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Todo palacio que se precie tiene que tener un buen puñado de fantasmas. Al de La Magdalena le sobran. De hecho, tiene algo de Hotel Timberline, aunque en la serie a la que sirvió de decorado tenía un nombre muy diferente al de aquel inhóspito ... caserón en el que Jack Nicholson, AKA Jack Torrance, abrazó la locura. Si en aquella historia el guardés del hotel quedaba atrapado para siempre entre sus muros e impreso en una fotografía de principios del siglo XX, la antigua residencia santanderina de Alfonso XIII guarda muchas similitudes, aunque a través de dos historias diferentes.
El espíritu más antiguo del Palacio de la Magdalena –del palacio, que no de toda la península– es el de una mujer que lo vio construirse, con lo que ocupa por derecho propio un capítulo en su historia, y la leyenda urbana asegura que fue la mismísima familia real, en concreto la reina Victoria, la que vio a la presencia, lo que contribuyó a que sobreviviera el mito del fantasma de La Magdalena. En este caso sí se conoce la historia real en que se inspira la leyenda; un episodio travestido gracias a la mente imaginativa o retorcida de alguien que convirtió en leyenda un suceso que no tiene ni la más mínima y maldita gracia.
Se trata del fantasma de una mujer que habitó junto al palacio y recorrió sus pasillos en los años diez, cuando terminando su construcción formó parte del servicio de mantenimiento, y al que según la leyenda llegó a ver la mismísima reina Victoria. También el personal actual del Palacio de La Magdalena, convertido en empresa pública del Ayuntamiento de Santander, ha oído hablar del espíritu, una presencia casi simpática una vez los años la han desnudado del poso de tragedia que arrastraban los testigos y familiares directos, pero igual de triste.
Porque lo que no resulta en absoluto simpática es la historia real. Recién terminado de construirse el Palacio de La Magdalena, se destinó a Santander a José Otero, uno de los jardineros que trabajaban para la familia real, para condicionar la zona, y se le alojó junto a su familia en una pequeña caseta junto al palacio junto a su mujer, Consuelo Iraola, y a sus tres hijos.
El 25 de junio de 1912 a mediodía el jardinero encontró el cadáver su mujer en su habitación con una soga atada al cuello en una escena escalofriante, mientras los niños lloraban ante el cuerpo sin vida. De inmediato llamó al guardés, Serafín Sáenz, que le ayudó a quitarle la soga y a ponerla en la cama con la esperanza de reanimarla, pero fue inútil. Al menos esa fue la historia que le contó a la policía y al juez, que en un principio creyeron su versión y le dejaron en libertad.
Pero las pruebas periciales decían otra cosa y el caso se convirtió pronto en muy mediático. El cadáver presentaba signos y presión en el cuello, pero no provocados por una soga, sino también con síntomas de violencia y Otero fue detenido cuando el cortejo fúnebre se preparaba para salir hacia el cementerio. De pronto, y conforme se investigaba, toda la normalidad que los obreros de La Magdalena decían haber visto en el matrimonio se convirtió en distintas escenas de maltrato; lo mismo que le contaron sus allegados madrileños a un periodista que viajó hasta allí para publicar nueva información sobre el caso.
Los cambios de versiones del propio Otero levantaron pronto sospechas tanto entre los investigadores como en la prensa. Se abrió un juicio paralelo en el que el diario 'La Atalaya' defendía la hipótesis del asesinato y el proceso terminó con Otero condenado a una pena de cadena perpetua que cumplió en parte en El Dueso cuando sus hijos ya habían dejado Santander para vivir junto a la familia materna.
Pero la historia no termina ahí. Años después apareció publicada en prensa la noticia de que un sacerdote había escuchado en confesión a un moribundo que reconocía haber sido él, y no José Otero, el autor del crimen de La Magdalena, como lo recuerda en uno de sus libros José Ramón Saiz Viadero. Esa información se pierde también en las brumas del anonimato, sin que nunca se haya podido tener la certeza de lo que ocurrió aquel siniestro día, más allá de que la mujer no se suicidara, sino que fue asesinada.
Ah, casi lo olvido: la leyenda nace del encuentro que la reina Victoria tuvo con el espectro, que había quedado atrapado en el palacio. Ella, la víctima, y no él; el asesino. Así que tal vez algún día ocurra como en el Hotel Timberline y de pronto el señor Otero aparezca posando ufano junto Alfonso XIII, atrapado para siempre en la película fotosensible como castigo a su infamia. Quizá incluso sea uno de los rostros que aparecen desdibujados en la Sala Madrazo y sencillamente nadie le ha reconocido.
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