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Todo el filme, como la saga en su integridad, es un acto de fe. Jamás hubiese pensado el maestro Kurosawa que su 'fortaleza escondida', adoptada por una pandilla de lúcidos listillos con talento infinito, encabezados por George Lucas, llegaran a traducir la obra del Emperador ... en uno de los máximos exponentes e iconos de la cultura popular, la mitología moderna y el cine de masas durante décadas. Lo cierto es, aunque nunca se sabe qué piensan en la galaxia no tan lejana de los mercaderes y el mainstream, se ha llegado al final con 'El ascenso de Skywalker', una levitación más formal y pragmática que intensa y monumental. Esta rúbrica de J. J. Abrams es respetuosa, funcional, irregular en su tono pero no es una obra feroz, ni pasional ni entregada. El perfume de la nostalgia atraviesa sus entrañas y eso puede ser tan perversamente llevadero como empalagoso. Dos batallas flanquean está ópera de círculos concéntricos, mitos solapados, criaturas de ayer y de hoy, familiares cobijos del entretenimiento y del fantástico, sin olvidar sus rituales, a veces meros modismos de la aventura.
La primera es coreográfica, esteticista, ciclópea, enorme. La segunda participa de ese tono de celebración, el 'Super 8' a veces mediatizado o atrapado por ese disneyworld donde se suceden los finales solapados y que sintetiza una sombra que pesa en todo el filme, ese intento de contentar a puristas y escépticos, a descarriados y exégetas, a devotos y transgresores, a los del confort y a los necesitados de rupturas, a quienes practican la apología de la amistad a costa de todo y a quienes indagan en esa línea inasible entre el bien y el mal. Es un regreso/despedida que desprende tanta pureza y mirada translúcida como atoramiento, atropello y barullo. La primera orden de la orden primera. A veces, por ello, la cinta contiene relámpagos de genialidad, espejismos de una construcción mayor; y, por contra, en otras es como si Groucho fuese el guionista de 'El séptimo sello' de Bergman e inventara escenas donde el camarote se hubiera convertido en un cajón de sastre sin fondo.
El cineasta que insufló nueva vida a 'Star Trek' en pantalla se regodea en la acumulación, nunca olvida por supuesto el sentido del espectáculo, pero pierde hondura, gravedad, esa desazón del adiós. Hay más miedo a dar pasos en falso que riesgo pasional. En el epicentro del filme llora y sangra su exceso de tradición, su conservadurismo. Es ese bucle de autohomenajes, de reiteraciones, de giros y vaivenes que intercambian ítems, aunque casi nunca rimen, de forzadas explicaciones. El filme se pone en modo velocidad de la luz en muchas ocasiones pero es mera coartada para ocultar un guion a menudo amparado en el capricho. Está el paisajismo esencial de la saga (grandiosa la primera hora), pero escasas imágenes están destinadas a perdurar. Aunque sin duda el gran hallazgo es la energía femenina de Daisy Ridley. Falta química y sobra precipitación física. Rebosa juerga galáctica y carece de regocijo crepuscular. Abrams/Skywalker se revelan necesitados de un 'irlandés', confesional y decadente, para matar al padre y quién sabe si así transparentar el sentido primario y revelador de esa aventura que es la vida.
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