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El osezno Beato tendrá que seguir cautivo hasta que haya brotes en los bosques cántabros con los que alimentarse. Así seguimos algunos tras una década ... de crisis, esperando aquellos que predijo en 2009 la ministra Salgado. Todavía otros mil cien cántabros se expatriaron el año pasado, en una diáspora de 44.000 exiliados que no remite. En paralelo, algunos empresarios cántabros denuncian la falta de profesionales cualificados por culpa de esta fuga de talentos al extranjero. Falta conocer si los salarios están a la altura de la especialización exigida.
La primavera ha congelado las margaritas en un disparatado marzo que ayer sacudió Castro Urdiales con un sutil terremoto. Evocado epicentro de corrupción urbanística que ha sufrido y sufre mayores agitaciones en los juzgados. Se suceden, además, otros fenómenos singulares. Como el del alcalde alicantino que deja el cargo porque ya ha cumplido el programa electoral. Llevaba siete años en política. Un aprendiz. Confluyen aquí –pásmense– dos circunstancias insólitas: que abandone el sillón por voluntad propia y que haya cumplido un programa electoral de forma íntegra. Encima no está imputado, ni presume de titulaciones falsas. El fenómeno resulta realmente enigmático. Comparen con la resistente Cifuentes, una militancia de tres décadas en cargos públicos o de partido adornada, al parecer, según las últimas evidencias –como nuestra alcaldesa– con falsos méritos académicos. Como si alguien –quienes las ponen de candidatas o quienes las votan– se fuesen a deslumbrar con un título universitario o un máster más o menos en su currículo. Ni siquiera a Guindos le ha hecho falta uno para sentarse en el Banco Central Europeo. Bastó con que se retirase el otro aspirante irlandés, cuando en el primer examen del Parlamento europeo se destapó que estaba mucho más preparado.
En política poco importa el mérito. La democracia permite que cualquier ciudadano pueda votar y ser elegido. Es tan generosa que incluso se lo consiente a quienes dicen ser quien no son. Pero sí debería importar la honestidad, virtud –como su prima hermana la honradez– ya tan anacrónica que hace falta sacudirle la naftalina cada vez que se reivindica.
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