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En mi última comparecencia ‘lunesina’ de este año, quiero recordar que se han cumplido 120 años de la recepción en la Real Academia de un ... escritor que, siendo de mi pueblo, es también del vuestro. El 21 de febrero de 1897, domingo, José María de Pereda y Sánchez de Porrúa, nacido en Polanco 64 años antes, fue recibido en la Real Academia Española como uno de los grandes autores de la lengua castellana. Su amigo el novelista canario con casa en Santander Benito Pérez Galdós, pronunció el discurso de contestación. Sus posiciones resuenan hoy de una forma especial, en una semana donde el porvenir de España se juega en decisiones que van a tomar los españoles de Cataluña.
Al lector actual puede chocarle la coincidencia de Pereda y Galdós sobre el carácter artificial de España. Ninguno de ellos era dudoso de falta de patriotismo. Galdós había publicado los ‘Episodios Nacionales’, gran epopeya. Pereda era tradicionalista de tipo carlista, y la España rural, católica y eterna integraba su ideario, por contraposición a una España urbana, liberal y extranjerizada.
Sin embargo, ante sus nuevos colegas académicos, el escritor montañés, al defender la novela regional como más verdaderamente española que la ‘alta novela’ inspirada en ideas modernas («España, que es la nación de Europa que más de lo ajeno va vestida»), lo justifica en la falta de homogeneidad del país, «cuya unidad moral es, por la firmeza de su cohesión, tan de notarse, como la falta de ella en sus precedentes históricos y etnográficos, y en sus costumbres, climas y temperamentos». Esa unidad moral solo puede sostener mediante el arraigo de la ‘patria grande’ en la ‘patria chica’, la más vital y cercana, que pertenece a la categoría de «los organismos fundamentales de los estados». Pues de poco sirven las unidades proyectadas desde arriba, con «unas cuantas leyes estampadas en un papel».
A su vez, Galdós acepta que «nuestra nación carece de unidad, fuera del orden político, cuyos artificios, que sin duda responden a una necesidad, no se ocultan a nadie». Esta «heterogénea nacionalidad» no puede abarcarse literariamente de un golpe, y eso legitima e incluso hace inevitable el punto de vista regional. Por ello, «en realidad todos somos regionalistas, aunque con menor fuerza que Pereda, porque todos trabajamos en algún rincón, digámoslo así, más o menos espacioso de la tierra española; porque elegimos nuestro modelo en determinadas fisonomías o tipos de esta variada familia que se ha formado, sabe Dios cómo, de innúmeras mezcolanzas y contubernios en el tálamo de una historia en que se revolvieron diferentes razas, caracteres, temperamentos y religiones».
Pero se es regionalista para hallar en lo local aquello que es común a la «síntesis nacional», que existe «aunque se esconde a nuestras miradas», según Galdós, quien presume que esa comunidad se hallará más bien de nuestros defectos que en nuestras virtudes. Y así en los personajes de las novelas peredianas «hay seres vivos de intensa realidad, que, sin perder su filiación montañesa, son españoles netos y sintéticos, de los pies a la cabeza, como el propio D. Quijote y el propio Sancho». Cómo lograr que nitidez y síntesis sean infalible cosecha del cultivo de la filiación es la tarea que nos ha puesto 2017 a los españoles, y no sabemos si es un problema con solución, pero seamos positivos de todos modos.
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Ana del Castillo
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