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Antonino Herrera, a la izquierda, junto a Paz Herrera y su padre, Pedro Herrera, sostienen la imagen de Ángel Herrera y su mujer. Luis Palomeque
La memoria recuperada

La memoria recuperada

Familiares de republicanos desaparecidos en la Guerra Civil narran sus recuerdos tras descubrir que están enterrados en Limpias gracias a una investigación de EL DIARIO

Martín Ibarrola | José Carlos Rojo

Santander

Martes, 12 de diciembre 2017, 14:00

Una semana después de que la ‘lista de Larrinoa’ saliera a la luz gracias a una investigación de EL DIARIO, los rostros de los combatientes republicanos que permanecieron 80 años olvidados en una fosa del cementerio de Limpias vuelven a ser recordados. Entre 1937 y 1938, el cura Gregorio Ungo escribió sus nombres y guardó el libro de defunciones en la parroquia de San Pedro de esta localidad cántabra. Nadie volvió a leer las páginas hasta que, este verano, José Antonio Larrinoa, un jubilado de Alonsotegi, encontró tras una larga búsqueda el rastro que conducía hasta su tío y otros 73 milicianos y civiles muertos durante la guerra de 1936. Este periódico ha hablado con familiares de varios de los fallecidos, que querían saber más datos sobre el paradero de sus allegados tras conocer la existencia de la lista recién descubierta. Era la primera noticia que recibían desde hace 80 años.

Ángel Herrera González (28 años)

Murió el mismo día en que nació su cuarto hijo

La tarde que Ángel Herrera murió aquel 6 de julio de 1937 en el hospital de sangre de Limpias con una gangrena que le devoró las piernas, su mujer dio a luz a su cuarto hijo. «Cuatro era la cifra que otorgaba la licenciatura y el permiso para retirarse a casa en La Veguilla (Reocín) para cuidar de esa familia numerosa», cuenta la cántabra Paz Herrera, nieta del hombre que figura en el número 49 de la famosa ‘lista de Larrinoa’ y bien conocida por ganar el ‘rosco’ del programa televisivo ‘Pasapalabra’. «Si hubiera nacido antes, quizás él hubiera vivido», lamenta Antonino Herrera, que ahora, con 80 años, aún se emociona al recuperar la memoria del padre al que nunca conoció.

Para la foto que ilustra este reportaje ambos se unen a Pedro Herrera (83 años), padre de Paz y hermano mayor de Antonino, para sostener el retrato de un hombre del que solo escucharon buenas palabras. Era alegre, dicharachero y tenía un don en la garganta: «Cantaba como los ángeles. Imitaba la voz de Pepe Blanco y Carmen Morell. Hacía las voces de ambos», recuerdan entre los tres. Apenas diez días antes de perder la vida estuvo de permiso en casa. Incluso llegó a poner nombre al hijo que esperaba.

Los efectos personales que aún se conservan de Ángel Herrera. Una brocha de afeitar, la cuchilla y una lata de atún que nunca llegó a comer. Luis Palomeque

Poco después, una granada de mano le alcanzó en las piernas durante su estancia en el frente de Espinosa de los Monteros. «Le hicieron unos torniquetes y lo trasladaron como pudieron al hospital de Limpias a lo largo de 12 kilómetros tortuosos entre montes», cuenta Paz. «En la familia ya sabíamos que estaba en Limpias, porque como en el frente había conocidos, nos informaron de todo lo que pasó».

Sus hijos visitaron la fosa común hace décadas. El cura de entonces les aseguró que nadie tocaría esa zona mientras él viviera, pero tiempo después terminaron por levantar nuevos nichos sobre ese mismo suelo. «Han pasado muchos años pero aún hoy piensas que quizá sería justo reconocer a todos los que murieron. No solo a los que cayeron en nombre de Dios y España. Porque mi abuelo falleció no sé si en nombre de Dios, pero sí de España», zanja Paz.

Entre los recuerdos también se guardan los efectos personales de Ángel Herrera. Su mujer los guardó en una pequeña caja de madera que él la regaló en su tiempo de novios. Ahí se conserva una chapa, una brocha de afeitar, la cuchilla y una cartera. «Incluso enviaron a mi abuela la última ración de comida del día que le correspondía a él. Una lata de atún y un panecillo», cuenta Paz. La lata aún la conservan. El pan hace tiempo que se convirtió en polvo. Y entre todo ello rescatan una carta manuscrita. Envió muchas durante su tiempo en el frente pero esta fue la última. «María, cuando me mandes muda no mandes camisa que ya tengo yo aquí. Si puedes mandas algo de queso, si lo encuentras. Por aquí nada particular. Que se va calmando el agua» «Y recibid un fuerte abrazo con un ¡Viva la República!», se despide Ángel en una misiva que ha quedado como uno de los últimos recuerdos que su familia guarda de él y que, ahora, recobra un sentido especial.

Manuel Lezcano Fernández (47 años)

Sobrevivió a las bombas y murió por una intoxicación

«Yo tenía solo 7 años cuando él murió. No llegué a conocerlo mucho», recuerda Ángela Lezcano. Descubrió a su padre la pasada semana en la lista publicada por El Diario y enmudeció. «Estaba como impactada», explica la nieta, Ana Bellota Lezcano, que aparece en la imagen que ilustra este reportaje junto a su madre, Ángela, y el retrato de sus abuelos. La familia sabía que él había muerto en Limpias, pero no conocía el lugar exacto donde estaba enterrado.

Manuel Lezcano Fernández nació en el valle de Carranza (Vizcaya) hacia 1890, pero pronto se estableció en Guarnizo, donde se casó y tuvo seis hijos. «Sí que recuerdo que era un mozo guapo, un vasco de buena planta», cuenta la anciana. Siempre tenía buen humor, era muy «dicharachero» y su bigote enroscado era pieza clave de una personalidad carismática. «Ese bigote era enorme. De eso sí que me acuerdo», cuenta Ángela.

Trabajó en los talleres de la ‘Orconera’ en Solía, pero cuando llegó la guerra, la movilización republicana le obligó a viajar hasta la zona del Asón para fortificar el frente. «Dicen que comió una lata de sardinas en mal estado». El registro civil confirma que murió en tan solo 24 horas. Fue el 24 de julio de 1937, y figura como causa de fallecimiento una ‘enteritis aguda’. Tenía 47 años.

Ana Bellota, junto a su madre, Ángela Lezcano, nieta e hija de Manuel Lezcano Fernández. Daniel Pedriza

En esta familia también se conocía su paradero, la fosa común del cementerio de Limpias. «Habíamos leído el libro de Fernando Obregón. Sabíamos lo que había ocurrido, pero aún así aún impacta cuando ves su nombre ahí reflejado, en el periódico», cuenta Ana. Su principal motivación no es contar esta historia, sino agradecer el esfuerzo de José Antonio Larrinoa para aflorar esta lista de nombres de tantos hombres que fueron olvidados. «Sería conveniente que alguien hiciera algo. No costaría tanto levantar un monolito o lo que fuera que revelara la relación completa de los caídos que descansan en Limpias», reivindica la familia.

Les queda el descanso de que ninguno de ellos fue víctima de la represión. «Por aquel entonces aún no había empezado». Porque las historias más violentas aún entristecen cuando se recuerdan en el pueblo. «Hubo aquí casos que no tuvieron mucho sentido. Desde asesinatos por razones incomprensibles hasta humillaciones que es mejor no recordar. Por lo menos a nosotros nos queda el consuelo de que él murió por una enfermedad que lo mismo le podía haber sorprendido en casa», detallan.

De su legado no se conserva ningún efecto personal. Solo recuerdos. Imágenes en la memoria de un hombre que pasaba los días trabajando y levantando una casa con seis hijos. «De cuando en cuando iba a tomar un vaso de vino, solo uno, al bar que existía justo aquí arriba», señala la anciana junto al hogar familiar en el que siguen viviendo. «La levantó él cuando se casó. No tenían muchos recursos pero sacaron a la familia adelante. Gracias a ellos estamos nosotros hoy aquí», agradece Ángela mientras mira la fotografía en blanco y negro de su padre. Y de su gran bigote.

Domingo Ibarrola (16 años)

El pastor de la bala perdida

Domingo Ibarrola acababa de cumplir 16 años cuando una bala perdida le perforó la región lumbar. Hijo de molineros, vivía en Santa Cruz de Mena, un pueblecito de Burgos que sirvió de polvorín para el bando republicano. Sus sobrinos, Blanca, Ismael y Txomin Blanco, sabían que Domingo y sus amigos fumaban cigarrillos en la chabola que habían construido en una loma cercana. El joven pastor recibió allí el disparo mientras cuidaba de las vacas y las yeguas. «Se cruzó con el avance del frente nacional. Creemos que una ambulancia republicana lo llevó hasta el hospital de Limpias», explican sus sobrinos.

Los sobrinos de Domingo e hijos de Consuelo: Blanca, Txomin e Ismael Blanco. Bernardo Corral

El padre de Domingo, Perfecto Ibarrola, comenzó a andar nada más escuchar la noticia. «Cuando llegó a Limpias, su hijo ya había fallecido. En el hospital le dijeron que el cuerpo se encontraba en la pila de fallecidos que se amontonaban en el cementerio. No tuvo el valor de rebuscar entre los cadáveres y volvió a casa con el certificado de defunción». Así lo contaba Consuelo Ibarrola, que tenía catorce años cuando dispararon a su hermano. La madre de Domingo, Catalina, nunca reconoció la muerte de su hijo y pasó la vida creyendo que había huido a Rusia. «Murió con la esperanza de que algún día volvería a casa». Uno de los sobrinos, Ismael Blanco, explica que en la familia rara vez hablaban del tema. «Miré el cementerio de arriba a abajo y pregunté a los paisanos. Nadie sabía nada. Como no vi lápidas ni inscripciones, supuse que lo habrían llevado a otra parte. El hecho de verlo en la lista me afectó mucho, no sé por qué...». La familia lamenta la poca sensibilidad que demuestra haber construido nuevos nichos sobre la fosa común.

Una de las pocas anécdotas que conocían de su tío hacía referencia al día en el que los soldados republicanos capturaron una vaca de su propiedad para alimentar a las tropas. «Domingo fue a donde ellos, ató al animal por los cuernos y se lo llevó de vuelta a la cuadra. Ninguno le dijo nada –relata Blanca–. Creemos que fue un chico tímido porque rayó algunas fotos en las que él aparecía y no le gustaban, pero está claro que era muy echado para adelante y también especialmente habilidoso con los animales y las plantas. Los soldados lo querían».

Consuelo, la hermana de Domingo, vivió 93 años, muchos de ellos en Bilbao, donde abrió una ferretería con su marido. A causa del alzheimer, se recluyó al final de su vida en el escenario de su infancia. Llena de angustia, repetía siempre la misma pregunta durante sus últimas semanas: «¿Qué le ha pasado a mi hermano?».

Silvino España (47 años)

Un chófer aficionado a la cocina

«Mi padre quería que estudiara. Hasta me compró un libro de matemáticas antes de que empezara la escuela». Sus planes nunca se cumplirían. A sus 95 años, María Ángeles España duerme en la misma casa donde vio a su padre por última vez, un tercero sin ascensor en el barrio bilbaíno de Irala. Acompañada por su hija y su sobrino explica que sus tres hermanos se embarcaron rumbo a Felixtowe (Reino Unido), nada más empezar la Guerra Civil. «Le pregunté a mi madre por qué no me iba con ellos y ella me confesó que no se quería quedar sola. Yo era la mayor de todos».

Inquieta en el sofá de su casa, recuerda los bombardeos que aterraron a los bilbaínos. «Cada vez que sonaban las sirenas corría como un demonio. Todo el barrio nos escondíamos en los túneles de Irala, salvo mi hermano, que era un travieso y subía al monte para ver los aviones pasar». Su padre, Silvino España, fue uno de los últimos hombres en sumarse a las filas republicanas. «No tenía partido político. Iba andando por Correos cuando dos soldados le preguntaron en qué trabajaba. Cuando les dijo que era chófer se alegraron. ¡Hala, al camión!, le dijeron». Solo tuvo tiempo para pasar por casa y despedirse.

Aunque no constaba en la lista original del libro de defunciones, un informe firmado por sus compañeros explica que la metralla de una bomba lo alcanzó en Carranza. Debido a la «necesidad de mejores medios de curación», Silvino fue trasladado al hospital de Limpias. «Un amigo de mi padre nos notificó su muerte mucho después. Mi madre ya trabajaba en la casa de una familia adinerada. Me acuerdo de aquel señor porque luego le preguntó a mi madre si quería casarse con él», relata María Ángeles entre carcajadas. «Por supuesto, le dijo que no».

«¡Ay, quiero ir, sí, sí!», se emocionaba ante la posibilidad de visitar el cementerio con la fosa común. «Ya casi no recuerdo nada. Tenía una estatura normal, aunque quizá era un poco más bajo que mi madre. Hacían muy buena pareja. Y le gustaba cocinar. Ponía anchoas en salazón y preparaba tomate en tarros». Antes de ir a la guerra, sus tíos ofrecieron a Silvino una casa donde esconderse. Él rechazó la oferta. «Nadie se muere en la víspera», suelen decir en la familia desde entonces.

José María Iñiguez (27 años)

Se despidió y nunca volvió al pueblo

«Me voy a la guerra. No sé si volveré». José María Íñiguez Otegui se despidió con esta frase de Barambio, un pequeño pueblo de Álava duramente castigado por la Guerra Civil. Luis López, un residente que pertenece a la asociación Aztarna y cuyo padre asistió a aquellas lapidarias palabras en 1936, buscó el número de identificación del gudari que aparecía en el puesto 52 de la ‘lista de Larrinoa’ publicada por este periódico. «Soldado con chapa 81.015 70, de 27 años de edad, de Barambio, se llamaba José Mari».

En el pueblo lo recuerdan como un chico sencillo y su sobrina, Rosi Larrea, que acaba de cumplir 70 años, no se ve capaz de añadir más detalles. «De este tema no se podía hablar. Era tabú. No sabemos cómo era, alto o bajo, castaño o rubio... Ahora por lo menos, sabemos dónde está enterrado».

Un vecino de Barambio que también fue a la guerra lo vio por última vez entre Cantabria y Vizcaya a principios de julio de 1937. Según contaba, se metieron «en un túnel o en una mina para combatir» y ya no volvió a saber de él.

josé María pertenecía al batallón Araba del PNV. «Solo en nuestro pueblo habría más de treinta combatientes del bando republicano y unos diez del frente nacional. Cuando acabó la guerra todos volvieron a hacer carbón al mismo monte. Fue una mierda», rememora López.

Ramón Guerricabeitia (18 años)

El joven de Gernika que combatió con su hermano

Ramón Guerricabeitia Vicandi era hijo de un maquinista socialista y el segundo de cuatro hermanos. Su sobrina Loli cree que posiblemente siguió los pasos de su hermano mayor, militante de UGT y un referente en la lucha social. Ramón se alistó en el batallón nº 1 de la 161 Brigada Mixta del Ejército de la República y murió el 9 de agosto cerca de Limpias.

Ya solo quedan unos pocos familiares directos. «El mayor murió y no solía hablar del tema. Ramón era el segundo. Mi padre también falleció y la cuarta hermana vivió hasta su muerte en California. No sabría ni reconocerle en una fotografía, porque los álbumes de la familia se quemaron en el bombardeo de Gernika. Mi madre, que ha cumplido 93 años, tenía trece cuando ellos se alistaron». Al leer que su tío se encontraba en Limpias llamó a todos los primos para comentarlo. «Creo que era alto y delgado. Tantísimos años después, ya casi no quedan recuerdos».

José María Fernández (22 años)

El cartero de Ondarroa que estudiaba para perito

Juanjo Arriola contactó con este periódico nada más leer el nombre de su abuelo en la lista, José María Fernández Echaburu, un joven de Barcelona con raíces vizcaínas que nunca llegó a conocer a su hija.

Vivía en Cataluña, estudiaba para perito industrial, trabajaba en Correos y todos los veranos viajaba a Ondarroa para impartir clases particulares a los hijos de familias adineradas. Cuando estalló la Guerra Civil tenía 22 años. Lo encontraron mortalmente herido en un edificio en ruinas 42 días antes de que su mujer diera a luz a María Rosario Fernández, que ahora vive en Ondarroa y lo recuerda entre lágrimas. «¿Quién me iba a decir que ahora, con 80 años, tendría noticias de mi padre?».

José María se había unido al batallón Capitán Casero, comandado por Gonzalo Pereiro, un maestro nacional en Ondarroa y líder republicano. «Sabemos muy poco de su muerte. Gonzalo y José Mari se adelantaron para prospectar el terreno y no volvieron. Los encontraron más tarde en el interior de un edificio con disparos en la cabeza. Mi padre murió el 7 de julio en el hospital de Limpias».

María Rosario asegura que los huérfanos de la guerra hijos de republicanos no gozaron de ninguna ayuda. «Como no teníamos dinero, no pude seguir estudiando y ayudé a mi ama. Éramos las modistas más cotizadas del pueblo, aunque yo siempre quise haber sido enfermera».

Al preguntarle por el impacto que le produjo el hecho de saber que su padre había sido localizado, María Rosario eligió tres palabras: «Tristeza, soledad y emoción». La consolaba su biznieta, Isabel, que se prepara para hacer Psicología.

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