La noche que no olvidarás nunca
Álbum de recuerdos ·
La llegada de los Reyes Magos, la ilusión más pura más allá de edades, deja un catálogo de historias y anécdotas en los hogares de los cántabrosSecciones
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Álbum de recuerdos ·
La llegada de los Reyes Magos, la ilusión más pura más allá de edades, deja un catálogo de historias y anécdotas en los hogares de los cántabrosEn el piso recién estrenado de la madre de Ana Isabel en los noventa aún no había teléfono. El fijo, ese que ya casi no existe, lo instalaron mientras ella estaba en la cabalgata. Su primer sonido fue una sorpresa en la tarde más sorprendente para cualquier niño. La cría buscó el aparato, la primera llamada en su nuevo hogar, y descolgó. «Hola, Ana Isabel, soy Melchor». Hay llamadas que no se olvidan nunca. Como los besos. Ana –otra Ana– y sus seis hermanos se levantaban cada seis de enero con uno de Baltasar estampado en la mejilla. El paje real al que más se quiere en esta vida se molestaba hace unos cincuenta años en recortar un corcho con forma de labios, quemarlo, y entrar con sigilo en las habitaciones. A una de sus hermanas, muy chiquitina, le daba cierto miedo –ese miedo-ilusión que lo mismo hace reír que llorar– y esa noche dormía con uno de los mayores. Esa noche. Esa noche que nunca se olvida. Con seis, con treinta o con ochenta. Esa en la que todos contamos que nunca pegábamos ojo, pero en la que acabábamos por caer rendidos, nerviosos. Alucinados. Tocados por la varita de la inocencia, de la ilusión, más pura. Más real (o Real, porque esto va de Reyes).
Son historias de hogares cántabros. Reales (otra vez). Como, por seguir con las llamadas, la que recibieron los trillizos de Luis y Julián –que ahora son unos mocetones– la primera Navidad en la que sintieron de qué iba la fiesta (y la vida). Gaspar les dio instrucciones y, entre ellas, que para distinguir sus habitaciones en su viaje relámpago por el globo, colgaran de la ventana un trapo verde. En la casa de Cacicedo ese verde ha sido un clásico. Igual que las huellas de herradura en los pueblos altos de Liébana. Qué mejor demostración para los niños del viaje de esos tres magos que las señas en la nieve o en el barro –que era lo normal en esta época del año–, que la marca de caballos o camellos llegando y marchándose a los hogares.
Cartas firmadas con sellos de Oriente, platos de galletas (mamá, que tenía respuesta para todo, te decía si dejaban algo que «cómo se van a comer todas las galletas de todas las casas...»), cuencos de agua para los animales, copas de anís, fotos de chavales hoy cincuentones con los Reyes en la calle San Francisco guardadas como un tesoro... Entrar al salón con papá (que ya no está) tocando una campana, gritar «¡halaaa!» al ver los paquetes o «me ha saludado a mí» en la cabalgata. En cada hogar, sus cosas. Su álbum de recuerdos tatuados para siempre.
Lecciones de vida. Los padres de Violeta hicieron un esfuerzo en tiempos difíciles para cumplir con el encargo Real. Para ella y su hermana, unos coches de muñecas que costaban una fortuna en los setenta. Como 'relleno', a Gaspar se le ocurrió poner junto al gran regalo unas gomas de borrar de las de toda la vida (de Milán), pero en tamaño gigante. Un añadido. Pues bien, las dos hermanas se pasaron meses borrando todo lo que se les ponía por delante mientras los coches se llenaban de polvo en el desván. Los hijos de Violeta saben que esa historia de Reyes y abuelos ha estado muy presente en sus cartas. Nunca juguetes caros.
Esto va de regalos, claro. El traje de princesa que pidió Ana cuando no era tan fácil encontrar disfraces (hace como medio siglo). Una mañana como la de hoy encontró un dibujo y una carta. «Ni en Oriente ni en Occidente hemos encontrado un vestido para su Real princesita, pero se lo hemos encargado a la costurera Real, que está muy ocupada, y recibirá su regalo Dios mediante». Otra vez ese paje maravilloso en casa. El traje, con la magia de la aguja, el dedal y muchas horas, llegó en unos días. Horas como las que echó Bernardo, que era carpintero, y Rafaela, su mujer, quitándole tiempo al sueño para que la cocinita completa y artesanal recién pintada para su hija mayor secara. En un hogar de Los Corrales no se apagó la luz en toda la noche. Los Reyes dejaron aquella maravilla en casa y ellos amanecieron con ojeras dale que dale con un cartón como abanico.
A Agustín, cuando lo último en tecnología era una muñeca que se movía, le tocó coger el coche a las mil de la noche del cinco porque la que había pedido María no acababa de arrancar. La muñeca no se movía. Papá –no Noel– tuvo que actuar a la carrera. Como solo un papá –no Noel– sabe hacerlo. En la juguetería La Mar, de Torrelavega, que cerraba tardísimo entonces, aunque los Reyes no la encargaron allí, arreglaron la muñeca. Eso forjó un agradecimiento que aún dura.
Dura también para siempre la imagen de Pedro metido bajo las sábanas, agarrado hasta el punto de ahogarse, por pasarse un poco de listo. Dijo que no se iba a la cama y en casa le recordaron que a los Reyes no les gusta ver la cara de los niños cuando entran en casa. Mal asunto. Cuando un paje llamado Marisol hizo el gesto de entrar en su cuarto, sólo faltó llamar a la Guardia Civil pasa sacarle.
Los descreídos se llevan su merecido. Y hay excepciones –muy concretas, como todas las excepciones– con eso de ver las caras. A los Reyes, a veces, les apetece dar una sorpresa. Aparecer como por arte –claro– de magia. La madre de Adriana le repitió en la cabalgata de Santander que se fijara bien en el anillo y la capa de Baltasar. «Fíjate bien», insistía. Una vez. Otra. Y otra más. Ella (las madres son los seres más sabios del planeta) sabía que el mago iba a hacer una visita, una parada, en su viaje infinito. Entró a las tres de la mañana en la habitación. Así, de golpe. El rostro de la niña brilló más que la luz encendida. Y aún luce.
Tanto como las velas de la procesión que organizaron en casa del pequeño Roberto, en el barrio Juan XXIII de Los Corrales. Con la rendija de la puerta de la habitación lo suficientemente abierta para ver la comitiva. Y la promesa de no volver a dudar que su hermano, compañero de cuarto, le hizo firmar. Nunca jamás.
Porque hay pruebas inequívocas de que los Reyes acuden a las casas para dejar regalos. Que entran, que charlan, que dejan paquetes, comen galletas o beben anís. Pruebas tan firmes como mágicas. En la casa de Marisol encontraron un carnet de identidad en el balcón (era de Papá Noel, pero como demostración de magia vale lo mismo). Los investigadores no tienen claro si se le cayó al entrar o al salir, pero no parece algo trascendente en el caso. Tampoco importa demasiado que el rastro de pelos por la alfombra del pasillo en un hogar de Monte tras el paso de los camellos reales tuviera su origen en un peluche que pasó a mejor vida. Al lado había también huellas bien marcadas en el suelo. Así que cero dudas.
El que escribe estas líneas no las tiene. Sabe que las voces y los ruidos grabados en esos magnetofones de hace cuarenta años son las del momento exacto en que entraban en casa. Se escuchaba cómo abrían la ventana del salón, cómo dejaban regalos junto a la mesa camilla en la que estaba el teléfono y cómo pegaban un trago de Vichy catalán. Luego uno decía: «Álvaro, tienes que comer mejor». Y Álvaro alucinaba.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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