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Esta semana se ha cumplido medio milenio de la primera llegada de Carlos V a España. Aunque venía de Flandes rumbo a Santander, donde se preparaba un magno recibimiento a las cuarenta naves de la flota, los meteoros y la desorientación de los pilotos montañeses ... desviaron la flota hacia Asturias, donde se optó por desembarcar al heredero en Tazones, cerca de Villaviciosa.
El cronista Laurent Vital narra, entre las curiosidades de aquella travesía de doce días, que fueron capturados un delfín macho y uno hembra, y que, con gran sorpresa (pues los consideraban ‘peces’, ‘poissons’), se comprobó «que el macho tiene todo lo que el hombre puede tener por naturaleza para engendrar, sin haber ninguna diferencia, y la hembra tenía lugar y parte para recibir generación como una mujer tiene, y hallaron en su matriz a un joven delfín; por lo que pareció a varias mujeres casadas, que allí estaban con sus maridos, que los dichos peces engendran y que las hembras portan, como una mujer haría, su hijo». En vez de concluir que no eran peces sino mamíferos, Vital se limitaba cautamente a señalar que en el mar «hay muchas cosas de grande admiración, de las que solo Dios tiene conocimiento».
De Villaviciosa viajaron a San Vicente de la Barquera, cuyos habitantes se dedicaban a pescar el bacalao en ‘la mar del Norte’. Carlos se alojó en el convento de franciscanos y permaneció allí dos semanas, con intención de seguir hacia Santander (’Sainct-Ander’, ‘Sainct-Anderé’ o ‘Sainct-André’), pues allí habían sido citados los nobles. En San Vicente se organizaron entretenimientos como el de un mozo que, acometido por un toro, lo apresaba entre los cuernos y lo derribaba.
Hoy podríamos estar celebrando el ‘mediomilenario’ de Carlos V en Santander. Pero con noticias de una peste en Burgos, Carlos renunció a subir allí desde el puerto santanderino, y pidió a los nobles que le esperasen en Aguilar de Campoo para encaminarse a Valladolid. Tras haber caído muy enfermo y por cambiar de aires, emprendió viaje a Treceño (’Tersinnes’) y a Cabuérniga (‘Cavernega’), donde le pusieron para dormir pieles de oso y jabalí. De ahí pasó a Los Tojos (’Lestorghes’); como se considerasen «fétidos e infectos» los alojamientos disponibles, los médicos ordenaron levantar tiendas y pabellones en una verde pradera, aprovechando el buen tiempo. Pero éste cambió y el vendaval y los aguaceros obligaron a Carlos a pasar la noche junto a un cobertizo.
Ascendió hasta Reinosa (’Renose’), donde se albergó en casa de un descendiente de ‘marranos’, judíos conversos al catolicismo forzadamente. Esto nos sugiere la profunda huella hebrea que quizá hoy, si se hiciera un estudio genético, se comprobaría aún presente en Campoo. No pocos descenderán de los ‘anusim’ (los ‘obligados’) que para evitar la ola de pogromos del siglo XIV o la expulsión del XV se bautizaron. Los anfitriones habían hecho construir un monasterio franciscano, mas todavía no estaba plenamente en funcionamiento, y lo atendía la familia, que tenía una dispensa papal para que los maridos pudieran dormir tres veces por semana con sus esposas, lo cual es un curioso dato sobre hábitos conyugales del Renacimiento español.
En Reinosa el heredero se cura, aunque fallece de ‘peste’ uno de los servidores flamencos, que es enterrado en una capilla. Es ya 24 de octubre cuando Carlos parte hacia Aguilar (había desembarcado el 20 de septiembre). Aquí de nuevo se le ofrece una corrida de toros, es decir, hacerlos correr, pero Vital la juzgó poco divertida, por falta de bravura de los animales. El príncipe Habsburgo prefirió venerar un crucifijo que decían milagroso, en el monasterio de Santa María la Real.
La ascensión al trono de este nieto de los Reyes Católicos y de Maximiliano de Habsburgo y María de Borgoña fue un acontecimiento capital. Nos trajo Europa y nos metió en Europa. Lo primero nos costó tres guerras civiles en tres años; lo segundo, guerras internacionales sin fin.
Carlos hubo de superar tres conflictos enormes antes de asentar su reinado. Muchas ciudades de Castilla, empezando por Toledo, se alzaron contra él en una guerra civil que duró de junio de 1520 a febrero de 1522. A su vez, Enrique II de Navarra, con apoyo de Francia, intentó recuperar por la fuerza el reino en 1521 (había sido independiente hasta nueve años antes), aprovechando que el ejército real estaba luchando contra los comuneros castellanos. En la defensa de Pamplona cayó herido un oficial nacido en Azpeitia, Íñigo López de Loyola, quien durante su convalecencia experimentó una conversión espiritual y acabó siendo San Ignacio. La breve (re)conquista dio lugar al interés francés en apoderarse de Logroño, lo que provocó una reacción militar castellana con fuerte presencia vasca y que triunfó en junio en Noaín sobre los invasores.
También en 1521 estaba indecisa la contienda entre las antiaristocráticas hermandades de autodefensa de Valencia (las ‘germanías’) y las tropas de la corona. Todavía en julio los ‘hermanados’ derrotaban al virrey en Gandía. Pero en otros lares las cosas marchaban bien: Carlos se aseguraba en Alemania la corona imperial y Hernán Cortés conquistaba México. El imperio exterior se construyó al mismo tiempo que el imperio interior, con una mezcla de mamporros y sobornos, para lo que se necesitaban soldados y dineros, es decir, básicamente dineros, pues, como se solía resumir entonces: «Pas d’argent, pas de Suisses»: si no hay dinero no hay suizos, esto es, soldados mercenarios.
Puede decirse que, en parte, la primera unificación política peninsular en torno a una monarquía interiormente indiscutible y exteriormente ambiciosa fue un designio de élites flamencas que durante un sexenio supieron trabajarse el egoísmo de nobles y alto clero. Lo que se hubo de reprimir fue, paradójicamente, el ímpetu urbano de Castilla, Valencia y Navarra, que significaba fragmentación y vulnerabilidad geopolítica. A partir de entonces, el imperio lo explica todo, Cantabria incluida, hasta que Fernando VII lo pierde.
Si el futuro rey y emperador Carlos no hubiera sanado en casa del cristianizado judío de Reinosa, y se hubiese ido al más allá con el sirviente Jan Pissepot, quizá la historia de Europa habría resultado muy distinta. Pero ante esto el historiador dirá lo mismo que Vital ante las maravillas marinas: «Choses de grande admiration, de quoy Dieu at la seulle cognoissance».
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