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Los títulos resultan intimidatorios. 'De la inexistencia de España', del periodista Juan Pedro Quiñonero, libro revisado y ampliado en septiembre de 2017. De este ... mismo junio, aún con la tinta húmeda, 'España: la historia de una frustración', del politólogo Josep Colomer. Quiñonero nació en 1946; Colomer, en 1949. El primero ha pasado gran parte de su vida en París, como corresponsal. El segundo es profesor de la Georgetown University en Washington. Por unas u otras razones tienen una vinculación vital con Cataluña, y de hecho las obras han sido publicadas en Barcelona. Otro punto común es la erudición, literaria en Quiñonero, sociológica en Colomer. Sentimientos de una generación que, habiendo experimentado la dictadura y ganado perspectiva en el extranjero, esperaba mucho más de la España democrática.
Creo que si viéramos en los escaparates un par de ensayos tipo 'De la inexistencia de Cantabria' o 'Cantabria: la historia de una frustración', nos entraría una cierta congoja. Y así todo, ¿no nos tentaremos también las ropas cántabras si se concluyen la inexistencia de España o su irremisible frustración? ¿De qué serviría hablar del 'estado de la región' si la nación fuese como el Caballero Inexistente de la novela de Italo Calvino?
Estamos ante un género tan antiguo, quizá, como el soneto de Francisco de Quevedo, el hidalgo descendiente del valle de Toranzo, que comienza famosamente: 'Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes ya desmoronados, /de la carrera de la edad cansados / por quien caduca ya su valentía'. Es el género de las 'lamentaciones de España', con obras como 'Los males de la patria', de Lucas Mallada (1890); 'En torno al casticismo', de Unamuno (1895), o 'España invertebrada', de Ortega y Gasset (1921). Por citar solo unos pocos ejemplos de una serie extensísima de plañidos. Con todos ellos podríamos construir nuestro propio e hispano Muro de las Lamentaciones, equivalente de papel al venerado Muro Occidental o 'Kotel' de Jerusalén.
Frecuentemente tales obras interpretan que nuestros males vienen de tiempos lejanos, de pecados originales. Para Ortega, de haber sido conquistada Hispania por la etnia más débil de los germanos, la visigótica. Para Colomer, de la construcción a partir de 1492 de un imperio prematuro, que impidió construir un estado moderno y realizar una verdadera unificación nacional. De aquellos polvos, bárbaros o renacentistas, los presentes lodos. Las sombras barbudas de Ataúlfo y Carlos Quinto nos aplastan como si fuéramos hormigas históricas condenadas desde la noche de los siglos.
Las soluciones ofertadas son dispares. Quiñonero propone enmendar nuestra arquitectura moral con un diálogo cultural y de redescubrimiento entre las diversas Españas. Una comunicación interior para superar el cainismo. Colomer, en cambio, cree que ya es tarde para intentar construir un estado-nación más homogéneo, y que lo oportuno es volcarse hacia el exterior, en la construcción europea y en los organismos internacionales. Política cultural o política exterior, según el grado de escepticismo del consumidor.
En 'El Mago de Oz', el truculento protagonista explica a Dorothy que obligó a todos a llevar gafas con cristales verdes para que creyeran vivir en un mundo de esmeraldas. Del mismo modo, hay quien ve la historia de España con el color del desencanto: el imperio fue prematuro, una ruina económica; dio un estado débil, incapaz de desarrollar la economía y la unidad de una nación; para sostenerse recurrió a espadones y frailes; en sus costumbres la picaresca se ha transformado en corrupción. Y cuando se empezó a hacer todo un poco mejor a finales del XX, la cesión de soberanía a Bruselas y la descentralización autonómica acabaron por imposibilitar la nacionalización española, dejando nuestra democracia con una Constitución bloqueada, un sistema de partidos minoritarios y oligárquicos, y un localismo de lealtades heredado del localismo de la propia vivencia del catolicismo tradicional. Esta es, en apretado sumario, la tesis de Colomer sobre la historia de España.
Pero no resulta convincente. Supuestos modelos de estados modernos también tienen problemas de centrifugado, como Francia en Córcega, Reino Unido en Escocia y el Ulster, Canadá en Quebec, o Bélgica en Flandes. La corrupción no es un defecto peculiar de España: ha manchado recientemente a ex presidentes de Francia, como Chirac o Sarkozy; forzado la dimisión del presidente federal alemán; explotado en la manipulación de la campaña del Brexit por destacados plutócratas de la City; excluido de la vida pública a un ex primer ministro de Italia; puesto en la picota a buena parte del 'staff' del presidente de Estados Unidos; abochornado al gobierno federal suizo con la lista Falciani. El nuevo presidente de Volkswagen, con casa en Santoña, tiene como reto superar la crisis de imagen por el engaño cometido con los motores diésel. Por el mismo caso, ha sido detenido hace dos semanas el CEO de Audi. La presidenta de Corea del Sur fue recientemente destituida y juzgada por corrupción. En mayo el primer ministro de Suecia fue citado por la justicia brasileña que investiga la compra de 36 aviones de caza Saab. El Milán acaba de ser excluido de competiciones UEFA durante dos años por incumplir el juego limpio financiero. Y se investiga a la esposa del primer ministro de Israel por fraude (un predecesor de su marido incluso ha pasado por la cárcel).
La naturaleza humana es la misma en todas partes. No se puede explicar la historia de España como apropiación de todos los vicios del homo sapiens, ni mitificar presuntos modelos de 'modernidad normal' (concepto antihistórico para todos aquellos que hayan examinado de cerca las causas y consecuencias de la Primera Guerra Mundial). Las recetas de diálogo cultural y proyecto europeo son razonables sin necesidad de teorizar el estado fallido. Una cosa que falla durante quinientos años se parece a la proverbial 'mala salud de hierro'.
La cuestión es que toda historia se construye desde el final, pero en la historia no sabes el final. El pasado lo escribe el futuro y el de España nadie lo conoce. Ahora no hay una sola región con una mayoría de ciudadanos separatistas. Como intuyó Julián Marías, aunque no lo dijo con estas palabras, nuestro Kotel es también un Muro de las Exageraciones, 'hakotel hagzamot'.
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Ana del Castillo
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