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Álvaro Machín
Santander
Domingo, 18 de octubre 2020, 07:34
Antes de empezar, un dato. En la calle San Francisco, una de las más céntricas y con mayor tradición comercial de Santander, hay hoy 17 locales comerciales con las puertas cerradas. Son 17 en una calle que tendrá poco más de doscientos metros. No hace ... falta decir mucho más. Por eso, los párrafos que vienen a partir de ahora son una excepción a casi todo lo visto y leído en los últimos meses. Ni muertos, ni cierres. Ni drama sanitario, ni números rojos en la lista del paro. Aunque las historias que se relatan –como casi todo ahora– están ligadas a la pandemia y al confinamiento. Porque el coronavirus convierte en noticia a un carnicero de Mercadona que decidió instalarse por su cuenta, a un chaval de 22 años que se ha dejado en un negocio los ahorros guardados desde que empezó como aprendiz de barbero o a una hija y a una madre que han decidido ser sus propias jefas en una tienda de telas. ¿Abrir un negocio es noticia? En condiciones normales, no debería. Pero, visto la que está cayendo, sí. Y aquí van ocho ejemplos de negocios que se han echado a andar en plena pandemia. A todos les han dicho, sin excepción, lo de «estás loco abriendo ahora».
–Estoy haciendo un reportaje sobre negocios que han abierto durante la pandemia.
–Pues hoy es mi primer día.
La conversación es del jueves. Una casualidad. Fue el día del estreno de Macho's Barber Shop, la barbería de Diego en Cervantes, 1 (Santander). Lo del nombre es un juego de palabras. Vale porque es una barbería para hombres, pero es que el chico se apellida Macho. La historia es de esas que gusta contar. Él ha sido un aprendiz. De los de toda la vida. Desde los 16 en el oficio en una peluquería y en una barbería. Trabajando y ahorrando. «Y, con amigos, practicando más». Con la idea clara de que quería montar algo. No ha tardado. Ya le había echado el ojo a un pequeño local. En plena cuarentena, con todo parado, un amigo le habló de un sitio que le podía venir bien y le dio el contacto. Lo que Diego no sabía es que era justo el local que había visto. «Fue el destino». Así que dio el paso. Lo curioso es que Diego tiene solo 22 años. «Con esto de la pandemia ha sido un poco complicado. Casi todos los trámites por teléfono y no siempre se entiende todo bien. Pero entre la gestoría y la Cámara de Comercio me echaron una mano y pedí una ayuda para jóvenes emprendedores». Con eso, algo de apoyo de sus padres para la obra y lo que había ahorrado... «Claro que da miedo. Tampoco sabes si nos van a volver a confinar. Pero más que miedo es respeto. Miras pros y contras, no tiene por qué ir mal... Puse en marcha el teléfono para las citas y no tengo un hueco hasta el miércoles que viene. Estaba convencido de que tendría una buena respuesta, pero no pensaba que tanto. Ahora, a ver si tiene continuidad». De hecho, su plan pasa por seguir solo «hasta que no dé abasto». «Si eso ocurre, que espero que sí, meteré a alguien».
Jonatan también piensa contratar a alguien. «Si la cosa va medio normal, para Navidades». Ahora él está metiendo todas las horas del mundo «y hay momentos que te faltan manos». No es la única coincidencia con Diego. El nombre de su carnicería (Barracel, en General Dávila, 300) también es su apellido. El estado de alarma le partió en dos. Dejó en febrero su trabajo en Mercadona (carnicero y también monitor para las carnicerías de Cantabria, Asturias y León) y a principios de marzo tenía ya cogido un negocio. Pero el confinamiento lo paralizó todo (obras, licencias, material...) y también le hizo replanteárselo. «La ilusión la tenía, pero viendo todo esto, no sabía si ponerme a buscar trabajo otra vez o aguantar un poco y empezar». Hizo lo segundo y abrió –pese a que todo se fue retrasando– el 3 de agosto. «Tenía un trabajo fijo, hay una hipoteca, familia... Te dicen que te estás arriesgando». Valora el apoyo familiar para dar el paso y trata de ser optimista. «Igual en otros negocios es distinto, pero, al fin y al cabo, la gente va a seguir comiendo. Ha sido echarme adelante». Reconoce, en todo caso, que «hay que arriesgar y hay que poder hacerlo». Maquinaria, suelos, producto, un obrador... Nada ha sido gratis «y es un dinero que, lógicamente, no sabes si vas a perder». Está pendiente de una ayuda municipal y de otra del Ejecutivo, y, por ahora, no se queja. «Agosto fue muy bien, septiembre siempre es más flojo y en octubre parece que vamos cubriendo por ahora». No para –vida de autónomo–, «pero es para uno mismo y parece que lo haces como más a gusto».
El virus como encrucijada o como oportunidad. Alfonso Ibáñez, que es sanitario, veía en su trabajo las dificultades que tenían muchas personas del ámbito rural una vez que recibían el alta. Y, a la vez, las noticias sobre las zonas en riesgo de despoblamiento (más de cincuenta municipios en Cantabria). Era el germen de su idea. Llevarles a casa los servicios que tienen lejos. El coronavirus le supuso «pisar el acelerador». «Llevaba tiempo con una gestoría valorando si era viable y me dijeron: pues este es el momento». Sobre todo, por el cátering (uno de los servicios que ofrece). Con ese punto de partida –el 23 de marzo– consiguió un doble efecto. Empezó la actividad de Amet Cantabria –servicio esencial durante el confinamiento– y a la empresa de cátering con la que trabaja, que se centraba en Santander (y quedó tocada con el cierre de colegios o centros de día), le abrió un nuevo mercado en el mundo rural. Ahora está dando 17 menús diarios, tiene unos cuarenta clientes en Los Tojos o San Vicente del Monte para el servicio de peluquería, está en contacto con la Mancomunidad del Nansa, ofrece sus servicios también en Santander y ha empezado a trabajar la fisioterapia (ofrece también limpieza, psicología, ortopedia...). «No hay mal que por bien no venga y toco un terreno que conozco. Voy poco a poco. Me estoy dando a conocer, trabajo desde casa y, por ahora, es un complemento, pero he visto que era el momento de hacerlo. Y, al ser un servicio esencial, si vuelven a confinarnos mis clientes pueden estar tranquilos».
Una oficina en casa como la de Zaida de las Heras. Diseñadora de interiores, especializada en el ámbito visual o el escaparatismo, ha trabajado para El Corte Inglés, Cartier o para consultoras alemanas tratando de sacar el máximo partido a los puntos de venta de las marcas mejorando su imagen. Es una forma rápida de resumir lo que ofrece. «Visual Merchandising», define. Todo eso está en una página web que echó a andar el 22 de mayo (zaidadelasheras.com). Con el coronavirus, claro, de por medio. En enero estaba inmersa en el programa Coworking Santander, en el que el Ayuntamiento, Banco Santander y la Escuela de Organización Industrial colaboran con los proyectos de un grupo de emprendedores. «Nos pilló en medio, así que lo acabamos desde casa y di forma desde allí a la idea desde el inicio. Ahora estoy en el proceso de buscar clientes, con reuniones, entrevistas, comunicando en redes...». Pero deja claro que la situación le ha perjudicado mucho, «con empresas con las que iba a empezar y se han echado atrás». «Me doy, mínimo, un año. Si para cualquier negocio sería lo normal, en estas circunstancias, más. Soy muy optimista y saldrá. Además, sigo rodeada de la gente del Coworking, los compañeros y los mentores, y nos ayudamos mucho».
Ese punto de ilusión se palpa al charlar con Abel Roiz. De trabajador por cuenta ajena en una empresa de pintura a autónomo. Un cierre –uno de tantos– y una decisión. «Siempre me decía la gente que si les pintaba la casa y, además, en la empresa hice muchos contactos con los gremios, con arquitectos o decoradores. Decidí aprovechar las ayudas que hay ahora y tirar. Ver qué iba pasando». Plan de viabilidad, visitas a la Agencia de Desarrollo Local, cita con el SEPE, contacto permanente con la gestoría... Arrancó el 5 de octubre. Pintor para reformas, viviendas y un «talleruco» en el que pinta muebles y tiene una cabina de lacado. «Hay que tirar. Y si no puedo estar de esta manera, tendré que tirar de otra». Entrando a las casas con todas las precauciones por un virus que es un elemento más en su rutina. Que si medidas, que si gente reacia... «Empecé pintando en una obra y se ha parado porque hubo un positivo en la casa». Ahí su taller le ha dado la vida. «Ante un caso así, aprovecho para pintar los muebles de esa casa en el local y no estoy parado». Está «contento». «Es una etapa nueva. Entre todo lo negativo, puede salir algo positivo. Y, si no, pararé y otra vez a cambiar».
Carmen Rodríguez no deja de repetir frases así. «Vine a este país con una maleta de diez kilos y nada de lo que traía me sirvió. Era abril y llovía todo el tiempo». Lo cuenta desde Sasera (La Albericia, 5), un restaurante de comida peruana y española abierto desde el 18 de septiembre. Como en todos, una historia detrás. Daba desayunos en un pequeño negocio, pero el dueño del local no tuvo clara la continuidad y ella pensó que «de toda las crisis sale algo bueno». Eso fue en junio. «Me moví, encontré el dinero y aquí estoy. Claro que tengo miedo, pero trato de trabajar mucho con mi mente. Hay días que te hundes, pero no me voy a ir de esta vida sin decir qué hubiese pasado». Tanto que cuando su pareja le expresó sus dudas le dijo un «o me acompañas o voy sola». Ahora tiene todo su apoyo, el de sus dos hijos y cuatro empleados. «De momento estoy ganando más satisfacciones que dinero, pero vamos bien».
–O sea, ¿una emprendedora?
–Pues claro.
Es el final de la conversación con Alejandra Agüero. Ama de casa desde que tuvo hijos y desde el 22 de septiembre pequeña empresaria. Con su madre, «modista de toda la vida» que daba clases de costura en «otro sitio que cerró» y que siempre tuvo el sueño «de una tienda de telas». Fue «ahora o nunca». Ella montó Las Camelias (Cervantes, 9) y su madre se trajo a treinta alumnas. Tienda y taller. Hasta en el nombre hay otro punto familiar. «Mi bisabuela y mis tíos eran los cuidadores de una finca en Renedo que se llamaba así. Mi madre y yo hemos pasado muchas horas allí», relata. «La mayoría nos dice que estamos locas y también que somos valientes, que hemos montado algo que ya no quedaba. Y yo misma lo sigo pensando. Que la tienda sea a la vez taller hace que mucha gente se asome con curiosidad y hemos tenido que ampliar los horarios de cursos. Pienso que es mejor arrepentirse de lo que se hace que de lo que no se ha hecho». Dice esas cosas cada vez que ahora, en casa, se come la cabeza: «que si vendrá gente, que si llegaremos, que si cubriremos...».
Cada vez que echa números. Como los que ha echado Manuel Fernández para decidirse. No tanto para abrir Amarlo Fruit (Avenida de La Concordia, Maliaño). A eso estaba casi obligado porque ya había pedido un crédito y materializado una inversión cuando se decretó el estado de alarma. «Estábamos obligados. Era jugársela. Con ilusión, pero con miedo. Si no podía pagar el crédito era la ruina. Y sí que pensé que dónde me había metido con lo bien que estaba yo en un sitio a sueldo». Hacia el frente, hasta con anécdota incluida. «Somos de Laredo. Cuando se paró todo y estábamos nosotros haciendo parte de la obra, la Policía nos paró en Hoznayo y tuvimos que convencerles de que no trabajábamos en la construcción. Que estábamos montando una frutería y eso era esencial. Estábamos al filo y les convencimos». Apertura el 16 de abril, cinco empleados, levantarse «a las tres de la mañana para ir a Merca»... Pero va bien. Los números los ha echado ahora: «Vamos a abrir otra frutería en Santoña a mediados de noviembre».
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