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José María de Pereda tenía 31 años cuando publicó en Madrid su primera obra de entidad, una colección de retratos costumbristas que habían quedado dispersos ... por la prensa santanderina. Las ‘Escenas montañesas’ (1864), dedicadas a su hermano Juan Agapito, abrieron una carrera literaria que terminaría en 1896 con ‘Pachín González’, novela sobre la explosión del vapor ‘Cabo Machichaco’.
Las ‘Escenas’ incluían un enérgico prólogo de Antonio de Trueba, un partidario de la literatura popular recién nombrado cronista del Señorío de Vizcaya por las Juntas Generales. Para Trueba, promotor de un costumbrismo que alimentaba la nostalgia fuerista, se tenían muchas ideas inexactas sobre los montañeses. Un amigo suyo los consideraba mezcla de asturianos (porque hablaban con la ‘u’), vascongados (porque confundían masculino y femenino) y castellanos (porque llamaban ‘tío’ a todo el mundo, aunque no fuese de la familia). Quienes se fijaban en las amas de cría montañesas en Madrid veían «vulgarísimas mujeres, que van a hacer granjería con el néctar y el cariño de que privan a sus tiernos e inocentes hijos». Es más, añadía el autor vizcaíno, «casi todos los mendigos que pululan por nuestros caminos y nuestras romerías, burlando la vigilancia de las autoridades, merced al carácter hospitalario y caritativo de nuestro pueblo, son montañeses, y montañesas son casi todas las miserables familias que viven amontonadas en las hediondas viviendas de Bilbao la vieja y Achuri».
Sin embargo, observa el prologuista, todo esto daría una impresión errónea de la Montaña de Santander, sus «hermosos y fecundos valles», su floreciente industria y sus habitantes generalmente «inteligentes, laboriosos y honrados, por más que una copla popular atribuya su afición a emigrar a falta de afición al trabajo». Censuraba Trueba a Pereda un cierto «pesimismo» al retratar lo menos agraciado, en vez de las muchas cosas positivas que tenía la provincia. Pero, al mismo tiempo, saludaba unos relatos de bella factura que iban a «alborozar a la república literaria española».
Entre la veintena de narraciones, Trueba se ve sorprendido por algunas que no cuadran con su experiencia de aldeano vasco (había nacido en Galdames de humilde familia). En ‘La Noche de Navidad’, no reconoce las costumbres que allí Pereda describe, y le queda la duda de si los montañeses cenan carne en Nochebuena o esperan a medianoche. En esa historia, Pereda nos muestra al travieso hijo pequeño de Tío Jeromo y Tía Simona, y a su compañero de andanzas, Toñu el de la Zancuda. Y también que ya hace siglo y medio era típico de estas fechas preparar torrejas o tostadas. Una vez caliente la manteca en la sartén, se echaban las rebanadas de pan bañadas en huevo batido; al sacarlas recibían la lluvia de azúcar y miel, o bien leche. Era la noche que en aparecían embozados y con voz de falsete los ‘marzantes’, cuadrilla de mozos que iban cantando por las casas y pidiendo comida, en este caso «morcillas en blanco, o, aunque sean en negro». Si recibían morcillas de ceniza, se vengaban con coplas de mal agüero, deseando la «sarna perruna» a los de la casa.
La desaparición de este mundo obsesionaba a Pereda. El último relato de ‘Escenas’ era ‘El espíritu moderno’. Una «señora respetable» santanderina de alrededor de 1850 se declara horrorizada ante la posibilidad del vivir en el campo y ante la invasión de ingleses con motivo de la construcción del ferrocarril con la meseta («hombres sin religión», que dejaron mal recuerdo cuando su legión de voluntarios vino en ayuda de los liberales contra el carlismo). Pereda se muestra más tolerante del extranjero y advierte que la línea ferroviaria provocará un cambio total en la capital, por su interacción con el mar. Así nos cuenta cómo empezó a desarrollarse la influencia de lo francés y lo inglés (el labrador de Cueto o Miranda le decía al ganado «¡allez!» en vez de «¡arre!», exageraba Pereda), el turismo foráneo y, en paralelo, la moda santanderina de las vacaciones, por ejemplo, en «el Astillero de Guarnizo, compuesto de casas de campo, construidas, de cinco años a esta parte, para residencia de verano de familias de Santander».
Juan Francisco de Pereda, polanquino, solo tenía 18 años cuando casó a finales del siglo XVIII, reinante Carlos IV, con la comillana de 15 años Bárbara Sánchez de Porrúa. José María fue su benjamín, nacido en el vigésimo segundo parto de su madre, que entonces ya rebasaba los 50 años. El matrimonio vivió en Polanco y en Requejada, pero siendo niño Pereda se trasladaron a Santander para que pudiera estudiar. El escritor pasaba largas temporadas en su municipio natal y también acudía a la Comillas materna, profundamente cambiada por la minería de calamina y el turismo de alta alcurnia. Allí se oía hablar vascuence, inglés, francés o alemán. La ‘Comillas clásica’ de marineros y pescadores se extinguía.
Igualmente sentía Pereda nostalgia al contemplar la transformación de Torrelavega por ferrocarril e industria. «Hoy es esta culta y bonita población una digna sucursal de Santander», escribía a modo de consolación. Incluso en Polanco ya las mozas se avergonzaban «de vestir la plegada saya de rojo de ayer» y preferían ponerse «el desgarbado vestido de efímera indiana». El buscador de tradiciones debía evitar las zonas donde hubiera paso a nivel, túnel, fábrica de tejidos al vapor u horno de calcinación.
Nuestros mayores evocarán con emoción las nochebuenas de aquella niñez vivida en una España campesina y austera. ‘La noche de Navidad’ refigura un mundo que disfrutaba con muy poca cosa, incluso en hogares que, como el de Simona y Jeromo, tenían «un pasar». Para el historiador, lo notable es que el descarte de esa arcadia patriarcal tardase un siglo todavía, mientras que en 1864 a Pereda le parecía inminente. Esto hace de él un autor más actual de lo que sus fechas biográficas (1833-1906) sugieren. Su protesta contra la sociedad industrial y urbana, queja en su día conservadora, posibilita hoy otras lecturas más avanzadas. Aunque el tiempo es juez de todo, cada siglo es una instancia de apelación distinta y revisa la sentencia del anterior.
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Ana del Castillo
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