Secciones
Servicios
Destacamos
Nada es tan característico de una época como su idea del futuro, dice el filósofo Arthur Danto en su celebrado ensayo ‘El fin de arte’ ( ... 1984). Las visiones futuristas de Julio Verne tienen algo de irremediablemente decimonónicas. Las series de ciencia-ficción de la década de 1960 son, también sin remedio, reflejo estético de la tensión entre tecnocracia y utopía que caracterizó aquel periodo histórico. Como astutamente añadía el pensador estadounidense, aunque nos parece que nuestra futurología es una «ventana» al porvenir, en realidad es un «espejo» en el que solo podemos vernos a nosotros mismos, nuestras ambiciones y nuestros miedos. Las utopías o distopías son autorretratos de las épocas.
Por esto sostenía el napolitano Benedetto Croce que toda historia es historia contemporánea, pues se examina el pasado con las expectativas del presente. Pero ahora no tenemos solo historiadores con expectativas, sino también ‘memoriadores’ con intereses. Se ocupan de eso que se denomina ‘memoria histórica’, concepto muy parecido a lo que Umberto Eco llamaba «hípica azteca» (los aztecas no tenían caballos, como se sabe). La historia es superación colectiva de la memoria particular; la memoria es subhistoria, porque carece del elemento autocrítico. Un ‘memoriador’ no está interesado en la comprensión del pasado, sino en su explotación personal, emocional y/o política. Es siempre una reivindicación, y por tanto la promoción de un derecho, que, como todo derecho, implica un deber de otros.
La falta de autocrítica se evidencia incluso en las autobiografías penitentes. Al leer ‘Yo pagué a Hitler’, las memorias de Fritz Thyssen (tío de Hans Heinrich, el difunto esposo de la barcelonesa Carmen Cervera, actual baronesa viuda Thyssen-Bornemisza), el carácter autoexculpatorio de este tipo de productos culturales queda patente: él había sido solo un patriota alemán que resistió la ocupación aliada del Ruhr y creía honestamente que los nazis liberarían a Alemania de la hipoteca del Tratado de Versalles. Pero la perfidia hitleriana pervirtió estas nobles promesas, y Thyssen tuvo que huir a Suiza, como si fuera de la CUP.
No es que los testimonios ofrecidos por ‘Herr’ Thyssen en cuestiones de hecho (si le dijo esto o lo otro a Hitler, por ejemplo) carezcan de valor cognitivo, pero desde luego no se puede tomar el valor facial de su interpretación del curso de la historia alemana. Si de la mera opinión del participante (víctima o verdugo) queremos pasar al conocimiento de lo ocurrido, se necesita contrastar muchas memorias entre sí y con otros documentos e informaciones que puedan contraponerse, y así producir una interpretación que, si es racional, normalmente será complicada.
Esto es lo que hace que la ‘memoria’, simplista y emotivamente utilizable de inmediato para el etiquetado de buenos/malos, se prefiera a la ‘historia’, que resulta a veces plúmbea en su densa precisión. Sin embargo, cuando un historiador acierta en la prosa, es inmediatamente identificado por los lectores como alguien preferible aun al mejor de los ‘memoriadores’. Y de ahí también la importancia del periodista como divulgador riguroso del saber histórico.
Pero ahora los fracasos de nuestras escuelas han llegado a las instituciones y detentan altos cargos políticos, como la Alcaldía de Barcelona. Con sus ‘memorias históricas’ quieren dar otro futuro al pasado. Esto significa, entre otras muchas cosas, alterar el pasado que en forma de iconos o señales se recuerda en el paisaje urbano. La carta de la alcaldesa de Comillas a la de Barcelona abogando por el mantenimiento de la escultura del primer Marqués de Comillas, Antonio López y López, en la Plaza de la Llotja muestra que no ha captado autocríticamente que ella misma integra la élite política que, con su impulso o aquiescencia, ha favorecido las ‘guerras de la memoria’, uno de cuyos más llamativos resultados regionales es el 40% de catalanes que desean la independencia.
Nuestros políticos han elegido, en vez de la educación histórica, su erradicación urbana. Por ejemplo, han elegido (lo mismo la izquierda que la derecha) no poner una escultura de Azaña al lado de la de Franco para explicar al espectador las dos Españas y por qué hubo una guerra civil, suceso tremendo en cualquier país, como hoy en Siria o Yemen. Optar por la supresión lleva, por supuesto, a que nadie se acuerde de la figura intelectual y cívica de Azaña (búsquela por toda Cantabria y escríbame si encuentra algo), y a que se hable de Franco cada vez con mayor imprecisión generacional, como si fuese un personaje de ‘Spiderman’. Lo que se fomenta así es, en los espacios públicos, un atroz desconocimiento de la historia de España, erial donde brotarán las semillas sectarias más inopinadas, de uno y otro extremo, para perjuicio de la convivencia. Entonces sí que nuestro pasado será nuestro futuro.
La historia no tiene por misión juzgar ni por tanto condenar o absolver a Antonio López. Como señalaba Croce, el verdadero historiador nunca es un «historiador togado». Mucho menos pueden condenar a López aquellos que visten cada día prendas baratas confeccionadas por verdaderos esclavos contemporáneos en países de Asia, África o Hispanoamérica. La ‘memoria histórica’ del afrocaribeño decimonónico de López no alcanza en su beneficencia política a la esclava actual que ha confeccionado el pantalón que el concejal viste en la sesión donde se aprueba el ostracismo de la estatua de López. Ni sentido para la historia, ni ética para el presente. Incapacidad radical de leer el monumento como documento, e incluso las etiquetas de los pantalones.
Volviendo al comienzo: lo que define nuestro tiempo es que ve su propio futuro como un espacio urbano políticamente correcto, en el que solo se celebrarán inocentes humanistas, creadores, poetas... Pero el chileno Pablo Neruda dejó abandonada a una hija hidrocéfala: Malva… ¿Por qué el ayuntamiento de Colau ha inaugurado en julio del año pasado una ‘Plaza de Pablo Neruda’ cerca de la Sagrada Familia? Presidió el primer teniente de alcalde, un señor venido desde Tucumán para instruirnos gentilmente de cómo hay que dividir España (la Argentina no se dejaba). Prueba terminante de que la hispanidad existe y hay de todo como en botica.
Si la Barcelona oficial es tan torpe como para no querer la estatua del Marqués, reclamémosla nosotros para que sirva de educación histórica en el Seminario. Con esta leyenda: «Comillas, en agradecimiento, guarda la historia de Barcelona para cuando los barceloneses vuelvan a necesitarla».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Noticias seleccionadas
Ana del Castillo
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.