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El fin de ETA ha sido sin duda, entre las noticias de esta semana, la más cargada de significado. Seis décadas de criminal empecinamiento han verificado que ningún movimiento terrorista puede lograr que un Estado como España renuncie a sus propios territorios y ciudadanos (esto ... es lo más importante, pues jamás ha habido una mayoría de vascos por la independencia, y, por tanto, han sido ellos los españoles acogotados en primera línea). Se ha verificado también la inmoralidad de una parte del clero, lo cual los propios prelados ahora han admitido entonando el 'mea culpa'.
Se ha verificado también que durante demasiado tiempo el nacionalismo vasco moderado utilizó a la fiera abertzale como instrumento de negociación en Madrid: dadnos esto o lo otro, que, si no, va a ser imposible contener a los radicales. Y se ha verificado, no en último lugar, que fue el progresismo francés quien proporcionó oxígeno a ETA, hasta que París se dio cuenta de que tenía que cortar la cabeza de la serpiente antes de que empezase a generar un gran problema para la propia Francia.
La imposición violenta de una ideología minoritaria; el nacionalcatolicismo vasco; el maquiavelismo sabiniano; la Francia preceptora de la España. Todo eso ha sido derrotado. Pero no gratis: las víctimas directas e indirectas; el daño causado a la relación de los vascos con el resto de españoles, e incluso a la propia cultura vasca (el euskera, lengua por muchos conceptos extraordinaria y que deberíamos conocer mejor, ha sido muy perjudicado por la promoción con armas de fuego); los graves problemas creados al mejor experimento democrático y europeísta jamás emprendido por España (entre ellos, el golpe del 23-F, justificado por la necesidad de mano dura; o la envidia catalana de la foralidad); el intangible, pero no menos verdadero, valor del sufrimiento social ante las atrocidades. Rectificado el complejo de superioridad en Francia, rectificado el PNV (Egíbar lloró mucho entonces en la intimidad, nos confiesa ahora en la publicidad), rectificados los arciprestes que creían que los diez mandamientos en vascuence mandaban cosas distintas de los escritos en castellano, sólo quedaba la rectificación del violento mismo, al menos en el aspecto práctico de rendirse, aún envuelto en una retórica jurásica.
Cantabria ha vivido todo esto también con sus víctimas, sus penas, y las sentidas por el resto de España. Está por intentar todavía la verdadera historia de cómo nos ha afectado, específicamente como cántabros, la vecindad con uno de los principales focos de terrorismo de larga duración en Europa. Hemos sido válvula de escape de los vascos que se sentían incómodos o amenazados.
La conclusión de la A-8 no hizo sino acelerar este fenómeno. Había funcionarios que trabajan en Vitoria y vivían en Castro. En lo económico, quizá ha existido una ambivalencia. El acoso a los empresarios en principio daba ventaja a la tranquilidad cántabra. Pero los esfuerzos para contrarrestar la depresión vasca con grandes proyectos (o con ventajas fiscales) han ido devolviendo el atractivo a esa comunidad, con el Guggenheim como símbolo. Sin embargo, es difícil creer que la repercusión negativa del ambiente proetarra no restó capacidad de crecimiento a nuestros vecinos y, por extensión, a nuestra propia economía regional.
De hecho, la extinción de la sensación de amenaza ha consolidado un nuevo tiempo en la economía vasca, y su influencia en la economía cántabra es cada vez mayor, hasta el punto de que dirigencia e 'intelligentsia' montañesas apuntan a oriente como la solución a nuestros cuellos de botella en el desarrollo. Al 'anormalizar' Vasconia, el terrorismo 'anormalizó' también la relación cultural y productiva entre, esencialmente, Vizcaya y Cantabria.
Emmanuel Macron era un joven licenciado cuando, por mediación del historiador François Dosse, se convirtió en ayudante editorial del gran filósofo francés Paul Ricoeur, que andaba preparando la que sería su última obra monumental: 'La memoria, la historia, el olvido', publicada en el año 2000 (casualmente, conseguí la edición española en el casco viejo de Bilbao). El final de ETA no cierra, sino abre, estos tres espacios de la vivencia. En primer lugar, las memorias personales sobre un tiempo que irá siendo clausurado: memorias afectivas, dolientes, fieles a sus propias impresiones, al pesar por lo irreversible y/o al remordimiento por lo irrevocable. No parece que puedan ser memorias unánimes.
En segundo lugar, las historias que puedan explicar de modo satisfactorio la deriva violenta de una parte del nacionalismo vasco; las complicidades interiores y exteriores que favorecieron su prolongación y que, al debilitarse por fatiga de materiales espirituales y mundanos, han dado lugar al colapso de Mr. Hyde. Estas historias sí pueden aspirar a un horizonte de encuentro argumental. Aunque la maldad sea un instinto natural, la ocasión de ejercerla es una circunstancia histórica y se puede esclarecer.
Y, en tercer lugar, el olvido, porque mucho se irá olvidando, entre la amnistía y la amnesia, pero selectivamente para alimentar supervivencias psicológicas. El olvido está vinculado en Ricoeur a la difícil operación del perdón. Hay un diferencial entre la profundidad de la falta y la altura del perdón. Puesto que la falta produce sobre todo el sentimiento de reprobación, el perdón no puede ser una mera operación intelectual o utilitaria, una estratagema. El perdón de verdad ha de ser también una emoción.
Los que están en la profundidad de la falta deben, pues, subir muchos peldaños emocionales hacia la altura del perdón (algunos presos lo han hecho ya, cara a cara ante los familiares de sus víctimas). La voz monótona leyendo el comunicado de rendición, con su fraseología del 'conflicto', parece inadecuada, robótica, para los que recordamos sucesos como aquella noche tremenda de 1992 en La Albericia. Sin embargo, parece justo que la gran explosión de ira, bombas y mentiras haya terminado en un sonido apagado, burocrático, aburrido. La épica insurgente acaba en acta notarial. Charles Péguy hizo decir a Clío, la Musa de la historia: «Me tienen por juez de instrucción, pero no soy más que la funcionaria del registro». Hoy toma nota de para qué ha servido ETA.
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