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María Montero en el interior de la colegiata, toda una joya del románico. «Esta es mi casa», dice al abrir el templo (se quitó la mascarilla para la foto). María Gil
Kilómetro cero en San Martín de Elines

Kilómetro cero en San Martín de Elines

Nueva Vida ·

María y sus hijas dejaron Madrid en un año convulso. Ahora es la guía de la colegiata y las chicas llevan el bar del antiguo teleclub

ÁLVARO MACHÍN

Domingo, 21 de marzo 2021, 07:42

Don Bertín daba clases de religión cuando ella era una cría. Fue al colegio en las antiguas escuelas, que, con los años, dejaron un ala libre para el teleclub. El campo en los setenta. Allí dicen que la colegiata está como está gracias al párroco. El que bautizaba, daba la comunión y explicaba a los que querían los capiteles de la joya del pueblo. María, de oirlas tanto, se quedó con esas explicaciones. Pasaron muchos años y la vida dio muchas vueltas. Pero ella decidió poner el contador a cero en febrero de 2020 tras décadas fuera, estudiando y trabajando en televisión (en programas como '¿Qué apostamos?' o 'Hay una cosa que te quiero decir'). Volvió al pueblo, le cogió el confinamiento de por medio y hasta puede que le tocara de lleno el maldito virus (su pareja, el padre de sus hijas, falleció en Madrid en abril por una neumonía bilateral, pero no le hicieron la prueba). El caso es que al final ha acabado repitiendo las explicaciones de don Bertín. Ella es la guía de San Martín de Elines, un regalo del románico. Más de 3.000 personas pasaron por allí en verano. Y ellas, Sofía e Irene, sus hijas, dos chavalas (24 y 19 años), se han hecho cargo del bar, en el antiguo teleclub. «Eso y más cosas, porque aquí nadie bebe agua de una sola fuente». De casi siete millones de vecinos a cincuenta. «Si te aburres es porque quieres». Cuando les hablen de despoblamiento y la España vacía piensen en esta historia.

En la entrada de la casa familiar hay una foto en blanco y negro de siete críos. «Mis hermanos», dice María. Uno de ellos estaba hace un rato charlando con Aurori, una joven de Torrelavega que está de maestra en Polientes. Anda pintando los postes de unas porterías y ya tiene las redes. Le han llegado por Amazon. Siglo XXI. «Ojalá me dieran la plaza para poder quedarme aquí». Otra hermana vive en San Francisco «y está intentando montar algo para venir». «Yo me vine porque siempre quise hacer algo por el pueblo. Mi madre, que era de la zona de La Cavada, se enamoró de Valderredible y siempre nos dijo eso, que hiciéramos algo. Así que hemos cogido el testigo».

Al grano. Con la idea en mente se preparó un par de cursos. Educación medioambiental y Dinamización cultural del mundo rural. Con 54 y las hijas ya listas para valerse, vuelta al pueblo. «Como ellas no se independizaban, me independicé yo». Se quedaron con su padre y su tía, en Madrid. «Me vine sin nada en concreto y estuve un mes mirando cosas». Febrero 2020. Ya saben lo que vino después. Irene, la pequeña, se vino a pasar el confinamiento con ella. En principio sólo a eso. Acabó el bachiller viendo al profe en una pantalla. Y en esos días de encierro, madre e hija echaron un cable dando clases a los hijos de Ana, la amiga que tiene el único supermercado que hay en el valle y que, claro, tenía que abrir a diario.

La muerte de su pareja, la desescalada... El primer día que María salió de casa sin obligaciones se acercó a la colegiata en bici. La hierba había crecido como un metro y había un par de muros caídos. Empezó a hacer gestiones en colaboración con Ezequiel, el párroco, que es togolés. El caso es que lo arreglaron y, reunidos con el vicario general, llegaron al acuerdo para que María se ocupara de enseñar la colegiata en julio y agosto. Y más. Porque, en paralelo, en el encierro, el que llevaba el bar decidió dejarlo. «Mira María, si muere el teleclub, se muere el pueblo». Eso le dijeron. «Mi madre empezó a comerme la cabeza. A mí y a mi amigo Jorge», cuenta Irene con un gato apoyado sobre sus rodillas. Ahí entró en juego Sofía, la hermana mayor, que estaba acabando Biología y trabajando en Ikea. «Después del confimaniento, volví a trabajar y no estaba a gusto. Acabé la carrera y estudiar un máster con el riesgo de no ir presencialmente no me llamaba». De un día para otro lo dejó todo.

Sofía (con Calcetines en brazos) e Irene Ugarte, en el bar del teleclub. María Gil

A día de hoy, las tres se buscan la vida. Las hermanas llevan el bar, lo han pintado, compraron un toldo y una estufa para la terraza... Además, Irene echa una mano en el supermercado de Ana cuando llega el camión y Sofía es acompañante del transporte escolar y hace ayuda a domicilio en casa de un señor de Ruanales. Ellas, dos jóvenes, reconocen que es difícil llegar y encontrar un trabajo estable que ayude a establecerse de verdad. Su madre sigue enseñando la colegiata «por dar el servicio» si viene alguien en invierno. Poda, limpia, arregla... Y las señoras del pueblo ayudan en lo que haga falta. Además trabaja para poner en marcha una fundación, Agrocultura, con la idea de una granja escuela, y una pequeña biblioteca.

Esa es la historia, pero quedan las reflexiones. «En este valle, cuantos más bares hay, mejor para todos los bares». Han conseguido atraer a los jóvenes de la zona. «Y también los señores mayores de Polientes vienen porque les gusta mezclarse con la juventud». Punto de encuentro. «Aquí cada uno vive a un kilómetro del otro». Ven al biólogo de Barcelona que se trasladó tras el confinamiento. A la chica de San Sebastián que, pese a haberse quedado sin trabajo, va a quedarse.

«Me decían: 'ya verás en invierno'. Pero a mí me ha parecido maravilloso. Aquí la vida puede ser igual de rutinaria que en Madrid, pero te pasan cosas distintas. Te levantas cada día con más alegría». Lo dice Irene, la pequeña. Sofía, la mayor, no pone fechas en el horizonte. Para irse o quedarse. «Ya veremos». María escucha y acaba diciendo que los jóvenes «tienen que vivir mucho», pero que San Martín «es un buen lugar desde el que proyectarse». «Nada -dice- te condena a llevar una vida que no quieras vivir».

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