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La crisis sanitaria provocada por el coronavirus ha jibarizado hasta tal punto la Semana Grande de Santander que si la carpa circense que se erige sobre el Parque de Mesones fuera un poco más discreta nadie que no hubiera cruzado el umbral de la Catedral ... a las doce para honrar al patrono del país habría caído en la cuenta de que ayer fue la festividad de Santiago Apóstol, al que la pandemia se le ha adelantado este año cerrando España. Vacías sus calles, repletas sus playas y terrazas, la ciudad apenas pudo ofrecer a sus vecinos y escasos visitantes la insólita estampa que dejó un día de verano como puede serlo otro cualquiera.
Suspendidos todos los festejos, el chupinazo, los fuegos artificiales, la feria de día, los toros, los conciertos, las atracciones feriales, los pasacalles, los talleres y demás eventos lúdicos susceptibles de congregar multitudes, el 'gran día' de la Semana Grande se ajustó al oficio de una ceremonia religiosa oficiada por el obispo, Manuel Sánchez-Monge, a la que asistieron ochenta personas que a la puerta del templo tuvieron que acreditar al termómetro digital una idónea temperatura corporal.
Había algunas autoridades. La alcaldesa, Gema Igual, el coronel de la Guardia Civil de Cantabria, Luis del Castillo, o el comandante naval, Carlos Bonaplata. Y, sobre todo, mucho interés por conocer el enfoque de una homilía en la que Sánchez-Monge no decepcionó.
Felicitando a todos aquellos que durante la pandemia han mirado de frente al coronavirus, a quienes alabó y bendijo por «su humanidad, su vocación y su disposición incluso a dar sus vidas por cuidar las ajenas», el obispo no ocultó su malestar «por ciertas actitudes que no se corresponden con el desafío a enfrentar» y que a él le sugieren una reflexión general porque «este no es tiempo para acompañarlo de peligros» sino más bien de todo lo contrario.
Oída su homilía, y las experiencias personales de tres feligreses que le han visto la cara al covid (Rocío, una mujer contagiada; Fernando, un médico internista; y Pedro Miguel, un sacerdote), los asistentes a la ceremonia, un merecido tributo a los fallecidos por la pandemia y a sus familias, aguardaron a la eucaristía para reengancharse luego a la rutina de una ciudad que no está para fiestas.
Sala de máquinas de las celebraciones desde el año 1996, cuando el exalcalde Gonzalo Piñeiro lanzó desde la balconada el primer chupinazo que se recuerda, el Ayuntamiento de Santander no lucía símbolo festivo alguno. De su fachada, siempre colori- da durante la 'Semana Grande', caían a ambos lados sendos anuncios del Año Galdosiano y, centrado, un tercero publicitando la exposición PHotoEspaña2020. Nada que no pudiera verse en junio y nada que vaya a dejar de verse en septiembre.
Ambientada como cualquier otro día achicharrante de calor, con sus abuelos de palique al sol y sus niños dándole a la pelota, la plaza que la noche anterior tendría que haber estado rebosante y, sin embargo, estaba desierta, no era capaz de señalizar la dirección de las fiestas.
Daba igual subir hacia Vargas que dejarse caer a Puertochico. En el centro, ni rastro de bullicio. Sólo el habitual trajín de las terrazas cuando están hasta los topes suavizado por una pareja que esperando una moneda a cambio tocaba a viola el 'My way' de Sinatra a la sombra agradecida de La Porticada.
Y es que al sol era imposible estar. De ahí que, a falta de pan, la gente decidiera tirarse en masa sobre las playas del Sardinero, donde tan solo la enorme carpa que levanta el Circo Quimera en los antiguos campos de Sport desordenaba un poco el paisaje. Porque donde debía haber un escenario sigue habiendo una campa vacía, donde debía haber un mercadillo marinero sigue habiendo unos jardines cuidados, donde debía haber una noria sigue habiendo un aparcamiento para coches, motos y autobuses y donde debía haber una feria de artesanía no hay más que un camino que conduce directamente a Segunda División B.
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