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Los toldos del Mercado de la Esperanza brillan cuando empieza a llover; enseguida el agua hará balsa y los dependientes tendrán que coger un ... palo y empujar el toldo para que caiga como una cortina, pero eso lo harán más tarde. Ayer, a primera hora, sólo caía una leve llovizna sobre los puestos que ofrecen su género en una plaza vacía. «¡Claro que no es por la lluvia! Esto está vacío porque la gente prefiere ir a las grandes superficies; ahora prima el precio frente a la calidad, porque si quisieran calidad, no irían a las grandes cadenas, sino aquí», dice María Luisa Salas. Son las nueve de la mañana, y mientras se abren los primeros paraguas, ella enfrenta la jornada laboral en el negocio que pertenece a su familia desde hace 40 años. Ha visto de todo, «incluso la plaza cuando era una arboleda», añade su hermana. Ahora, lo que hay son frutas y verduras expuestas en los puestos, frescas y en buen estado, con «precios que se han doblado» en un año: «No tengo ni un solo producto que baje de 1,5 euros», dice María Luisa, y como si pudiera pensarse que hay un enriquecimiento voluntario tras ese 5,99 euros que cuesta el pimiento de Isla, la vendedora habla desde la veteranía de su labor: «De un puesto como este, antes vivía una familia; ahora necesitas dos trabajos porque ya no es sostenible».
Y la razón no está solo en el cambio en las formas de consumo, sino en la «tremenda» subida de los precios que de unos meses a esta parte aprieta las cremalleras de los monederos del país: «Hace un año, pagaba al mayorista 1,80 euros por una caja de seis lechugas, y ahora me cuesta 3,60 euros; el kilo de mandarinas está a 3,50 (el año pasado a 1,90 o 2 euros), y hay que tener en cuenta que en un kilo entran ocho mandarinas y que una familia se las toma entre una comida y una cena. Con estos precios es muy difícil llenar la cesta de la compra», dice María Luisa.
Como dicen los profesionales con los que uno habla si se pasea una mañana por el Mercado santanderino, no es algo puntual, sino que es una tendencia que no tiene pinta de parar: «No es la primera vez que asisto a una subida de precios, pero a los veinte días o al mes, todo bajaba. A veces era por una gota fría que destruía la cosecha, por una huelga de transportistas, pero ahora esto va para largo», dice Gema de Andrés, al frente de una pollería tradicional desde hace 40 años, precisamente una de las carnes que más ha aumentado su precio, según los últimos datos del IPC. «¿Cómo no va a subir si un pollo necesita luz desde que nace hasta el matadero?», se cuestiona bajo unos focos LED que dan a su puesto una luz blanquecina y limpia. Invirtió el año pasado para instalar luz de menor consumo, pero lo que ahorra desde entonces no lo nota por la subida de la factura. Lo que ha hecho ha sido «reducir el margen de beneficio» para no aumentar más los precios en su puesto: «Si lo subo tanto como me lo han subido a mí, tendría que cerrar porque no vendería nada», admite. El resultado es que el margen de beneficio que ahora tiene «es un 40% menor» que el que manejaba antes de la pandemia.
María Luisa Salas, Vendedora de fruta y verduras
Gema de Andrés, Pollería tradicional
Unai Martín Bedia, Pescadería Unai
«Es lo que comentan todos los clientes, lo que antes hacías con 20 euros, ahora necesitas gastarte, por lo menos, 25 o 30 euros para comprar lo mismo», comenta Unai Martín, al frente de la pescadería Unai. En el pescado -dice-, no se ha notado «todavía» la subida generalizada de los precios: «Sí lo estoy notando en el coste de la electricidad del mostrador y la máquina de hielo, pero el precio de los pescados sube y baja lo mismo que lo ha hecho antes», dice, y señala una merluza de anzuelo que marca 14,50 («el año pasado podría estar entre 13,50 o a 14 euros») y también los rodaballos, («a 22,50 el kilo, cuando estaba a 21,80»).
Charo Pérez, de la pescadería Charo, coincide en el diagnóstico: «De momento no ha subido el precio del pescado, si acaso 50 céntimos de variación de un día para otro, pero como siempre. Además, no puedes subir mucho más el precio porque la plaza está vacía», dice. Ella heredó la pescadería de su madre, y a su lado, una joven que es una hija lo heredará en unos meses. Esa trenza generacional invita a preguntarse si es posible que continúe este modelo de negocio familiar, esa compra de cercanía prometida tras la pandemia como una vuelta al consumo local, si el precio de la electricidad y el transporte recae sobre el pequeño comerciante, que no puede competir contra las grandes cadenas cuando vienen así dadas. «Los mercados tienen poco futuro», dice un comerciante, que se asoma a los pasillos con una bata blanca y el vacío que ve le hace interpretar en clave de veterano la falta de carritos entre los pocos compradores que a esas horas recorren los puestos: «Se nota que es 29 de octubre, a estas alturas ya no hay», y levanta la mano y se acaricia las yemas de los dedos. «Sólo los jubilados llegan a fin de mes», insiste, pero también a ellos les aprieta la subida del 5,5% del IPC adelantado de octubre, un incremento que no se veía desde 1992.
Si miramos más de cerca los datos que cada mes elabora el Instituto Nacional de Estadística (INE), Cantabria sale peor parada que el resto de comunidades, al menos con las cifras -estas ya definitivas- de septiembre: la región encabeza la subida con un 4,5% de variación interanual del IPC, un valor que se obtiene analizando doce capítulos como el coste del transporte, la medicina, el ocio y la cultura, la vivienda, hoteles y restaurantes o la alimentación. En este apartado, Cantabria también está a la cabeza del país, ya que el índice anual ha subido un 2,6%, el más alto de todas las comunidades autónomas (le siguen Melilla, con un 2,6%, y Galicia, con un 2,5%).
La razón está en las subidas de los precios de la electricidad (la variación anual se sitúa en el 14,5%) y, en menor medida, los carburantes y lubricantes para vehículos personales y el gas. La consecuencia directa de ese incremento se nota en el bolsillo, en lo que cuesta ahora producir, y, por tanto, en el precio final al que se vende. El ejemplo perfecto está en la panadería La Esperanza, donde Ana López vende pan desde hace 33 años: «Todavía no lo hemos subido, estamos aguantando, pero no sé por cuánto tiempo porque en dos meses la factura de la luz se ha disparado», expresa, y el pequeño horno donde dora a diario las barras es el testigo mudo de las facturas recibidas. «En agosto pagué 35 euros más que el año anterior, y en septiembre la subida ha sido de 45 euros, a ver el susto ahora en octubre». Si bien el pan (la barra convencional cuesta 85 céntimos) sube -dice- una media de cinco céntimos cada año, aproximadamente, lo que ya se nota es la subida «de entre 15 y 20 céntimos» en las barras que traen desde los pueblos y que ya cuestan en torno a 1,20 euros (según el tipo).
De susto también habla Pilar Charines, vecina de Santander, cuando fue a pagar el lechazo que ha comprado para estos días: «Me han dicho el precio y he dicho ¿¡cómo!?», y se echa para atrás imitando el gesto que debió poner: «La última vez que lo compré, pagué menos de 18 euros el kilo, y hoy me ha salido a 23 euros el kilo», señala.
Pinado sobre un mostrador, el carrito rojo de tela está casi vacío, con la tela arrugada. De hecho, apenas hay carros de ruedas por los pasillos del Mercado de la Esperanza, si acaso bolsas de mano. Varios puestos tienen gente haciendo cola, con el ticket indicando el turno; los clientes llaman por el nombre a los vendedores, que colocan sus productos con mimo. Otros muchos miran el precio mientras los paraguas dejan un rastro de gotas por el suelo del Mercado, por donde solo pasean. Afuera ha dejado de llover y los comerciantes sacan los palos para empujar los toldos. Es mediodía y ya no llueve, pero el precio de la vida no se inmuta.
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