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De mudanza al pueblo

De mudanza al pueblo

Nuevos comienzos. La pandemia ha supuesto un punto de inflexión en muchas vidas que han visto en el mundo rural una oportunidad para rehacerse, reconciliarse con la naturaleza, reencontrarse con los suyos o buscar un futuro mejor. En cada maleta hay una historia diferente, no siempre de color de rosa

Domingo, 31 de enero 2021, 07:32

Una parte dormida de nosotros mismos ha despertado durante la pandemia. El confinamiento domiciliario nos ha marcado, y no sólo para lo malo. Los pueblos son ahora un símbolo de libertad, un refugio frente al asfalto y un tónico para descomprimirnos de la tristeza que impera en el ambiente. Dejar atrás otra vida para comenzar una nueva.

Alba Rodríguez, una joven de 24 años con sus raíces familiares en el municipio de Villacarriedo, se veía hace un año viviendo en Bilbao, callejeando y saboreando la vida en sus ajetreadas calles. Daba entonces los primeros pasos de su futuro como profesora de arte. Doce meses después sirve detrás de la barra del bar de su padre en el pueblo de Saro Abajo y no le va mal. Valora mucho más el aire que respira y disfruta el paisaje que le rodea mientras termina de estudiar el máster que le formará como docente. Ahora piensa en modo rural. También, hace un año, la lebaniega Carmen Cires tenía otra vida a más de 600 kilómetros de distancia del pequeño pueblo de Lamedo (Cabezón de Liébana) donde hoy reside cuidando a sus ancianos padres. En Alcalá de Henares dejó su trabajo como técnico de atención sociosanitaria y, algo que le costó bastante más: a su hijo ya criado con 30 años. Cuando el bicho secuestró el presente de todos en marzo y puso el futuro mundial patas arriba, ella creyó que aquellos que le dieron el don de la vida hace poco más de medio siglo se merecían ahora que ella compartiese un trocito de la suya. Hizo las maletas sin pensarlo demasiado. Era lo que le pedía el cuerpo.

Hace un año Ana Alba Rodríguez y Cestmir Kocian, una joven pareja formada por un ciudadano checo y una madrileña, planeaban tomarse un año sabático para viajar. Vivían y trabajaban en Praga y hoy regentan una farmacia en el pueblo de Tudanca. El confinamiento les pilló en Madrid visitando a la familia de Ana y, a partir de ahí, se replantearon el viejo sueño de regentar una farmacia de pueblo. Hoy viven ambos en este bello municipio de la comarca de Saja-Nansa. Se han convertido en un soplo de aire fresco para la envejecida población de la zona. Ambos son un servicio sanitario y social esencial para ellos.

Pero no todas las historias son rosas, el pueblo también ha acogido la vuelta de aquellos que se han quedado atrás por la pandemia. Es el caso de Francisco Dueñas y su familia de regreso a Miera. Un matrimonio con tres hijos a cargo y un próspero negocio hostelero en Solares que tuvo que echar el cierre por la pandemia y la burocracia infinita e insensible de las ayudas que nunca llegan a los más vulnerables. Con una mano delante y otra detrás, pero recargados de fuerza, dignidad y esperanza vuelven al refugio del pueblo donde esperan poder «sacar la cabeza» aunque la Administración se lo esté poniendo crudo.

Alba Rodríguez Pulido

«Me encanta el pueblo y me gustaría seguir aquí»

En plena pandemia, en marzo del año pasado, Alba Rodríguez (Villacarriedo, 1997) se confinó sola en su piso de estudiantes del bilbaíno barrio de Deusto. Fueron para ella meses «muy duros» en los que aprovechó para preparar su Trabajo Fin de Grado (TFG) de Bellas Artes. La experimentación del aislamiento extremo -al que se sometió voluntariamente en ese periodo- fue el tema elegido para concluir sus estudios con un expediente brillante. Volvió en junio a casa con una matrícula de honor bajo el brazo. Desde entonces su vida ha dado un giro importante, cambió el agitado ambiente de las calles de Bilbao por la tranquilidad y libertad que se respira en Villacarriedo donde reside. A pocos kilómetros de allí trabaja desde junio en el bar El Camino, de Saro, junto a su padre. Es allí donde ha encontrado a su otra mitad, Manuel, su novio. «¿La razón de volver al pueblo? Necesitaba dinero para seguir estudiando y hacerme el máster de acceso al profesorado, las circunstancias me obligaron un poco a ello», explica Alba Rodríguez, una de las pocas mujeres jóvenes que hay en la zona desde el pasado junio, cuando acabó su carrera de Bellas Artes en la Universidad del País Vasco. Alba le pidió ayuda a su padre para trabajar en la tienda que éste tiene en la zona y él le ofreció abrir un bar en el pueblo de Saro Abajo, El Camino. La joven vio en esta circunstancia la posibilidad de ganar algo de dinero y poder financiarse su máster para ser profesora. «Durante la pandemia no ha habido muchas ofertas de trabajo así que me ofrecí para ayudar a mi padre en el bar y sacarme un dinero», relata la joven que ha encontrado en su regreso al pueblo algo más que un puente para seguir estudiando. «Venir de Bilbao aquí al principio fue duro, son dos mundos muy diferentes», reconoce. «En la ciudad está todo a tiro de piedra pero esto está muy bien, la verdad es que me encanta sobre todo porque te despiertas y estas rodeada de monte», describe.

La infancia la pasó entre Villacarriedo donde están su padre y sus abuelos y Torrelavega, donde tiene a su madre y, hace unos años, salió a estudiar a Bilbao la carrera de Bellas Artes. Una urbe que le fascina aunque ha descubierto de nuevo otro amor: el que te da la tranquilidad del pueblo. «Me gusta muchísimo Bilbao, pero aquí me han recibido muy bien, en general los vecinos son muy buenas personas», incide.

«Amo Bilbao, pero Villacarriedo y Saro me han ayudado mucho en la desconexión de la pandemia»

El confinamiento lo pasó encerrada en su piso del bilbaíno barrio de Deusto. Aunque sus dos compañeras se fueron justo antes del confinamiento ella decidió quedarse. «Decidí experimentar el aislamiento». Tanto lo practicó que se convirtió en el leitmotiv de su trabajo de fin de carrera y se metió de lleno en el papel. Le pusieron una matrícula de honor. Pese a alcanzar la gloria con su experimento académico reconoce que lo pasó «un poco mal» durante esos meses y acogió con alegría cuando pudo reunirse con algunos amigos.

De vuelta al pueblo a ganar dinero para su máster, Alba no tenía «ni idea de hostelería» así que aprendió sobre la marcha. «Me ayudaron mi hermana y mi padre, ella había trabajado ya sirviendo copas en fiestas de pueblo pero ahí me metí de lleno, sin tener ni idea de nada», bromea.

Cuando Alba tiene un día libre le gusta dar paseos por los montes Caballar y Gimiro. «Siempre me gustó andar y aquí lo puedo hacer sin problema, me siento libre», explica. Respirar aire puro o despertarse con una ventana abierta a las montañas están en la lista de los atractivos que esta chica de ciudad ha ponderado en su regreso al pueblo. Además, en esas largas caminatas ahora le acompaña su actual pareja, Manuel, que es también de la zona.

¿Cómo te ves en un futuro? «Me veo aquí, me gusta mucho el pueblo y ya tendré coche para moverme» (se está sacando el carné). «Amo Bilbao porque hay de todo pero Villacarriedo y Saro me han ayudado mucho a la desconexión de la pandemia», relata.

Carmen Cires

«Regresé al pueblo donde nací porque mis padres me necesitan»

No la hizo falta meditar mucho la toma de una decisión que iba a cambiar su vida por completo. Carmen Cires, de 55 años, natural de Lamedo, un pueblo del municipio de Cabezón de Liébana que cuenta con diez casas abiertas y una veintena de habitantes, lo dejó todo para cuidar a sus padres, Félix, de 91 años, que tiene una demencia severa, y Teresa, de 86. Pidió una excedencia en el trabajo y desde el inicio la pandemia está dedicada en cuerpo y alma a ayudarles en todo lo que precisan.

Carmen vivía en Alcalá de Henares (Madrid) con su hijo de 30 años y trabajaba como técnico de atención sociosanitaria para la Comunidad de Madrid. Viendo el progresivo avance en la enfermedad que sufría su padre, tomó la decisión, de acuerdo con sus dos hermanas que entonces no podían, venirse a vivir al pueblo por motivos de trabajo y de cuidado de hijos, de regresar a Lamedo para dedicarse a su cuidado, pidiendo una excedencia en su trabajo.

Carmen estaba completamente segura de que el paso que había decidido dar afectaría de lleno a su vida. «Llevaba veintiocho años en Alcalá de Henares. Allí tenía mi trabajo, mi vida social con compañeros y amistades y, sobre todo, un hijo que vivía conmigo y al que quiero con locura», asegura.

Desde que se inició la pandemia, no ha vuelto a ver a su hijo y antes lo hacía con frecuencia. «Contrajo el covid y ha estado solo completamente, y como sabía que mi visita podía luego afectar a mis padres, por precaución, decidí quedarme. Han sido muy duros estos meses, ya que él tampoco ha querido venir a verme a mí y a sus abuelos hasta que esta situación mejore. Es muy responsable y un buen hijo, aunque a veces siento como que le he abandonado y contra ello lucho día a día», relata Carmen con cierta resignación.

Con sentimiento

Pero Carmen es una mujer todo corazón y llena de sentimientos, aunque es sabedora de que el esfuerzo que está realizando «me ha pasado factura, y seguro que lo seguirá haciendo, pero lo afronto con cariño y agradecimiento de una hija hacia los padres que me dieron todo, y ahora es el momento de ayudarles en su vejez y enfermedad».

Ella, que siempre ha trabajado con personas dependientes, es muy consciente de que «ayudar a una persona como mi padre, de la que hay que estar pendiente las veinticuatro horas del día, desgasta mucho y es muy complicado. No he salido del pueblo, excepto el pasado mes de octubre, ya que mi hermana Merche cogió vacaciones y vino a cuidar ese mes a nuestros padres. Para las compras, me ayuda una prima, y al pueblo viene el panadero y otros vendedores ambulantes».

Félix, trabajó en la fábrica de Sniace, en Torrelavega. Hace unos años tuvo que someterse a una difícil operación de corazón. Allí, en la vivienda donde residían, recibía las atenciones de sus otras dos hijas, hasta que hace tres años, él y su esposa, Teresa, decidieron regresar al pueblo donde se conocieron en su juventud y unieron sus vidas en matrimonio.

Teresa no deja de resaltar «lo buena que es nuestra hija y todo lo que está haciendo por nosotros» y explica que «en el pueblo me gusta cuidar el huerto, donde me entretengo y distraigo mucho. A mi marido siempre le encantó conversar con sus vecinos, pero ahora, con el covid, la situación ha cambiado y esas charlas recordando nuestra vida en el pueblo no se pueden producir por precaución».

Carmen, una mujer todo corazón, mira a sus padres y les abraza, acompañada siempre por su perro 'Pacquiao'. Sin duda, una lección de vida la de esta mujer lebaniega, que, en estos tiempos marcados por una pandemia que asola el mundo, lo dejó todo para que sus padres tengan los cuidados que necesitan.

Ana Alba Rodríguez y Cestmir Kocian

«Aquí tenemos todo lo que podíamos soñar»

Hace un año la pareja formada por la madrileña Ana Alba y el checo Cestmir Kocian se encontraban en Praga preparando su furgoneta como vivienda para recorrer Europa. Su proyecto, como los de tanta gente, se vio truncado por la llegada de una pandemia que en esos momentos parecía muy lejana a Europa. Alba y Cestmir no pudieron realizar el viaje que habían estado preparando durante tanto tiempo aunque al final han cumplido un sueño en el que en aquel momento no habían pensado: cambiar su vida en la gran ciudad por la de un pequeño pueblo entre las montañas del corazón de Cantabria.

Ana Alba Rodríguez (Madrid, 1992) finalizó la carrera de Farmacia y tras las prácticas se fue a vivir a la capital checa en donde ha estado trabajando en varias empresas relacionadas con la consultoría de farmacovigilancia. Allí conoció a su pareja, Cestmir Kocian, que trabajaba de electricista.

«Lo mejor de todo es la gente, son muy cariñosos, nos abren las puertas de su casa, son muy cordiales y cercanos» | «Mis amigos me dicen que soy muy valiente por irme a un pueblo, pero creo que los valientes son ellos por quedarse en la ciudad»

Durante dos años estuvieron ahorrando para tomarse un año sabático recorriendo Europa. Tras dejar sus trabajos, a finales de febrero Ana viajó hasta Madrid para despedirse de su familia sin pensar que las noticias que llegaban de China terminarían confinándola. Ella en Madrid y su pareja en Praga y el problema parecía que iba para largo.

Ana, que pasó el coronavirus a finales de marzo, se puso a trabajar en una farmacia y en una residencia de niños discapacitados y en ese momento vio claro que no quería volver a trabajar en empresas de consultoría y que quería dedicarse a la farmacia, pero no en una gran ciudad en donde más que farmacéutica se sentía dispensadora de medicamentos.

«Soy muy habladora, y a los clientes que llegaban a la farmacia ni tan siquiera les podía mirar a los ojos. Tenía claro que tampoco era eso lo que quería; este trabajo que me gusta mucho no lo entiendo sin un trato muy personal con el paciente y eso era lo que me proponía hacer en una pequeña farmacia de pueblo», señala Ana.

Con ese objetivo se puso a buscar en Google farmacias en venta y encontró dos opciones en Cantabria, una tierra con la que se encuentra unida por los orígenes de su madre. Una de ellas era la de Tudanca a donde acudió junto con Certsmir en la furgoneta el pasado 23 de junio. «Cuando llegamos, sin decirnos nada nos empezamos a reír y se nos iluminaron los ojos», recuerda Ana cuando habla del momento en el que por primera vez vieron Tudanca. «Desde ese primer instante lo tuvimos muy claro: nos encantó el pueblo, el verde de sus montañas y descubrir que además de turismo rural hay vida, alucinamos», confiesa.

El enamoramiento inicial fraguó y tras la gestiones con el consiguiente préstamo para poder comprar la farmacia, el 20 de noviembre pasado comenzaba su nueva vida. Ana atiende la farmacia de Tudanca, compaginándolo en diferentes horarios con el botiquín del municipio de Lamasón y también llevando medicamentos al valle de Polaciones en donde llevan años con su farmacia cerrada. Todo ello la obliga algunos días a recorrer hasta cerca de cien kilómetros. «Puede parecer mucho pero no me importa, me gusta conducir disfrutando del paisaje de las montañas, escuchando música y aprovechando esos momentos para hablar con mi familia y amigos».

Cetsmir, que también tenía claro desde hacía tiempo su deseo de abandonar Praga para vivir en un entorno más natural, nunca se pudo imaginar que daría ese paso tan pronto y mucho menos en un país tan lejano como España. A pesar de sus limitaciones con el idioma, dedica una parte del tiempo a aprender español, trabaja en el diseño de un videojuego y ayuda a Ana en el reparto de los medicamentos.

«Aquí tenemos todo lo que podíamos soñar: un pueblo precioso, las montañas, estamos a poco más de media hora de las playas de San Vicente y muy cerca de una estación de esquí, pero lo mejor de todo es la gente, son muy cariñosos, no abren las puertas de su casa, nos invitan, es todo muy cordial y cercano. Hasta el alcalde y los empleados municipales se han volcado para arreglarnos la casa, solo podemos tener buenas palabras», nos dice Ana con su amplia sonrisa.

Ese mimo que reciben de sus nuevos vecinos, ilusionados con la llegada de gente joven en un pueblo más acostumbrado a las despedidas que a los recibimientos, se lo devuelve con creces Ana a todos ellos con su servicio, que la mayor parte de las veces lo realiza llevando los medicamentos a domicilio, preocupándose por la evolución de sus dolencias o enfermedades.

«Algunos de mis amigos me dijeron que era muy valiente para cambiar la ciudad por un pueblo, pero yo pienso lo contrario, que hay que ser muy valiente para tirarte la vida estresada en un trabajo que te ocupa todo el día, para apenas lograr ahorrar algo de dinero para poder irte de vacaciones a un sitio como este. A donde muchos sueñan con ir de vacaciones es ahora mi lugar de trabajo y mi residencia, que más podemos pedir», dice la madrileña.

A pesar de todas esas ventajas con las que se ha encontrado la joven pareja en su nueva vida también son conscientes de los problemas que acechan al mundo rural. Por ello se suman a la reivindicación de que para lograr realmente revertir la situación y hacer que la gente regrese a los pueblos es necesario el apoyo decidido para que sus vecinos tengan los mismos servicios que quienes viven en una ciudad. «No entiendo que si en toda Cantabria hay dos repartos de medicamentos al día aquí solo tengamos uno», reclama la farmacéutica. «Estoy convenida de que con mejores servicios, como la llegada de la banda ancha de internet, irán cambiando las cosas. Estoy segura de que cuando la tengamos mi padre se vendrá aquí a teletrabajar y cuando puedan visitarnos nuestros amigos no querrán marcharse».

Francisco Dueñas

«Nos han dejado atrás y por suerte no tenemos covid»

Francisco Dueñas (Santander, 1968) y su familia luchaban, hace ahora un año, por sacar adelante su negocio familiar, la Cafetería El Sol, en Solares. Un céntrico local en el que acababan de invertir una suma importante de dinero. Esos fondos se utilizaron en una reforma con la que pretendían consolidar el negocio. Tenían dos empleadas y los fines de semana podían permitirse el lujo de tener algún camarero extra. Todo su mundo cambio cuando empezaron a llegar las noticias sobre una 'gripe rara' desde la ciudad china de Wuhan.

Doce meses después, Fran (como le conocen sus amigos) ha cambiado la ciudad por el campo. Vive ahora en una casa del barrio La Veguilla en la localidad de Merilla, en esa media parte del pueblo que es del municipio de Miera y que comparte frontera con San Roque. Tuvo que dejar su cómodo pareado alquilado de San Salvador (Medio Cudeyo) porque ya no podían pagar el alquiler y las ayudas prometidas por el covid para pasar el bache no llegaron nunca. Hasta instalarse en territorio meracho junto a su mujer y sus tres hijos (dos de ellos menores) le han sucedido un montón de cosas y casi ninguna buena si hablamos de la Administración nacional y regional. Su historia no es de color de rosa ni él la quiere pintar así, es la de muchos hosteleros y pequeños empresarios cántabros a los que la pandemia ha dejado «tirados» en una cuneta burocrática de condiciones imposibles de cumplir.

«Nos hemos subido a Miera porque aquí no tenemos tanto gasto y en los pueblos pequeños los vecinos se ayudan» | «La fecha del 12 de marzo la tengo clavada en la retina, porque llegó el día 14 y fue el cierre absoluto»

Al principio del fin Fran creyó en las promesas políticas, aquel mantra tan repetido de que no se dejaría a «nadie atrás». No fue así para su familia. Los anuncios no se cumplieron con ellos, ni él confía ya en que les hagan justicia. Han tenido que tirar de ingenio y de la ayuda cercana de la familia y amigos para poder «sacar la cabeza» del agujero y volver a «respirar» para reinventarse. En ello están todavía.

La historia de Fran arranca en 2008, en ese año también maldito él se dedicaba al negocio inmobiliario y la crisis del ladrillo le pegó de frente. Aguantó como pudo y se dedicó a la administración y la venta de algunos de los bienes que quedaron de sus clientes. Su mujer también se dedicó a otros negocios relacionados con la costura y el mundo de la hostelería. En 2016 ya habían salido airosos de la primera crisis y se plantearon la posibilidad de «tener una estabilidad». Fue entonces cuando les surgió la oportunidad de coger el traspaso de la cafetería. «Mi mujer tenía experiencia en el sector, hicimos cuentas y nos animamos», explica Fran.

No se equivocaron. Durante dos años les fue «bastante bien», pero a finales de 2018 decidieron que aquello se estaba estancando y apostaron por la reforma del local. Gastaron una buena suma de dinero y, cuando volvieron a abrir, ya en 2019, España empezaba a entrar en recesión de nuevo. Aun así decidieron seguir pero pasaron momentos duros en los que hubo que elegir entre pagar nóminas y subsistir o retrasar los pagos a la Seguridad Social. Optaron por lo segundo. «Mi mujer y yo teníamos claro que primaba pagar los salarios a los trabajadores e ir aguantando porque realmente confiábamos en que la reforma nos iba a reportar algo más».

En enero de 2020 el panorama comenzaba a cambiar para bien. «Teníamos de nuevo una clientela fidelizada», detalla Francisco en agradecimiento a los clientes que no les dejaron nunca solos. La pareja comenzaba a ver los 'brotes verdes' de aquella inversión y se planteaban pagar esas deudas. Pero llegó febrero y Wuhan explota en las noticias. «Se nos empiezan a erizar los pelos de las orejas porque oímos hablar de una gripe larga y rara», resume Fran. «La fecha del 12 de marzo la tengo clavada en mi retina, porque el 14 ya vino el cierre absoluto», lamenta.

Tras el confinamiento «tratamos de arrancar de nuevo pero estábamos descapitalizados», continúa. «Pensamos que las ayudas iban a llegar, dado que lo que estaba pasando era inédito, estábamos en un estado de alarma, algo que no había pasado nunca», afirma varias veces, mientras se mata con la razón. El Gobierno dijo que «no iba a dejar a nadie atrás» y que las ayudas se iban a dar «a todos». «Yo confié en que sería así», lamenta.

La pareja adoptó decisiones que duelen. Pidieron los anunciados créditos ICO que no llegaron y bajaron la persiana, plantearon un ERTE y comenzaron la lucha para conseguir las ayudas. «Nuestra abogado y el gestor se han portado muy bien, no nos han cobrado, y han estado ahí para nosotros», agradece.

La deuda de la Seguridad Social les pesó como una bola de presidiario. Les denegaron o aplazaron las ayudas del Gobierno de Cantabria en alquiler u otros conceptos por covid por distintos motivos peregrinos. También solicitaron al SEPE el salario mínimo vital. Tenían un claro perfil de vulnerabilidad y así cantaban los números y los hijos a cargo, pero el Estado decidió que la participación social que les constaba en 2019 por la cafetería en quiebra era «una propiedad» y se la denegaron. «No tenemos ni el mínimo de subsistencia que piden de 16 euros diarios, les escribí una carta y les llamé terroristas sociales», afirma impotente.

Fran denuncia que toda la legislación que se ha aplicado a las ayudas del covid tiene ciertas trampas, porque se retrotrae a condiciones anteriores imposibles de cumplir para los maltrechos autónomos. «Nos han dejado atrás y por suerte no tenemos covid, no tengo ánimo de echar culpas a nadie. No tengo ningún afán político, pero no creo en ninguno de ellos», afirma. «La decisión de subirnos a Miera a la casa de mi madre fue porque aquí no tenemos tanto gasto y en los pueblos los vecinos se ayudan». Ahora han vuelto a intentarlo con el SEPE. Están buscando un empleo «el que sea, de pico y pala si hace falta», algo que les permita subsistir dignamente.

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