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La leyenda del Pajus

La leyenda del Pajus

LEYENDAS DE AQUÍ ·

Un seminarista suicida se aparece los 28 de agosto a los comillanos en el Seminariu, aunque también hay otra versión más moderna

Aser Falagán

Santander

Sábado, 16 de octubre 2021, 12:01

Aquello de que Comillas iba a ser un centro docente de referencia mundial no es la única leyenda urbana que persigue al antiguo seminario. Hay otras bastante anteriores e incluso tan increíbles como aquella, aunque mucho más duraderas y probablemente con más dosis de realidad en su origen. Un lugar tan modernista como Comillas, donde la sociedad autóctona se funde con un a veces snob ambiente estival, no podía estar huérfana de su leyenda urbana, nacida en este caso en su época dorada, cuando la influencia de Antonio López, los arquitectos modernistas y la Universidad Potificia hicieron de la villa un centro de referencia cultural y destino perfecto para un veraneo de clase, porque a todo esto hay que añadir la playa.

Este contexto alumbró el mito del Pajus, un personaje que nadie ha visto y de quien tampoco ha trascendido el porqué de su nombre, pero que todo el mundo en la villa conoce. Solo de oídas, claro, pero lo suficiente como para haber escuchado su historia, convenientemente adaptada al gusto de cada cual pero con un denominador común: resulta siempre bastante truculenta. La tradición dice que justo en la madrugada del 28 de agosto, cuando están a punto de dar las doce y por lo tanto de cambiar el día, una fantasmagórica figura aparece colgada de uno de los árboles de la Universidad Pontificia.

Es el Pajus, el espectro de un joven estudiante o seminarista que a principios del siglo XX (curiosamente no se conoce el año, pero sí el día) decidió poner fin a su vida y desde entonces arrastra una condena que le obliga a repetir el ritual coincidiendo con su aniversario. Ni siquiera se sabe qué árbol, aunque necesariamente tendrá que ser centenario, por lo viejo de la historia, luce año tras año ese macabro adorno al final del verano. De acuerdo con la tradición oral es el mismo del que se colgó el muchacho, ha sobrevivido al paso del tiempo y sigue mostrando ufano su figura en lo alto de la ladera.

Conocedores de la historia, una costumbre más o menos común entre la juventud comillana es subir ese día al Seminariu, como se conoce popularmente el complejo, para ir al encuentro del espectro al final de la cuesta de La Cardosa. Aunque lo más habitual es que el miedo infantil haga a la mayoría abandonar, de modo que la aventura suele terminar a la puerta de la Pontificia, no se ha perdido esa costumbre, o al menos ese recuerdo, en Comillas.

Como todo mito contemporáneo, tiene una base real y cierto propósito moralizante, aunque en este caso ha quedado bastante difuminado. Tanto como para que existan casi tantas versiones como comillanos. Eso sí, las mayoritarias son solo dos y absolutamente contradictorias entre sí, además, para contribuir aún más a la confusión.

La primera de ellas asegura que el espectro del Pajus es efectivamente el de aquel joven seminarista que nunca llegó a adaptarse a la vida sacerdotal. Según esta versión, su carácter díscolo chocaba frontalmente con su vocación, y víctima de un ambiente que consideraba poco menos que carcelario decidió escapar una noche de verano de la residencia para terminar con su vida ahorcándose del primer árbol que le pareció adecuado. Para redondear la narración, el suceso habría sido silenciado por las autoridades religiosas, lo que unido a la tradición de no informar sobre suicidios, que solo ha entrado en revisión en los últimos años, propició que nunca apareciera en los medios de comunicación. Por supuesto, la narración no está documentada.

Su contrapartida que casi iguala a la primera versión en lo truculenta, aunque mucho más prosaica y pendenciera. Pasados los años, cuando se comenzaron a impartir cursos estivales de inglés, entre los jóvenes que se alojaban en el antiguo seminario comenzó a correr la versión de que el Pajus era en realidad un exhibicionista que rebozado en una gabardina acechaba a la espera de compartir su intimidad con los ellos, y en especial con ellas.

Esta revisión, mucho más moderna y heterodoxa, parece –como la anterior– nacida más de la imaginación del alumnado y de una rápida asociación con el nombre del espectro, a quien durante la centenaria leyenda nunca se le había considerado seguidor del culto a Onán. Tampoco cuenta con ningún testigo que merezca tal consideración; solo amigos de amigos o alguien que tenía un conocido al que una vez le presentaron a alguien que lo vio o que ha dicho que dicen que lo vieron. De hecho, parece más una adaptación de la leyenda del hombre de los caramelos, pero ahí ha quedado, como si tuviera algo de cierto. Como quedó un poso de aquello del centro de referencia mundial del castellano, una leyenda que quizá hiciera esbozar una sonrisa al Pajus.

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