Una vida contada con lápiz y papel
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José Ramón Sánchez. El dibujo fue, desde la infancia, el refugio de este santanderino de clase obrera que terminó por convertirse en uno de los ilustradores más reconocidos del paísTal vez este texto no represente el mejor modo de acercarse a la figura de José Ramón Sánchez. Quizá él sea el único capaz de contarla como debe ser contada:en dibujos, o en un cómic. De una manera en que se narren los episodios ... reales de la vida del niño santanderino de clase obrera que terminó por convertirse en uno de los ilustradores más reconocidos del país; pero envueltos en un manto reconfortante de fantasía que abriga cuando llegan los inviernos de la vida. Él tuvo que pasar unos cuantos, como los ataques de asma de la infancia, o el divorcio; y en ellos siempre, sin excepción, el dibujo fue su refugio, su evasión para la supervivencia.
«Sólo puedo reconstruir mi vida a través de películas y dibujos», confiesa ahora, con 86 años. Aunque bien sabe que no se trata sólo de cuartillas o celuloide, sino también de música, de literatura, de fotografía, de ballet, de teatro... en definitiva, de ARTE, en mayúsculas, con todas sus letras y en todas sus expresiones posibles. Porque dentro de José Ramón habita el alma de un gran ilustrador, pero por encima de todo, la de un inmenso artista.
La abstracción matemática que teoriza sobre la existencia de los universos paralelos encuentra su expresión mental en la cabeza de este santanderino de cuerpo menudo e hiperactividad creativa. De modo que cualquier episodio cotidiano puede quedar plagado de personajes fantásticos o hechos sobrenaturales que tal vez existan en algún lugar; o porque un solo vistazo al primer piso del número 19 de barrio Camino, en la capital cántabra, basta para que salten chispas en sus neuronas y surja esa verdad alternativa en la que el tiempo ha transcurrido más despacio y José Ramón es aún un niño de cinco años que se encierra en su habitación para esbozar sus primeros dibujos. «Cuando hacía sol y entraba por la ventana del sur, dibujaba más. Me ponía contento y dibujaba mucho más».
Fotogramas de películas, viñetas de indios y vaqueros, sus primeras caricaturas o todos aquellos mundos imposibles que encontraba en los libros o en el cine y que se empeñaba en retratar a su manera sobre el papel. Toda esa obra quedó recogida en el libro 'Vivir para dibujar', que publicó el pasado noviembre con la editorial Valnera, que fundó con sus socios y también amigos Jesús Herrán y Ángeles de la Gala. El día que abrió las páginas de ese volumen no pudo reprimir la emoción:«Vete Jesús, vete porque necesito estar solo», le pidió a su amigo y editor. Y es que ahora, cuando mira por el retrovisor, le abruma recordar lo que un día fue; le aterra perder la firmeza del pulso, la agudeza visual. «Ya no puedo. ¡No puedo dibujar!», se resigna. Hace dos años que tomó la decisión; aunque algo en su interior le impide pasar página del todo.
En su piso de Reina Victoria, frente al Palacio de Festivales de Santander, conserva su estudio tal y como lo dejó el último día que tomó un lápiz o un pincel. Es un espacio diáfano con grandes ventanales orientados al sur por los que entra mucho sol, como en aquella pequeña ventana del piso de barrio Camino. Es un lugar donde las pruebas de color salpican las cuartillas y hasta la pared. Donde los tarros de pintura están dispuestos en orden sobre una mesa, vacíos o con apenas unos pocos restos de una masa compacta y deshidratada. «Estos tarros están secos. Y yo soy eso, un tarro de pintura seco. Ya no valgo para pintar, ¡Y ya está!», zanja, resignado pero al mismo tiempo crispado. Imaginando que si de alguna manera la vida le diera una oportunidad para rebelarse contra el paso del tiempo, sin duda se daría a la batalla. Pero esa oportunidad no existe en el mundo real.
La primera vez que se percató de que su cuerpo ya no seguía el ritmo de su mente fue en 2017, cuando terminó Moby Dick, considerada por él mismo su obra cumbre. En ese preciso momento dijo basta, acuciado, sobre todo, por el avance de la enfermedad de cataratas. «Era el lugar hasta el que me había llevado mi obra. La cumbre. Y nunca, por nada del mundo, desearía echarme a perder poco a poco. ¡No! Si lo dejo, pensé, que sea en la cumbre». Y así fue; pese a que tras pasar por el quirófano su vista recuperó los matices del mundo.
Ni la insistencia de su socio y amigo Jesús, ni las voces de ánimo que le llegan desde la familia, con su hijo Daniel Sánchez Arévalo como principal valedor, le han hecho cambiar de opinión. Tampoco el cariño que le muestran casi a diario todos aquellos cuarentones o cincuentones que de niños lo escucharon en la televisión hablar sobre los grandes pintores, escritores y científicos de la historia en el programa 'Sabadabadá'. A muchos los sorprende comprobar que aquel hombre tan popular que conocieron en la pequeña pantalla hace más de cuarenta años esté ahora más arrugado, más canoso y sea un poco más bajito; pero conserve la locuacidad y lucidez que entonces le sirvió para ser el ilustrador más famoso de todo el país.
Y así entrega sus días al recuerdo de lo que fue, ordenando todas sus obras, que acumula bien ordenadas en su piso de Reina Victoria. Grandes láminas originales que apoya contra la pared, o sobre el respaldo del sofá. Ventanas a todos esos mundos imaginados donde se redescubre el Quijote, que finalizó en 1992, los episodios bíblicos, La Divina Comedia, el Beato de Liébana, los carteles electorales del PSOE para las elecciones del 77 y del 79... La obra ingente de un creador que en 2014 recibió el Premio Nacional de Ilustración. «Cuando vuelvo a contemplar mis dibujos de infancia me ratifico en la idea de que no nací con una habilidad especial para dibujar», insiste una y otra vez, pero ¿cómo alguien sin ese don podría llegar tan lejos como ha llegado él?
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