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La explosión del Cabo Machicaco; las dos explosiones, en rigor, dejaron profundas cicatrices en Santander. En las manzanas que devoró la deflagración, como después las volvería a devorar el incendio de 1941, en las vidas que se llevó por delante y en muchas pequeñas historias de víctimas mortales y supervivientes, algunas más ciertas que otras.
Desde que se detectó el humo en la bodega hasta la explosión pasaron unas tres horas. Lo suficiente para que hubiera ya cerca de un centenar de personas a bordo, entre tripulación propia, de otros buques que acudieron a colaborar en las labores de extinción y bomberos municipales mientras una marabunta de curiosos y autoridades procesionaba junto al muelle número uno de Maliaño. La explosión se los llevó por delante.
La ciudad quedó descabezada. Entre las 590 víctimas estaban el alcalde, el presidente de la entonces Diputación Provincial de Santander, el gobernador civil, cargos policiales, bomberos y casi cualquier persona con responsabilidad política, militar o judicial. Algunos cayeron al agua y otros salieron despedidos, como el gobernador civil.La onda expansiva le proyectó decenas de kilómetros. Su cuerpo apareció en la playa de Berria, en Santoña, y el bastón de mando aterrizó en la playa de San Martín, ahora conocida como La Fenómeno.
Los restos del buque y de los edificios destruidos hicieron, en forma de metralla, el resto del trabajo sucio, asesinando gente que hacía su vida ajena a la tragedia. Un policía encontró unos restos humanos, en concreto dos piernas, en el tejado de un almacén de maderas, uno de los enormes cabos del vapor aterrizó en Peñacastillo, a ocho kilómetros de distancia, y mató a una persona. Otra murió aplastada por la campana de una ermita medieval en la mies de San Juan, en Maliaño, que se vino abajo por la onda expansiva.
Todo esto es verdad, salvo algunas cosas. Efectivamente, el gobernador civil, Manuel Somoza de la Peña, que llevaba poco tiempo en el cargo tras haber ocupado el mismo puesto en Toledo, se desplazó de inmediato a la zona para conocer la situación y supervisar de primera mano las actuaciones y murió en la deflagración.
Sin embargo, no existe ninguna constancia de que su cadáver apareciera en Santoña y lo de la vara de mando tampoco está constatado. No parece imposible, a juzgar por la tremenda onda expansiva, pero resulta improbable que en plena crisis Somoza saliera con su bastón protocolario, que tuviera además el tino de caer precisamente en el arenal. Aun así, la historia es mucho más creíble que la de Berria.
En cuanto al resto de autoridades, tampoco es cierto que fallecieran todas. Con Somoza estaban el presidente de la Diputación, Francisco Sainz-Trápaga, y el alcalde, Fernando Lavín Casalís, hermano del arquitecto municipal que planificó y ejecutó parte del ensanche urbano de finales del siglo XIX y principios del XX. El primero resultó ileso y el segundo, aunque sufrió heridas, no perdió la vida. Sobrevivió a la tragedia y permaneció unos meses más en el cargo.
Sí aparecieron piezas del mercante a varios kilómetros de distancia, pero la historia de que un grueso cabo anudado con un calabrote mató a una persona, que tan pronto es un hombre como una mujer, tampoco está constatada en ninguna fuente fidedigna pese a circular por la web como antes sobrevivió a través del boca oído.
En cuanto a la ermita, todo apunta a que la onda expansiva afectó a su estructura, pero tampoco hubo víctima mortal en Camargo, o al menos ninguna fuente fiable. Tampoco, según la prensa de la época y por la naturaleza de la detonación –vertical para después desplazarse en parábola escupiendo metralla hacia la bahía y la ciudad– murió toda la tripulación, aunque sí buena parte de ella y las de las barcazas que habían acudido para colaborar en las tareas de extinción. Según La Atalaya, se salvó alrededor de la mitad.
La que sí es cierta, según documentó Rafael Gutiérrez Colomer en 'Tipos populares santanderinos' es la historia de la Voladora. Nacida en Santander en 1878, Asunción Muriedas tenía quince años cuando, tras escuchar la explosión, se acercó con unas amigas al muelle. Como infinidad de testigos, la deflagración la sorprendió en el peor lugar, la desplazó varios metros y le destrozó la pierna. Trasladada a la Casa de Socorro y después al Hospital de San Rafael, allí solo pudieron amputársela. Desde entonces se la conoció como la Voladora en Puertochico, donde trabajaba, como lo hizo después su hija, la Cruza, otro personaje clásico de aquel Santander. Una ciudad para la que el Machichaco no es un cabo, sino un barco.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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