![La mascarilla aguanta en el súper, pero no en los bares](https://s3.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/202205/02/media/cortadas/Imagen%20MF0R1CY2-k7VG-U1601854591736MTC-1248x770@Diario%20Montanes.jpg)
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Hace dos años, cuando la mascarilla pasaba de ser un útil meramente profesional a un aliado inseparable de los ciudadanos, la gente ya hacía pronósticos sobre cuál sería su futuro una vez dejaran de ser obligatorias. ¿Prevalecería el miedo? ¿Las ganas de respirar como antes? ... Ese día llegó el pasado 20 de abril y, una semana y pocos días después, también muchas de las respuestas a aquellas preguntas. Los ciudadanos de Cantabria se van olvidando de sus FFP2 y protecciones quirúrgicas en la inmensa mayoría de salidas a la calle. El desayuno en el bar, la hora del vermú, las clases de la universidad, el instituto… Ni decir los paseos. Los vecinos que caminan al aire libre aún protegidos con sus cubrebocas son prácticamente una 'rara avis' del escenario pospandémico, una palabra esta última que todavía cuesta pronunciar. «Por si acaso», rezaba un santanderino este pasado viernes en El Sardinero, uno de los muchos, porque también los hay, que siguen portando la bandera de la prudencia en su día a día. Incluido el supermercado, donde ganan por mayoría.
Pero en la hostelería es otra historia. Y basta darse un paseo por el centro de la capital para comprobarlo. Apenas diez días después de publicarse el Real Decreto del Gobierno central, ya es raro ver a un cliente colocarse la mascarilla para ir a pagar el pincho o entrar en el local por primera vez. «Se ha notado mucho», coinciden al otro lado de la barra en La Cátedra, el Café Suizo o la Taberna Cachalote de Cañadío, centro neurálgico de la juventud santanderina durante el día y sobre todo, en la noche. «Los chavales hace cuatro o cinco meses que renegaron. A los mayores les cuesta más», contesta uno de los camareros del local. Como él, prácticamente todos los trabajadores que desarrollan su jornada de cara al público –en gimnasios, supermercados y comercios– optan por protegerse. «De momento, seguimos». Sonríe con los ojos y vuelve al trajín.
Caso distinto es el de Carmen San Emeterio, atareada con todos los bienes que adornan su tienda de Antigüedades y Brocante, pero desde luego no con la goma de la mascarilla. «Ya no la llevo y muchos de mis clientes tampoco. Alguno todavía me pregunta si es necesario, pero les recuerdo la nueva normativa y que yo, al menos, no me la voy a poner. Vamos pasando página poco a poco», celebra la propietaria, más decidida a volver a las viejas rutinas que la mayoría de sus colegas en otros negocios, sobre todo aquellos necesariamente abonados al contacto humano.
Pocos servicios habrá más indicadores de esta rutina que el de peluquería. En el Salón 21 de Santander, las trabajadoras siguen apurando sus tintes y cortes de pelo con los cubrebocas bien colocados, igual que los clientes. «La prudencia sigue ahí. Después de todo, la visita puede ser de hasta de 30 minutos», extrae la dueña del local, Yolanda Gómez, antes de volver al lío con el resto de trabajadoras.
Y hablando de empleados. Los de la Educación, los profesores, también son de los pocos que no se despegan de la mascarilla en su ámbito de trabajo. La realidad es esa en los campus de la Universidad de Cantabria, el colegio Kostka o el IES Santa Clara. «Prácticamente ningún alumno la lleva ya. Únicamente los profesores, y tampoco todos», revela una joven a la salida de las clases, justo antes de reunirse con sus compañeros y hacer una parada en un supermercado Lupa.
Este tipo de establecimientos se han convertido en uno de los pocos bastiones que mantiene la mascarilla no obligatoria. Salvo contadas excepciones –que normalmente encarnan las personas jóvenes, aunque ese patrón no siempre se cumpla–, la inmensa mayoría de consumidores que pasó por caja en el Paseo del General Dávila, Rualasal y la calle Guevara el viernes por la mañana lo hizo con la FFP2 bien sujeta, igual que los profesionales de caja, pescadería y carnicería.
Esa misma foto se repite en las grandes superficies del extrarradio de Santander, desde El Corte Inglés hasta Valle Real (Camargo). La suma de interiores y multitud sigue despertando cierta desconfianza a una población que, pese a la atenuación de las medidas, sigue muy al tanto de las vidas que, todavía, el covid se lleva por delante. Y conscientes de que la séptima ola está en pleno apogeo, aunque los datos sólo reflejen su impacto en mayores de 60 años. De ahí la mascarilla en los centros comerciales. Aquí, la prudencia y el miedo al contagio siguen cotizando más alto que el ansia por recuperar las rutinas de antes.
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Ana del Castillo
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