focos de defensa de la esclavitud en las colonias españolas y que la capital catalana fue origen frecuente de barcos negreros.
Aunque demostrar documentalmente el grado de participación en el tráfico de esclavos es especialmente complicado, el tema está de actualidad, aunque en España el análisis del pasado negrero permanece aún restringido al ámbito académico. Por ejemplo, el reciente libro 'Negreros y esclavos. Barcelona y la esclavitud atlántica (siglos XVI-XIX)' ha removido estos estudios, reconstruyendo la trayectoria de algunos capitanes negreros de Barcelona (incluido Joan Mas Roig, tatarabuelo del expresidente de Cataluña Artur Mas), mencionando las riñas del también expresidente Jordi Pujol a los historiadores por investigar ese (incómodo) pasado esclavista y recordando que la presencia de antepasados negreros entre la mesocracia europea es muy común.
Con todo, individualizar en el marqués de Comillas los pecados de la burguesía catalana, presentar su monumento como símbolo único del rechazo al esclavismo y reducir su compleja biografía y sus múltiples iniciativas empresariales y culturales a tan detestable aspecto es una inexactitud histórica y una oportunista simplificación. Supone olvidar y esconder sus muchas actividades empresariales, que están en el origen de la prosperidad de Barcelona, sus iniciativas filantrópicas y su protección a artistas como el joven Gaudí, Martorell, los Vallmitjana, Mestres o, desde luego, mosén Cinto Verdaguer (aquel joven con barretina de los billetes de 500 pesetas), quien le dedicó su obra L'Atlántida (1877), el poema más importante de la literatura catalana de la Renaixença.
Como recordaba en El País Juan G. Bedoya, si «apeas del pedestal a López, debes entrecomillar toda Barcelona» pues «se pone en la picota a toda la alta burguesía catalana». Tanto es así que, aparcado López en los depósitos municipales de Barcelona, no se explica que siga en su sitio su consuegro y socio Joan Güell (a riesgo de descontextualizar la obra de Gaudí). Ya puestos, se podría seguir con el monumento al militar y político Juan Prim, conde de Reus, en el parque de la Ciudadela, que como gobernador de Puerto Rico fue autor de un bando que endureció las condiciones de vida de los esclavos negros (aunque eso fue antes de ordenar el bombardeo de Barcelona).
De hecho, si mantenemos estrictamente el criterio de «ejemplaridad» para los monumentos públicos, que han defendido la alcaldesa de Barcelona y su equipo, debería retirarse también el excelente monumento modernista (obra de Llimona y Domènech i Montaner) al Dr. (Bartomeu) Robert que, además de alcalde de Barcelona, fue autor del libro 'La raza catalana', obra ligada al llamado racismo científico que defendía el origen ario de los catalanes, ideas que inmediatamente se integraron en el núcleo doctrinal del catalanismo. Incluso, se podría hablar con su homóloga madrileña para ir pensando en retirar el monumento al 'Ángel caído' (magnífica obra del Bellver) en el Retiro, única obra dedicada a personaje tan poco ejemplar como es el mismísimo Satanás.
O hacemos todo eso y mucho más (se podría seguir) por coherencia, o intentamos frenar los excesos de la «posverdad» y las simplificaciones emocionales del revisionismo histórico.
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