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Antonio López y López es el charnego más importante de la historia de Barcelona, sostiene José Joaquín Güell y Ampuero, empresario, aristócrata emparentado con el marqués de Comillas y veraneante en la villa con su esposa, la periodista y exdiputada del PP Cayetana Álvarez de Toledo, en un artículo publicado en La Vanguardia en la primavera de 2017, cuando el Ayuntamiento que preside Ada Colau acordó retirar la estatua del indiano cántabro. Quizá sea su origen el motivo de que Antonio López haya acaparado el furor antiesclavista de Colau y los suyos, para beneficioso olvido de los ilustres apellidos catalanes cuya vinculación con el negocio negrero está mucho mejor documentado. Este es un capítulo incómodo para la alta burguesía catalana y para el nacionalismo, tanto que Jordi Pujol acostumbraba a regañar a los historiadores que se empeñaban en investigarlo.
Antonio López –describe Güell y Ampuero– «se rebeló contra su miseria, exploró y explotó los confines geográficos y sin duda morales de su época, y se convirtió en el caso de ascenso social más espectacular del siglo XIX español». En efecto, su contribución al florecimiento económico de Cataluña y su mecenazgo de la cultura y las artes catalanas no tiene parangón, como la transformación que imprimió a la villa comillana que le vio nacer.
El Parlamento de Cantabria aprobó ayer la propuesta del PP de rechazo a la decisión de la Corporación barcelonesa, con el esperado apoyo del PRC, puesto que el presidente Revilla y la alcaldesa de Comillas y diputada Teresa Noceda ya habían ofrecido la instalación en la localidad natal de Antonio López del monumento relegado en la Ciudad Condal. El Gobierno rompió otra vez la unidad de voto porque el PSOE se pronunció en contra tras el malabarismo dialéctico de obviar el asunto del marqués para centrarse en el episodio de 2008 cuando el ministro y exalcalde De la Serna retiró la estatua de Franco y el escudo de la República de la plaza del Ayuntamiento de Santander.
Podemos, sin embargo, no se anduvo con tapujos. Apoyó la decisión de Colau, presentó a López como un «traficante de vidas humanas» y se mostró dispuesto a aplicar, en este y en todos los casos que afecten a la construcción de la democracia popular, una suerte de inquisición retroactiva. O sea, el escrutinio de los comportamientos de los personajes del pasado con los patrones éticos actuales, no con los que regían hace dos, tres o cinco siglos. Así de claro.
Cada cual en su dimensión filantrópica y en su peripecia vital, la de Antonio López es la historia repetida de tantos indianos cántabros que se fueron a las colonias con una mano delante y otra detrás y allí se enriquecieron con más esfuerzo, sacrificio y determinación que escrúpulos morales. Después volvieron para mejorar la vida de sus pueblos con escuelas, hospitales y asilos, con carreteras, electricidad y traídas de agua, con fábricas, trabajo, progreso… Con su legado, los indianos buscaban el reconocimiento de sus paisanos, quizá también la redención de los viejos pecados, pero en todo caso, su impronta ha sido tan importante que las estatuas, bustos y placas que hoy les recuerdan en tantas calles y plazas no merecen acabar en el basurero de la historia.
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