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Ana del Castillo
Santander
Domingo, 23 de junio 2019, 15:16
La maternidad va más allá de ciclos de vida estándar o de doctrinas del reloj biológico. Ahora la mujer decide cuándo quiere ser madre. Un paso que cada vez se da más tarde. El paulatino retraso de la maternidad –con defensores y detractores– pone sobre la mesa la delgada línea entre la libertad de la mujer y los derechos del menor. Pero tras las ideologías de cada uno la realidad cae a plomo: en los últimos 38 años la edad media de maternidad para concebir el primer hijo ha pasado de los 24 a los 31 años, según datos del Icane. «Y va in crescendo», dice el ginecólogo Juan Manuel Odriozola, jefe de sección en Obstetricia y Ginecología del Hospital Marqués de Valdecilla.
Odriozola acabó la especialidad en 1992. Desde entonces, la evolución de los partos en mujeres mayores de 40 años ha sido «exponencial». Para Odriozola, «no es un problema sanitario, sino un tema social», y propone fijar el debate en el punto de la salud perinatal (la relativa al bebé y la madre): «La sociedad debe comprender que ambos se ven comprometidos simultáneamente con la edad. Se está reduciendo el número de partos normales y aumentan las cesáreas programadas o partos con complicaciones».
La Encuesta de Fecundidad del año 2018, elaborada por el Instituto Nacional de Estadística (INE), concluye que casi ocho de cada diez mujeres de 25 a 29 años (el 79,2%) aún no ha tenido hijos. Como ocurre con las mujeres, el número de hombres que tienen dos y más hijos aumenta con la edad, situándose en el 54% en varones de 45 años.
El paulatino retraso de la maternidad viene impuesto por la propia sociedad, con contratos precarios y falta de ayudas para conciliar. Eso, sumado a la preocupante caída de la natalidad, augura un futuro nada esperanzador con una población ya de sobra envejecida. Según el INE, en Cantabria, por cada diez cántabros que fallecieron en 2017 hubo de media siete nacimientos. Un año después, el número de nacimientos cayó un 7,8% respecto al ejercicio anterior, y aumentaron las defunciones un 5,1%. Por eso, Odriozola insiste en que no es un problema sanitario: «Esta es la realidad a la que nos enfrentamos como profesionales, pero las medidas para soslayarla difícilmente se pueden enfocar desde el punto de vista sanitario», señala.
La edad fértil de la mujer se sitúa entre los 18 y los 35 años, pero en la última década la llegada del primer hijo se sitúa en los 32. Cuanto más mayor, más difícil es llevar a término un embarazo, por lo que el problema de la fertilidad se agudiza. «Algunas patologías se hacen más prevalentes, como los estados hipertensivos del embarazo y la diabetes gestacional, además de la obesidad materna. Aspectos que se lastran hasta el parto», señala Odriozola.
El debate está incluso dentro de los propios facultativos. El médico cántabro Ángel Luis Cavero ha visto a través del ecógrafo cerca de 90.000 embarazos. Primero en el Hospital Valdecilla y desde 2004 en su consulta privada en Santander. «Para mí no hay debate», dice. Reconoce que los riesgos son mayores cuando la mujer pasa de la barrera de los 45 años, «pero afortunadamente los medios de los que disponemos hoy en día nos permiten ya con seguridad saber si el feto se está desarrollando bien, qué riesgos tiene la embarazada, qué medios tenemos para hacer prevención...». «¿Por qué una mujer que desea ser madre no lo va a ser?», pregunta.
Carmen Tafal | Su primer hijo a los 48 años
La cántabra Carmen Tafal tuvo su primer y único hijo con 48 años. Ella y su marido Santiago lo habían intentado por todos los medios, así que tras tres inseminaciones artificiales fallidas, y con los 40 recién cumplidos, dejaron de pensarlo. Ocho años después su marido se prejubiló –«estaba relajado, sin estrés»–, cuenta Tafal. Entonces, un viaje a Canarias cambió sus vidas: «Unos días después de volver pedí cita con el ginecólogo porque pensé que tenía comienzos de menopausia, pero resultó ser un bebé», cuenta todavía emocionada. Si llega a ser niña la hubieran llamado Yaiza, pero fue niño, Íñigo.
«Va a hacer ocho años y es un fiera. El embarazo fue inesperado, pero maravilloso», explica. A Carmen, como a muchas otras mujeres que tienen hijos a partir de los 40, le programaron una cesárea. «No me dejaron tener parto natural para evitar riesgos», señala.
Íñigo tuvo que estar una semana en la incubadora, «porque tenía los pulmones poco formados». Después, «todo ha sido fabuloso». Eso sí, ahora tiene 56 años y no para. Claro, lleva el ritmo de un pequeño de ocho años. «Me he tenido que apuntar a un gimnasio porque lo de ponerme a cuatro patas y hacer de caballito...», bromea.
Para Tafal tampoco hay debate cuando se trata de dar vida. «¿Que tenemos menos energía? Sí, estamos agotados, pero felices. Hacemos todo por él y no nos supone ningún sacrificio. Nosotros ya salimos y viajamos todo lo que quisimos. Ahora nuestra vida es nuestro hijo». Además, cree que la serenidad que trasladan a su niño es esencial: «Ahora estamos más estables, más tranquilos. Y eso aporta una barbaridad». Y en lo económico, «tenemos mayor capacidad que hace quince años, cuando nos planteamos tener un hijo».
Francisco Serna | Padre a los 48
Francisco Serna tiene 50 años y un niño de dos, Martín. Al principio le molestaba que en el parque le confundieran con un abuelo, pero ahora su única inquietud es perderse parte de su crecimiento: «A veces lo pienso, es inevitable, porque dentro de una década mi hijo tendrá 12 años y yo ya habré cumplido los 60. Me gustaría por lo menos verle crecer un poco», dice.
Él y su mujer estuvieron intentando ser padres durante seis años. «LLegó a quedarse embarazada, pero lo perdió», recuerda Serna, fue un momento «muy duro». Se dejaron 9.000 euros en programas de fertilidad, idas y venidas al psicólogo, y a punto estuvieron de cejar en su deseo. «Cuando nos casamos, yo tenía 28 años y ella 22. No teníamos prisa, vivimos la vida, y cuando nos decidimos a ser padres mi mujer tenía 34. Ya era tarde según los médicos, pero yo creo que nunca es tarde para tener hijos», defiende.
Entonces, en una sociedad en la que incluso se sueña deprisa, Martín llegó a sus vidas para vivir y disfrutar despacio. «Lo esperaba con tanta ansia que no tengo ningún problema. Le doy de comer, duerme conmigo, jugamos... El que más tiempo pasa con él soy yo. Así que salimos a dar paseos y vamos al parque casi a diario», explica Serna agradecido por jugar ese papel en la vida de Martín.
¿Le confunden con un abuelo? «Sí, me lo han llamado alguna vez. Una vez fui a una cafetería con él y una señora dijo: 'Mira el abuelo con el niño'. Me fastidió bastante porque físicamente me veo bien, pero tengo canas y poco pelo. ¿Qué me importa? Tengo a Martín conmigo», reflexiona.
Su mujer quería un segundo hijo, pero Serna prefiere no volver a pasar por ese calvario.
Eva del Castillo | Su madre la tuvo con 46 años
Mi madre tenía 46 años. Los médicos le habían dicho que padecía un tumor, pero tras varias pruebas, en una ecografía, le dijeron que el quiste tenía un corazón que latía... Era yo», explica a este periódico Eva del Castillo.
Su madre tuvo cuatro hijos en cinco años y cuando el menor de ellos estaba en plena adolescencia se quedó embarazada de nuevo. «Se lo tomó muy bien», dice su hija, que aunque no estuvo para verlo, su madre le hizo saber en vida que nunca le importó la edad.
«En aquella época nacían más niños con Síndrome de Down, no había tantas pruebas como ahora, pero a mi madre no le dio miedo. Me contaba que el embarazo y el hecho de tener otro hijo le hizo rejuvenecer, se sentía otra vez joven, aunque la crianza le costó más conmigo», comenta. «Y eso que tuvo la ayuda de mis hermanos, que tiraron mucho de mí cuando era pequeña».
Del Castillo recuerda la anécdota que siempre circuló por casa. «Cuando mi madre se quedó embarazada, uno de mis hermanos tenía la jura de bandera en el servicio militar. Cogió el coche y se fue para allá. Al llegar, le comunicó que iban a ampliar la familia y como teníamos un perro, mi hermano creyó que iba a tener cachorros. Nada más lejos de la realidad. Fue una sorpresa para todos».
Fuera de las cuatro paredes de su hogar, en la calle, creían que eran nieta y abuela. «Por edad lógicamente podía serlo. Recuerdo que conmigo se tomaba las cosas de manera más relajada. Tuve más atención. Fui un poco la niña mimada de la familia. Casi como una hija única pero con ventajas».
El mayor inconveniente, para ambos, padres e hijos, es que el tiempo de vida para compartir es más breve. «La perdí primero», señala del Castillo.
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