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Tomás Merendón, responsable de la Posada del Mar, observa mientras una camarera sirve a una de las mesas más madrugadoras. Roberto Ruiz
Nuevo horario: no hay cenas tempranas ni copas tardías

Nuevo horario: no hay cenas tempranas ni copas tardías

El toque de queda, la puntilla a la hostelería. A la gente le resulta extraño sentarse a cenar con las tiendas aún abiertas o atragantarse con un gintonic nada más salir del trabajo

José Ahumada

Santander

Domingo, 1 de noviembre 2020, 07:34

¿Recuerdan los tiempos del confinamiento? Las actividades permitidas y prohibidas, las franjas de edad, los paseos a cierta distancia de casa... Las reglas variaban de semana en semana y llegaba un momento en que uno ya no sabía qué podía hacer y qué no. Pues más o menos así es cómo siguen desde entonces los negocios de hostelería: enloquecidos calculando tantos por ciento de aforo cambiantes, sacando el metro para colocar las mesas, contando la gente que se sienta, sacando y guardando ceniceros en las terrazas, con barras de quita y pon y horarios que se estiran y se encogen. Tal y como están las cosas, con la clientela enfilando su casa a las once de la noche, parece que la única forma de que el negocio siga funcionando pasa por adelantar las cenas y las copas, un poco al estilo europeo.

El nuevo horario se sometía a examen este viernes y, para no alargar inútilmente el suspense en el lector, el resultado fue desastroso: es raro cenar cuando aún no han cerrado las tiendas o atragantarse con un gintonic nada más salir de trabajar.

Ni siquiera los muchachos del botellón adelantaron la compra de sus litros de alcohol. A las siete de la tarde, ya de noche, los únicos que estaban en el aparcamiento del Camello eran los fotógrafos con trípode que buscaban la mejor imagen de una luna enorme. Faltaban apenas treinta minutos para que empezase el trasiego con bolsas del súper llenas de botellas. A esa misma hora, aproximadamente, el Río de la Pila, con casi todos los locales abiertos, aún estaba flojísimo. Lo más animado, el Centro Cívico, con señoras haciendo ejercicio.

Un paseo hasta el espigón de Puertochico y lo mismo: alguna parejita y solo un grupo de chavales. Media docena de veinteañeros contenidos: un par de ellos está tomando un botellín de cerveza mientras otro come maicitos. Explican que lo del botellón a lo grande se acabó, que la gente busca lugares cada vez más recónditos porque si no a la media hora ya está ahí la Policía. Que en vista de cómo están las cosas lo que se hace es ir al piso de alguien o alquilar una casa rural y largarse allí con toda la panda.

Tampoco hay buenas perspectivas para Navidad: sin grupos, habrá que despedirse de las cenas de empresa

Son las ocho y media, vuelta al centro. ¿Será como la 'Tardebuena'? Hay público, más bien veterano, tomando su vino en las mesas de la calle en Peña Herbosa y la calle del Martillo, pero poco bullicio. A esa hora ya está abierta la Posada del Mar... con las mesas vacías. Tomás Merendón, el propietario, dice que quizás sea cuestión de tiempo que el público se acostumbre. «Bueno, eso ahora, que es invierno, porque en verano se haría demasiado raro estar cenando con sol». Esta noche tiene cuarenta reservas. Mientras empiezan a llegar (sobre las nueve), explica que si su capacidad es de unos 140 comensales, las restricciones se la han dejado en unos 80, y eso si hace bueno y puede usar la terraza. Y se teme que las Navidades sean duras. «Si funcionase, sería una tabla de salvación para la hostelería. De momento, hay que pensar que es casi seguro que nos despedimos de las cenas de empresa».

La Bombi arranca a esas mismas horas. Si no pasase nada, la barra de la entrada estaría abarrotada de gente esperando a entrar al comedor: está vacía porque los hermanos César y Boni Movellán son cumplidores con la ley y no se andan con picardías de colocar mesitas ni nada parecido.

Cerrado entre semana

Hablan de horarios: «La gente se ha ido de comer a las siete, ¿cómo se van a sentar a cenar a las ocho?». La cosa está fatal. «Antes, teníamos buenas mañanas y buenas noches; ahora, mañanas regulares y noches malísimas». En vista de que entre semana había casi más trabajadores que clientes, han optado por cerrar por las noches de domingo a jueves. «Gracias a que tenemos buena clientela vamos a aguantar hasta verano».

Peña Herbosa ya está todo lo animada que puede estar en estas circunstancias. En el Olivia han establecido dos turnos estrictos de cena: de 20.00 a 21.30 y de 21.30 a 22.50. «Lo tenemos todo lleno», indica su encargada, Ana Areco. Es cierto también que solo dispone de cinco mesas, que atienden seis empleados. El secreto para la viabilidad del negocio son los pedidos para llevar. «Es una parte fundamental», reconoce, y también que, entre semana, se nota cierto bajón.

En el Papanao el público prefiere las mesas de fuera. Roberto Ruiz

Serán casi las diez. En el Papanao, Roberto García, su responsable, atiende las cuatro o cinco mesas que tiene ocupadas; ahora la gente prefiere las que están más cerca de la calle. «Estamos reinventando el horario: antes era de la tarde hasta la noche, y ahora desde el mediodía a la noche. Y los domingos, hasta las cuatro». Entre semana cierra. «No merece la pena. Las noches son muy flojas, las copas se acabaron, y para ganar lo de una copa ahora hay que servir tres vinos».

Cuenta que se ha pasado 23 años viviendo en el extranjero: siete en Londres y catorce en Noruega. En estos meses tan extraños le parece que vuelve a estar fuera otra vez. «Es todo más frío, muy raro. No hay ni ruido por la calle».

En el Malaspina, el portero recuerda que hay que pasar por el felpudo desinfectante y por el dispensador de gel.

- Esto está un poco triste, ¿no?

- ¿Triste? Esto es un funeral.

Dentro está David Pérez, uno de los socios. Está casi vacío. En una noche como esta, en los buenos tiempos, habría doce personas trabajando. Hoy hay dos.

«No hacemos caja»

«No hacemos caja, no hacemos nada. Hemos abierto a las siete y ha empezado a llegar gente a las nueve y media». Dice que no sabe qué hacer, si darle una vuelta al local o qué, pero no se imagina lo de los horarios europeos. «Tengo otros negocios, y salgo de trabajar a las ocho. No puedes tomar una copa a las ocho; en Dublín sí, pero porque salen a las cinco».

Ángel Suárez tiene el Coppola, el Rosé y el Luciano, y es también el presidente de la nueva Asociación Empresarial de Ocio Nocturno. «Cuando pusieron el cierre a la una pensé que era imposible, pero nos íbamos defendiendo. De la semana pasada a esta, con esas dos horas menos, ha bajado la facturación a la mitad. Pero es la mitad de la cuarta parte de lo que era».

Habla de la seguridad en el sector y detalla cómo lo tiene organizado en el Coppola, un sitio para gente más joven y supuestamente más difícil de llevar. Asegura que van como benditos: se registran a la entrada con un código QR, para tenerlos controlados por si hubiese un contagio -«que no ha habido»-, se les acomoda en peceras de metacrilato, y todo ello con un sistema de renovación de aire preparado para un millar de personas, del que ahora disfruta casi la décima parte. «Nos hacen papilla. Esto no hay quien lo soporte».

Ya queda poco tiempo. En un ratito se empezará a cerrar y el público volverá a casa. Juan Ruiz, de El Cachalote, no confía en que la gente se adapte a estos nuevos horarios. «Espero que sea una cosa temporal y podamos volver a lo de antes, recuperar las costumbres... es parte de nuestra identidad como país». Opina que la hostelería es el pagano de la pandemia, pese a que cumple lo que se le exige y a que no ha registrado contagios demostrables. «Un cheque de quinientos euros no sirve para nada: a mí, si me quieren ayudar, que me dejen más espacio para las mesas, pero para las que ya tenía, porque no pido más. Si sigue así todo, con un nivel de ingresos tan bajo, a ver quién queda dentro de seis meses».

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