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No son números, son personas

No son números, son personas

No puede reducirse a los muertos a un simple guarismo, por eso EL DIARIO MONTAÑÉS homenajea a las 209 víctimas del coronavirus en Cantabria, que fallecieron separadas de sus familias, mediante los obituarios de 41 de ellas

Rafa Torre Poo

Santander

Viernes, 29 de mayo 2020

La excesiva dependencia de las cifras sólo ha servido para invisibilizar a las víctimas que el coronavirus se ha llevado por delante. Es uno de los errores cometidos desde que se desató la pandemia, sobre todo al principio. Las reglas de tres no deberían servir para contabilizar muertes. Ni siquiera en una región tan pequeña como Cantabria. Si no, se puede caer en el error de quedarse únicamente con el tanto por ciento. Una lectura simplista que mostraría un raquítico 0,03% del total de la población. Sería injusto e irrespetuoso aferrarse a ese dato para respirar aliviado. Tampoco es consuelo pensar que, en la mayoría de los casos, eran personas mayores porque, más tarde o más temprano, todos lo seremos y a nadie le gustaría que, llegada su hora, se le minusvalorase. La importancia de una vida nunca puede medirse por la fecha de expedición del DNI. «Tenía 106 años, pero estaba para durar», afirma rotundo en estas páginas a modo de ejemplo Antonio sobre su madre, Elena Pérez García.

Tragedia colectiva

El Covid-19 ha dividido a las personas en dos grupos. Los que se han visto las caras de cerca con la enfermedad y los que no. Los 209 fallecidos registrados hasta el momento en Cantabria tenían familias, amigos, conocidos y allegados que, al ya de por sí elevado dolor provocado por su marcha, tuvieron que sumar el lastre de tener que despedirse a distancia en la soledad de la reclusión dictada por el confinamiento obligado. «No me puedo borrar de la cabeza la imagen de mi madre montando en la ambulancia. Ahí supe que sería la última vez que la vería», cuenta otra de las personas que participan en este especial. Ha sido lo peor, sin duda. También la forma en la que le ha dado el último adiós una sociedad educada de espaldas a la muerte, porque morirse es algo en lo que no se piensa, que se posterga al existir inconscientemente una acuerdo tácito en que la vida sólo es presente y pasado. «No se perdía ningún entierro, era muy cumplidor, y ahora al suyo no ha podido ir nadie», se lamentaban los familiares de Tomás Ruiz Diego, otro de los protagonistas. Esas espinitas, las de no haber estado más cerca de los suyos y no haberles podido rendir un homenaje a la altura, están apuntadas en el debe. El subconsciente es caprichoso. Por mucho que no haya razones para que se culpabilicen, lo hacen. Los médicos ya advierten de que a medio plazo puede acabar generando problemas psíquicos.

José Luis Macho, 69 años

«Fue tenaz por el bien de Fontibre»

«Nuestro padre fue alguien tenaz e incansable al desaliento para trabajar por el bien de Fontibre, su pueblo», explica con serenidad Gonzalo, uno de los cuatro hijos de José Luis Macho. Era el alcalde Fontibre, lugar de nacimiento del río Ebro. Los que le conocieron destacan de él su capacidad de trabajo y entrega. «Era una persona muy justa, al que le gustaban las cosas bien hechas», apostilla Gonzalo. «En definitiva, una buena persona», añade. José Luis desarrolló su vida laboral en Gamesa. «Aunque tenía un empleo humilde de obrero, consiguió construir prácticamente con sus manos la casa en la que vivimos. Junto con mi madre, sacó adelante cuatro hijos», destaca Gonzalo en boca de sus hermanos Alejandro, Alberto y José Luis. Le recuerdan «sin dobles caras». «Era buena gente, tranquilo, leal y, sobre todo, muy amigo de sus amigos», destacan. Sólo hay que echar un vistazo a las redes sociales para darse cuenta de que era alguien especial para sus vecinos. Los muros de Facebook se han convertido en estos días en improvisados libros de condolencias. El de José Luis acumula más de doscientos comentarios. También de sus compañeros de partido. «Es un día muy triste y doloroso para toda la familia socialista de Campoo. Un hombre tremendamente querido y estimado por todos», expresó el PSOE campurriano. «Una gran perdida, buena persona e implicado desde hace años en los intereses de Fontibre», firmó el PRC local.

Sonia Zuriaga Ruiz, 66 años

«Se sentía tan cántabra como valenciana»

«A pesar de no haber nacido aquí, Sonia (Zuriaga) se sentía tan cántabra como valenciana». Lo cuenta su hermano Juan, que además es el presidente de la Casa de Cantabria en Valencia. También murió debido al coronavirus. Ahora, su marido, cuenta Juan con pesar, «está también muy grave, creemos que no va a poder salir a adelante, lo que nos sume en una doble tristeza». Sonia solía acompañar a su hermano en los múltiples viajes a la región. «Nuestros abuelos eran de allí. Yo, al ser el mayor, pues fui el que heredé el vínculo más fuerte», admite. Cuando ambos venían a Cantabria no dejaban de visitar Los Corrales de Buelna y Cartes. En ambas localidades aún guardan «muy buenos amigos». «Lo que más nos gustaba era ir a las boleras para ver alguna partida. El sonido de la madera, el de la bola al impactar con el bolo, es único, inimitable. Es lo que más añoranza me da de vivir en Valencia», relata Juan. «Después era obligado quedar con los amigos y tomar unos blancos, de los de allí, esos de solera que tienen un sabor único e inconfundible», recalca. «Mi hermana también heredó ese gusto por las cosas de la tierruca. Y es que es lógico. ¿A quién no le gusta Cantabria?», se pregunta Juan. «El vínculo se acrecenta al estar fuera, sobre todo en mi caso que presido la casa regional de aquí», concluye.

Javier San José, 57 años

«Era uno más de la familia en Las Caldas»

«Javier era muy cariñoso y familiar». Así lo describe el personal de la residencia de Cadmasa para personas con discapacidad intelectual en Las Caldas del Besaya. Siempre llevaba la radio encendida. Estaba muy pendiente del fútbol porque ninguna semana se olvidaba echar la quiniela. Era lo que peor llevaba del confinamiento. El coronavirus –además de la vida– le quitó uno de sus mayores entretenimientos. «No lo entendía. Nos decía, ¿cómo no va a haber quiniela? Es imposible, no me lo creo. Y nos rogaba que cuando saliéramos de trabajar se la sellásemos», cuentan desde la residencia. Javier San José era un enamorado de su tierra, Reinosa. Presumía de campurriano y sacaba pecho cada vez que alguna de las excursiones ponía rumbo a sus dominios. «Nos explicaba todo lo que íbamos viendo, también a sus compañeros. Era el mejor embajador de su ciudad», cuenta el personal de Cadmasa. «Su familia estaba muy pendiente de él», añaden las mismas fuentes. Pero si algo le distinguía era su afición y buenas artes para dibujar. No había ni un solo hueco en blanco en las paredes de su habitación en Las Caldas. «Nos pedía fotos, que se las imprimiésemos para utilizar de modelo y hacer retratos», cuentan con cariño. Aún recuerdan la última visita al Museo de la Naturaleza de Carrejo. «Alucinó, se sentó en el suelo y nos pidió el bloc para pintar», explican. Su muerte ha dejado «un gran vacío» en la residencia. «Era uno más de la familia», recalcan desde allí.

Aitor Valladares, 46 años

«Su pasión era leer revistas de viajes»

«¿Me has traído una revista?», repetía una y otra vez Aitor Valladares al personal de la residencia cuando alguno de ellos regresaba de sus vacaciones. «Le encantaba leerlas, sobre todo las de viajes», cuenta una de las profesionales del centro de atención a la dependencia para personas con discapacidad intelectual (Cadmasa) ubicado en Las Caldas del Besaya. «Las devoraba. Iba página por página diciéndonos los colores a pesar de que casi no veía», recalcan desde el centro. «Lo único que detestaba eran los plátanos», apuntan. Aitor era de Bilbao, donde residía su familia. «Era modélica –explican–. Muy involucrada y siempre muy pendientes de él». Solía pasar temporadas junto a los suyos. Allí se dedicaba a otra de sus pasiones: escuchar la radio. «Siempre, Radio Nervión –cuentan sus allegados–. Se sabía de memoria las voces y los nombres de todos los comentaristas y periodistas». También la música, algo que debía sonar de manera obligatoria cuando acudía a las clases de terapia ocupacional, «sobre todo Pimpinela, había que ponerla todo el rato porque eso le relajaba mucho». Para Aitor el año giraba en torno a una fecha, la de la excursión anual que llevaba a cabo la residencia rumbo Benidorm o Andalucía. «No podíamos olvidar sus chanclas grises. Le encantaban», recuerda con nostalgia una de sus cuidadoras. Tenía tanta pasión por viajar que, nada más subirse al autobús, comenzaba a contar todo lo que veía. «Un camión rojo, un coche azul, una grúa amarilla...», relata el personal de la residencia.

Rodrigo Campos Bolívar, 82 años

«Recordamos su rectitud y bondad»

Rodrigo Campos Bolívar, 'Guito' para sus familiares y amigos, fue el tercero de cinco hermanos –dos mujeres y tres varones–. «Pasó toda su juventud en Santander. Su vida estuvo marcada por el servicio a su país, su pasión por el deporte y su familia», explica su nieto Rodrigo. Llegó a coronel de artillería tras ingresar en la Academia General Militar. «Allí era conocido como 'el judoca', por su afición a este deporte que se iniciaba en España y que él había comenzado a practicar en Santander. Siempre fue un gran deportista y en los inicios de su vida militar realizó los cursos de alta montaña, de gimnasia y de paracaidismo», continúa su nieto. Con sólo 29 años, su carrera se vio truncada por un grave accidente durante unas maniobras de tiro. «Tres compañeros perdieron la vida y él tuvo que continuar sirviendo a España desde otras instancias», relata . Tras su fallecimiento el 22 de marzo deja seis hijos y 21 nietos «a los que nos transmitió sus valores». Siempre quiso, apunta la familia, que le recordaran «por su rectitud, bondad y gran sentido del humor». «Un debilitado corazón le hizo perder su última batalla contra el coronavirus, pero nos consuela saber que estuvo acompañado hasta el final por la persona a la que más quiso, su mujer María Carmen Oceja 'Kake', con la que compartió 58 años de matrimonio».

'No son números, son personas' fue el desencadenante de este homenaje con el que El Diario Montañés quiere poner en primer plano a todas las personas fallecidas por el Covid-19. Han sido nueve entregas en total, 41 obituarios que muestran el dolor y también la entereza con la que en la mayoría de los casos aceptaron su destino. Ahora sólo queda que el tiempo cumpla con su cometido y alivie el dolor de sus seres queridos, que saben que estas heridas, aún más por las especiales circunstancias, cicatrizarán de forma más lenta de lo habitual.

El consuelo sin contacto

Los familiares sí que llevarán grabado a fuego para siempre que la crisis mundial desatada por el coronavirus fue muchísimo más que dos meses de reclusión en casa sin poder salir ni siquiera para trabajar. En ellos habrá que fijarse para entender con el paso del tiempo la dimensión real del problema, para no caer en el error de fijar el alcance real de la tragedia en un pequeño guarismo.

Cuando las autoridades lo permitan habrá que acercarse y brindarles en persona respeto y cariño. Incluso, cuando se pueda, los abrazos y caricias que hasta el momento están desaconsejados. El contacto físico ha sido erradicado también en estos casos donde el roce, aunque parezca contradictorio, puede sanar más o al menos ayudar a que lo lleven mejor. Perder a un ser querido y no poder ser consolado, como se cuenta en alguno de los casos de este suplemento, es una punzada con un hierro oxidado en el centro de la herida abierta.

Carlos Trueba Puente, 65 años

«Era muy diligente y de trato afable»

Carlos Trueba Puente, aunque había nacido en Santander, donde residía, siempre fue considerado «un torrelaveguense más». Era procurador de los tribunales hasta su fallecimiento el 30 de marzo, carrera que comenzó al inicio de la década de los ochenta. Estudió en Valladolid y se casó con Isabel, con la que además compartía oficio. Muy pronto abrieron un despacho en la calle Mártires de la capital del Besaya. «Siempre se distinguió por su excelente profesionalidad, era un hombre con muy buen carácter, pero sobre todo un gran amigo», relata el jurista Emilio Laborda Valle. Le cuesta hablar sin emocionarse. «Teníamos la costumbre de tomar un vino cuando se acaba la jornada laboral». «A los procuradores les tratamos poco, pero a Carlos le teníamos todos en buen concepto, tanto personal como profesional: era muy diligente y de trato afable», afirma Pablo Fernández de la Vega, juez decano en Torrelavega y magistrado del Juzgado número 1. «Muchas veces fue mi procurador. Era muy profesional y puntilloso en su trabajo. Sabía moverse por los juzgados, tenía muchas amistades, en el buen sentido de la palabra, y daba gusto trabajar codo a codo con él», cuenta el abogado Pablo Sámano. «La noticia en Torrelavega ha sido un palo terrible. Era conocidísimo. Una pérdida irreparable», recalca. «Enseñó la profesión a muchos otros. En cuanto alguien le pedía ayuda porque quería ser procurador, se ponía a su servicio», cuenta Laborda.

Gonzalo Cieza Llata, 81 años

«Suspiraba cuando iba a Picos de Europa»

«Fue mi compañero de viaje», explica apenada Charo Arango. «Una persona extrovertida, afable, muy abierta y con muchos amigos», añade. Trabajó en el Banco Santander pero se prejubiló muy joven, lo que le dejó mucho tiempo libre. Lo empleó en desarrollar sus inquietudes. Fue cuando decidió regresar al pueblo de sus padres, Villabáñez (Castañeda), donde residió hasta su fallecimiento el pasado 21 de marzo. «A pesar de tener 81 años –hacía 82 el día 22 de este mes–, sólo los aparentaba en el DNI», cuenta Charo. «Era de esas personas que parecen mucho más jóvenes de lo que realmente son», apostilla. Quizás fuera por su faceta de montañero. Los Picos de Europa eran su pasión. «Allí le llevaremos cuando podamos», comenta resignada. El Pico San Carlos era la cima que más le gustaba hollar. «Descansará junto a otro familiar en Santo Toribio, porque en su día nos lo transmitió así», añade Charo. Gonzalo sentía devoción por las montañas lebaniegas. «Cuando enfilaba el desfiladero de La Hermida con el coche siempre decía que respiraba como si estuviese enamorado. Sentía mariposas en el estómago. Era feliz», comenta su compañera. «Yo le decía que me hacía sentir celos», bromea. Los que le conocieron aseguran que tuvo una vida plena y feliz, siempre rodeado de amigos. «Tenía una voz peculiar, medio afónica, medio rota, que le hacía inconfundible y reconocible por todos», cuenta Charo.

Ramón Lastra Colsa, 77 años

«Siempre me trató como a una reina»

A Ramón Lastra Colsa lo que de verdad le gustaba era su pueblo. Así que, cuando pudo, hizo la maleta y regresó a Ramales de la Victoria. Atrás dejó Barcelona, una ciudad que, quienes le conocieron, aseguran que «nunca echó en falta». «Se dedicó siempre al camión. Transportaba ganado», comenta su mujer, María Teresa Tomé García. «Era alegre y le gustaba mucho su trabajo. Estaba encantado en Ramales. No era de grandes aficiones, pero salía por las mañanas a pasear, tomaba un café, leía el periódico. Bastante hogareño, la verdad», enumera María Teresa. «Alguna vez le decía que por qué no salía a echar una partida de cartas. Siempre me respondía lo mismo: 'como no he jugado nunca, no sé hacerlo'», cuenta. «Hacer la quiniela con sus amigos o irse de comida con ellos le gustaba más», añade. «Para mí ha sido lo mejor: me tenía como a una reina. Nunca tuvimos un problema», afirma María Teresa con la voz entrecortada por la emoción. «Yo me jubilé el año pasado y ahora que teníamos tiempo para ir y venir los dos juntos... ya no podrá ser», lamenta. «No era mi padre, pero siempre nos trató muy bien. Y a mi madre la ha cuidado muchísimo. No se puede decir nada malo de él», cuenta Moisés Sastre Tomé, hijo de María Teresa. «Era muy educado. Siempre me dio buenos consejos», añade Moisés.

Tomás Ruiz Diego, 72 años

«Fue el mejor padre que nadie podría tener»

En Ogarrio, en el municipio de Ruesga, todos le conocían como Tomás el de 'Aburruelo'. Era tan respetado por sus vecinos que el Ayuntamiento decretó este pasado lunes luto oficial hasta que remita la pandemia. Tomás se quedó huérfano de padre con 14 años y tuvo que hacer de cabeza de familia con su hermana Emilia, de sólo 4 años. «Por el día trabajaba con su madre, mi abuela Luisa, en las tareas de las vacas y por la noche iba a estudiar haciendo un gran esfuerzo. La vida nunca fue fácil para ellos», explica José, uno de sus cinco hijos. Habla en boca de sus hermanos Rocío, Lorena, Sonia, Alberto y de su prima Verónica. «Nuestro padre siempre trabajó con vacas y, desde 1976, en Magefesa», relata José. «Era un trabajador incansable. Cuando la fábrica cerró fueron los animales los que le permitieron sacar a todos adelante», añade. Después nació Vitrinor, donde continuó su carrera laboral, que ahora siguen dos de sus hijos y su sobrina. «Nunca nos ha faltado de nada. Ha sido una persona que ayudaba a todo el mundo y daba lo que tenía, y más», continúa emocionado. «Fue un luchador. Se hizo mayor desde muy pequeño y, aun así, jamás se quejó», continúa relatando. «Sus nietos Pablo, Mario y Gema le quieren muchísimo y le echan mucho de menos. Era un abuelo excepcional y el mejor padre que nunca nadie podría tener», apunta finalmente. «No se perdía ningún entierro y nadie ha podido ir al suyo», concluye Alberto, el menor de los hermanos.

Rosa Mª 'Suca' Landaluce, 76 años

«Nunca hizo ningún mal a nadie»

Como buena ampuerense, Rosa María Setién Landaluce, a la que todos llamaban cariñosamente 'Suca', esperaba con fervor las fiestas de La Virgen Niña. No se perdía ninguna edición. «Mi madre era muy religiosa. Adoraba a la virgen, a la que sacó muchos años en la procesión junto con el estandarte del Sagrado Corazón de Jesús», relata su hija Rosa. La recuerda, sobre todo, como «una buena persona». «Nunca hizo mal a nadie y siempre estuvo dispuesta para hablar, ayudar y escuchar a la gente», añade. Era una de esas personas afables y cercanas. «Tenía buenas palabras para todo el mundo. Los que la trataron saben que siempre correspondía con su sonrisa y buenos deseos», apunta. En Ampuero era muy conocida. Junto con su marido, Miguel Ángel Setién, fundó la discoteca 'El Perdigón' en la década de los setenta. Un lugar que aún guardan en la memoria los vecinos de la localidad. «Durante décadas fue el emblema de la juventud de toda la comarca», recuerda Rosa María Setién.«Además, sacrificó una gran parte de su vida ya que se hizo cargo del cuidado de sus padres y suegros», añade. Lo que más fuerza le dio los últimos años fue su nieto Laro. «Así vio cumplido su deseo de tener un niño, porque mi madre era muy niñera. Siempre quiso tener uno y Laro fue el que la colmó de satisfacción», concluye su hija.

La muerte adquiere una componente grupal que no se ha podido producir. Las familias necesitan sentir el afecto porque los que se han ido son sus padres, sus madres, sus tíos o sus abuelos. Gente sencilla que no esperaba terminar así. No son seres anónimos. Son Emilio y María Elena, los padres de Elena, que fallecieron con tan solo cuatro días de diferencia; José Luis Macho, el alcalde pedáneo de Fontibre; Rafael Rodríguez, el padre de Isidro, que le enseñó «a que hay que ponerse en el lado del otro antes de discutir»; María Plaza Rivero, la madre de Ana Rosa, que iba para centenaria; montañeros como Salvador Colsa o Gonzalo Llata; luchadoras de las de antes, de las de la generación que se sacrificaron y lo dieron todo por sacar adelante a sus hijos, como Artemia Fernández, Amparo de los Santos y Ramona Moreno; o María Jesús Varas, a la que Sofía no pudo agradecerla «todo lo que hizo por mí».

Esto último ha sido otra de las muescas del coronavirus. Cuando alguien intuye el final, es buen momento para acercarse y expresar todo eso que la velocidad y la rutina del día a día nos impide. O simplemente estar más cerca. Es uno de los consejos que recomiendan la mayoría de afectados. Que la pandemia sirva para demostrar que la vida, la realmente importante, la vivida junto a nuestros seres queridos y amigos, es mejor a cámara lenta. Su recomendación es separar lo verdaderamente importante de lo que no lo es; y lanzarse de cabeza a por lo primero sin pensarlo, ignorando las ataduras que en ocasiones nos impiden disfrutar de los grandes momentos, porque el mañana puede que no exista. Que hacer esa llamada de teléfono que aplazamos día a día por la vertiginosidad de las agendas podría pagarse a precio de oro molido en el futuro. Que no dejemos que de visitar a los nuestros por el ritmo laboral.

La tragedia provocada por el coronavirus tiene que servir al menos, como recogía 'El Principito', para terminar de entender que «lo verdaderamente importante es invisible a los ojos».

Artemia Fernández Gómez, 87 años

«Era una mujer de las de antes, una luchadora»

Toda la vida fue una luchadora. Se levantaba a diario a las seis de la mañana, iba a la carnicería, criaba a tres hijos y por las tardes atendía su huerto», explica con orgullo su hijo Ángel. Artemia e Isidoro, su marido, eran los carniceros de Muñorrodero, aunque vivían en Pesués. Dos personas muy conocidas en los municipios de Val de San Vicente y San Vicente de la Barquera. «Nuestra madre era muy trabajadora. Como se suele decir, una mujer de las de antes. Apenas le quedaba tiempo para ella», continúa Ángel. «Aun así, lo sacaba de donde fuera. Le gustaba tejer, siempre lo hizo para mí y mis hermanos, pero también para sus nietos y bisnietos», añade. Pero la mayor afición de Artemia era el fútbol, que veía siempre que podía. «Toda la vida me siguió allá donde jugué. También a uno de sus nietos e, incluso, a un bisnieto de sólo cinco años, al que observaba en los vídeos que le enseñábamos», cuenta con cariño. También le gustaba por la tele. «Pero para ella sólo existían dos equipos: el Racing y el Club Atlético Deva de Unquera», apostilla con orgullo Ángel. Lo que más destacan sus allegados es su capacidad de sacrificio. «Los últimos años tuvo que cargar con mi padre, que tuvo alzhéimer, hasta que entró en la residencia de Luey. Luego ella le acompañó. Allí les trataron como en casa. Se portaron genial con ellos», explica Ángel. Lo que más lamenta la familia es «el poso de los últimos quince días, de no poder estar con ella, de no haberla visto, de tener que dejarla sola en el hospital y no poder despedirla».

José Gómez Zubieta, 86 años

«Te echaremos en falta por tu generosidad»

José Gómez Zubieta, 'Pepe', como le conocían todos sus allegados, era el presidente de la Casa de Cantabria en Pamplona. Un hombre querido y respetado, del que destacan «su gran dedicación y entrega». Quien lo suscribe es la Real Liga Naval Española (RLNE) de la que era socio. «A pesar de los escasos medios, nuestro gran amigo hizo una gran labor de promoción de Cantabria en la comunidad navarra, así como de los intereses de nuestra organización», explicó el colectivo naval tras su fallecimiento el pasado 28 de marzo. Gómez Zubieta llegó a Pamplona para trabajar en el Banco Santander. «Cada mes –continúa la RLNE– elaboraba 'El Papeluco', que era el órgano de comunicación de la casa regional. Tenía mucha aceptación, tanto en Navarra como en Cantabria». Una labor que también quiso destacar el Gobierno regional, que le consideraba uno de los miembros más destacados de la población cántabra en el exterior. «Tu legado permanecerá inalterable al servicio de la comunidad. Siempre te recordaremos», expresó el Ejecutivo nada más conocerse la noticia de su muerte. «Le echaremos mucho en falta por su entusiasmo, generosidad y hombría de bien. Mi solidaridad con la familia. Compartimos el dolor con su gran legión de amigos», concluía el escrito de la Real Liga Naval. La Casa de Cantabria en Navarra echó a andar en 1984. En un principio sólo celebraba la festividad de La Bien Aparecida. En 1999 consiguieron adquirir un local propio, inaugurado en noviembre de 2000.

Elena Pérez García, 106 años

«Mi madre estaba sana, para durar»

Su vida podría ser novelada o servir de guion para una película cinematográfica. Elena Pérez García conoció tres reyes distintos (Alfonso XIII, Juan Carlos I y Felipe VI), un dictador (Francisco Franco), vivió una guerra civil, su posterior dictadura y la restauración de la democracia. A sus 106 años se enfrentó a su segunda gran pandemia. Superó la de 1918, la que fue bautizada como la gripe española, pero no pudo con esta. «Es una lástima porque estaba para durar unos cuantos años más, tenía cuerda para rato. Y no exagero. Estaba muy sana. No tenía azúcar ni ninguna otra cosa», explica su hijo Antonio, de 83 años de edad. Elena y su familia son muy conocidos en Santillana del Mar, donde regentan Casa Cuevas, un obrador ubicado junto al lavadero y la colegiata. Se casó con Vicente Inguanzo, fallecido hace unos años, y tuvieron cinco hijos. «Murieron tres y quedamos una hermana y yo», explica Antonio. Hasta que pudo tuvo a su madre en casa, pero el año pasado se vio obligado a trasladarla a la residencia de Carrejo, adonde acudía a diario para visitarla hasta que el desembarco del coronavirus se lo impidió. «La tenía como a una reina. Como hizo primero nosotros, a ella nunca la faltó nunca de nada», explica Antonio. Desde hace un mes sólo podía hablar con ella por teléfono. «Me decía que estaba muy bien pero que cuándo iba a verla», recuerda apenado. «Lo peor de todo es no poder despedirla, pero cuando esto pase vamos haremos un funeral precioso. No se merece menos», concluye.

María Rosa Pérez Gómez, 80 años

«Era cántabra de pura cepa, de olor a salitre»

Rosi, como todos conocían a María Rosa Pérez Gómez, era una persona «bondadosa, amable y servicial», cuenta Vicente Nieto, uno de sus sobrinos. «Era una mujer que regalaba felicidad», añade. La distancia de vivir en Madrid desde hacía mucho años no hizo más que acrecentar su amor por la 'tierruca'. «Era cántabra de pura cepa, de las de olor a salitre», recalca Vicente. El pasado 16 de marzo toda la familia recibió el mismo fatídico mensaje de WhatsApp. «La mami ya descansa. Ha muerto escuchando 'La reina mora' y seguro que la cantaba para sus adentros. Ya está con papá. Beso fuerte para todos», escribió su hijo Ramón. Fue un mazazo. Rosi y su marido, Ramón Escalona, formaron una pareja que sacó adelante siete hijos. Una de sus mayores virtudes fue, según explica Vicente, su sobrino, «superar todas las dificultades juntos». Cantabria siempre fue la gran pasión de Rosi. Sus estancias veraniegas eran su mejor medicina. Participaba activamente en la Casa de Cantabria en Madrid y en el coro Peñas Arriba de la capital de España. «Se nos ha ido una de las mejores embajadoras de nuestra región, de sus paisajes, de sus gentes, de su gastronomía, de sus costumbres...», enumera con melancolía Vicente, y concluye con una rotunda afirmación: «Sin duda, se nos ha marchado una gran mujer».

Manuel Cantero

«Amaba a su familia, era un vitalista»

Manuel Cantero era de esas personas que hacen familia. De las que crean un núcleo duro a su alrededor a base de entrega y cariño. Pero, sobre todo, como afirma su hija Gemma, «era un vitalista: amaba la vida por encima de todo». Fuera de casa le conocían como 'Manolín' del de la gestoría Herrería. Un empleo con el que granjeó muchas amistades. Le gustaba salir, pasear por las calles más bulliciosas de Santander y tomar un 'marianito' (un vermú pequeño) en el bar que más concurrido estuviera. «Pero con sólo una piedra de hielo», recuerda su yerno, Manuel Cagigas. «Decía que para cuidarse la voz, porque cantaba en el Coro Ronda La Encina», explica Gemma. «Fue ese abuelo que todos los nietos quieren tener, el que te lleva a los caballitos llueva o truene, el que todos los viernes del año te compra un helado de moka o que te cuenta cuentos inventados de un caballo, 'Patolas', que siempre estará en nuestro recuerdo», relata con nostalgia Tamara, en representación de sus cuatro nietos. Otra de sus pasiones fue el Racing. Era de esos socios que no fallaron ni en los tiempos más aciagos del conjunto verdiblanco. Con su nieto Manuel, el hijo de Gemma, iba a todos los partidos. «Sufrían como perros y salían desesperados, pero nunca faltaron a su cita en El Sardinero», recuerda su hija. «Estaba súper orgulloso de sus hijos. Qué suerte he tenido, solía decir siempre que podía», recalca. «La misma que nosotros por tenerlo a él», finaliza.

Amparo de los Santos, 92 años

«Fue dura como una roca, muy sacrificada»

La vida no fue fácil para Amparo de los Santos. Siempre tuvo que bregar para sacar a los suyos adelante. Nunca se quejó. Aceptó el destino y lo encaró con sacrificio y entrega. Aunque vivió inicialmente en la Subida al Gurugú, en Santander, después lo hizo en General Dávila. Allí regentó el mesón El Quinto Pino, junto con su marido, por lo que la pareja era muy conocida. «Tenía su carácter, pero es lógico. Mira qué años le tocó vivir y además con trece hijos», explica Pilar, la pequeña. «Perdió al primero y eso la marcó mucho», añade. «Era recta pero muy cariñosa», apostilla. Lo que sí recuerda es su fortaleza. «Ella quería vernos bien, por eso trabaja fuerte. Le daba igual en qué: lo mismo armaba una pared de ladrillos que echaba un tejado», cuenta Pilar. «De ella hemos sacado la enseñanza de que nada es imposible. Si quieres algo, sólo tienes que buscarlo y luchar por ello», explica rotunda. Con tantos hijos que atender y un negocio de cara al pública, apenas tuvo tiempo para ella. «Eso sí, siempre sacaba un rato para ver todos juntos una película en la televisión después del telediario», recuerda con ternura Pilar. El resto del día se lo pasaba trabajando. «Recuerdo de pequeña que, cuando me acostaba, la dejaba tejiendo. Al levantarme temprano para ir al colegio, la encontraba con la máquina cosiendo de nuevo», añade. Amparo estaba ingresada en la residencia Virgen del Pilar, de Santa María de Cayón, a la que la familia está «agradecida por el buen trato y el cariño que siempre la dieron».

Gerardo Santamaría, 80 años

«Se nos ha ido el mejor, no tenía dobleces»

«Aún le seguimos llorando», cuenta al otro lado del teléfono Francisco José Dueñas, al que todos llaman Pepe. Era uno de los buenos amigos de Gerardo Santamaría. «Se nos ha ido el mejor, no tenía dobleces», recalca. Gerardo, Pepe y Antonio Lavín formaron un homogéneo núcleo de amistad con sus respectivas mujeres. «Recuerdo con especial cariño los veranos que pasábamos acampados en el molino de Oruña de Piélagos», cuenta su hijo, que se llama también Gerardo, en boca de sus hermanos Guiomar y Francisco. «Dos o tres meses, todos juntos. Fue una época imborrable», relata Pepe, que le echa mucho en falta. «Yo también ando algo fastidiado y me tienen que operar. Gerardo venía todo los días para hacerme compañía. Era el mejor amigo de sus amigos», recuerda con nostalgia. Cantaban juntos en el Orfeón Cántabro, con el que recorrieron media España. «Mi padre fue una persona muy trabajadora, siempre a turnos en Nueva Montaña. Quería lo mejor para su familia», recuerda su hijo. «Conoció a mi madre en el barrio Pesquero de Santander, en un lugar que se llamaba el Apostolado del Mar, donde celebran fiestas y guateques», cuenta. «Además de cantar, le gustaba mucho echar la partida al mus. Y era muy futbolero. Del Racing, del que fue socio mucho tiempo, y del Real Madrid», concluye.

María Plaza Rivero, 94 años

«Si no es por esto, habría sido centenaria»

A Ana Rosa le cuesta hablar de su madre, María Plaza Rivero, sin emocionarse. «Se ha ido en muy poco tiempo. Una semana y cuatro días en el hospital sin poder verla», se lamenta. María era de Salamanca, de un pequeño pueblo llamado Villar de Ciervo, pero residía junto a su hija en Santander. Antes lo hizo en Oviedo, donde se casó. «Mi padre hizo allí la mili y decidieron quedarse. Se vino aquí ya de mayor, donde ya llevaba doce años», explica Ana Rosa. «Mamá era la mejor madre del mundo», sentencia. «Si no llega a ser por el coronavirus, mi madre habría durado una temporada larga más. Tenía la firme impresión de que se iba a convertir en centenaria. Cuando ingresó, no tenía síntomas ni nada», añade. El suyo es un caso duro. Ana Rosa trabaja en el Hospital Valdecilla y fue la primera en dar positivo. «Estuve malita, muy malita. Me sentí muy mal. Es un ahogo tremendo. Afortunadamente no entré en la UCI», explica. «De todo esto saco una lectura: piensas que China está allí, muy lejos. Pero no, China está aquí al lado. Antes se tardaba una eternidad, ahora unas pocas horas», reflexiona. Al menos la consuela que sí pudieron inhumarla en su pueblo natal, en Salamanca. «Nosotras (por ella y su hermana) no pudimos acudir. Dos personas de la familia lo grabaron con el móvil. Como mamá solía decir, 'con fotos de esas que vienen por el aire'. Así que nos tuvimos que conformar con un entierro digital», admite con resignación.

María Jesús Varas Peña, 95 años

«No la pude agradecer lo que hizo por mí»

Sofía no para de darle vueltas a la cabeza. El hecho de no haber podido acompañar a su madre durante los últimos momentos es una losa pesada. «No la he podido agradecer todo lo que ha hecho por mí», repite durante la conversación. «No me dejaron moverme de casa porque tengo más de setenta años», explica. «Es muy duro. Y luego está la soledad, porque yo vivo sola en Castro Urdiales. Todo se me junta. Esa es mi pena», lamenta con tristeza. María Jesús, su madre, era de Baracaldo, aunque llevaba ingresada en la residencia de Limpias ocho años. «Siempre fue una luchadora y una trabajadora incansable», cuenta Sofía. «Tenía mucho carácter. Ella sola levantaba un imperio, pero a cariñosa no le ganaba nadie en el mundo», recuerda. No tuvo una vida fácil. Se quedó huérfana de madre con seis años, tuvo que pasar la Guerra Civil y la dura posguerra. «Con 14 la mandaron a servir y pasó hambre, mucha hambre», subraya su hija. Conoció a su marido en Portugalete, que era panadero y repostero en un barco mercante. «Ella tejía en casa, de encargo. Con lo que ganaba tricotando, vivíamos nosotros. Y todo lo que mandaba mi padre lo ahorraba», relata. Así consiguieron comprar un local en Baracaldo, en plena expansión del municipio, y montaron la pastelería Rovira. «Ella valía mucho para el negocio, sobre todo de cara al público. Daba mucho cariño a todos los que entraban por la puerta. Mari la de 'Rovira', así la conocían todos», cuenta. «Económicamente tuvimos una buena posición, pero siempre a costa de su sacrificio», recalca.

Manuel Zorrilla Fuente, 88 años

«No pudimos despedirnos de él»

Aunque nació en México, como sus otros tres hermanos, siempre se consideró cántabro. Manuel Zorrilla Fuente regresó a España a los tres años tras la muerte de su padre. La familia se instaló en el valle de Ruesga, de donde era oriunda. «No tuvo suerte, fue llegar y estalló la Guerra Civil», cuenta su sobrina Beatriz. «Cuando acabó el conflicto, estudió y trabajó durante 36 años en el seminario de Comillas», explica. Su labor era la de electricista y operador de cine. Una habilidad, ésta última, que desarrolló después en un barco mercante en el que se enroló. «Siempre nos contaba sus aventuras por medio mundo. Conoció muchos lugares, pero en aquellos que consideraba peligrosos no se bajaba de la embarcación», cuenta Beatriz. Decidió poner punto final a su carrera de marino para regresar a Santander, donde trabajó de portero en una comunidad para completar los años necesarios para la jubilación. Después recaló en El Astillero, donde se compró un apartamento. «Su afición era pasear, desde Puertochico hasta El Sardinero, y visitar a su hermana mayor, Goya, que es con la que más relación ha tenido», cuenta su sobrina. «Cuando ya no pudo vivir solo, se marchó la residencia San Cándido. Luego desarrolló alzheimer y se tuvo que quedar dentro. Aun así, los sobrinos siempre íbamos a verle», relata Beatriz. «Fue un tío muy querido, muy pendiente de que no nos faltase de nada. Si necesitabas algo, él siempre estaba ahí», recalca. «Su marcha ha sido muy triste porque no nos ha dado tiempo a despedirnos ni a estar con él», concluye.

Rosario Velasco Andino, 93 años

«Le alegraba cocinar para los sobrinos»

«Siempre vivió en un barrio obrero, el poblado de la Sniace en Barreda. Donde la palmera, ahí solía estar sentada en un banco. Conocía a todos los vecinos, a los que saludaba al pasar. Rosario Velasco Andino era muy popular, pese a que los últimos años los pasó en la residencia del Asilo de Torrelavega. Nacida en el valle de Mena, en Burgos, se quedó huérfana y vino a Cantabria con un tío suyo, que era guarda en Sniace. «Allí conoció a mi padre, Ricardo de la Pinta. Vivieron encima de la báscula y después se fueron al poblado», recuerda su hijo José Carlos, que tiene un hermano que se llama Ricardo. «Mi madre tenía mucho miedo a la muerte. No se quería morir ni en bromas», lamenta. Él prefiere recordarla en vida. «Su mayor alegría era cuando aparecían los sobrinos por casa y les preparaba unas tortillas de patata», cuenta.

Salvador Colsa Alonso, 94 años

«Conocía todos los picos, amaba la montaña»

Futbolero y asiduo lector de este periódico, Salvador Colsa Alonso era del Racing, pero también simpatizaba con el Barcelona. «Si ganaba el Barça, además de El Diario Montañés, le tenía que comprar El Mundo Deportivo», explica con nostalgia su sobrina, Ana María Colsa. También adoraba la montaña. Fue tesorero y socio durante muchos años del Club Alpino Tajahierro de Santander. «Se conocía de memoria el nombre de todos los Picos de Europa. Fue un montañero de los de antes», recalca Ana María. De esos que disfrutan de las ascensiones, no de los que las coleccionan. «Aunque empezó a esquiar ya de mayor, fue un estupendo profesor para todos sus sobrinos. Se calzó las tablas hasta los ochenta años. Siempre tuvo una gran vitalidad», cuenta Ana María. Salvador nació en Sevilla y la Guerra Civil le trajo hasta Cantabria.

Ramona Moreno Bezanilla, 91 años

«Era la persona más abnegada del mundo»

A la generación de Ramona Moreno le tocó trabajar y sacrificarse por los suyos. Por eso su hija Begoña la recuerda como «la persona más abnegada y maravillosa del mundo». Nació en Santander y vivió tras casarse y tener dos hijas en las casas de la Renfe. «La pobre no hizo muchas cosas porque dedicó su vida a nosotros. Le gustaba ir de excursión con unas amigas, pero tampoco demasiado a menudo», recuerda. Aunque en su mente aún saborea, al ser su padre, Fernando Thonon, conductor ferroviario, «los viajes en el kilométrico a Madrid y Valladolid». A su hija, ya de mayor, le daba rabia ese gen ahorrador. «Es para dejároslo a vosotras», me decía. «Nosotras la solíamos llevar a pasear a El Sardinero para que pudiera disfrutar algo. Lo hacíamos para que, al menos, tomara un café y un pincho vegetal, que era el que más le gustaba», cuenta con cariño.

Antonio Gutiérrez Ezequiel, 91 años

«Se fue al cielo sabiendo que le queríamos»

Fue un hombre afortunado. Disfrutó del cariño de los suyos en vida en la misma dosis que repartió. «Nuestro padre se ha ido al cielo sabiendo todo lo que le queríamos», afirma rotunda su hija Ana. Nació en la Peña, en lo más alto de Peñacastillo. Luego se casó, se mudó a Campogiro y posteriormente a Cuatro Caminos, ya en Santander. Ebanista y carpintero, trabajó a la vez en Nueva Montaña Quijano. «Era una persona honrada e íntegra», explica su hija. Problemas de salud le hicieron ingresar en diciembre en la residencia San Cándido. «Le íbamos a ver todos los días y sólo tengo palabras de agradecimiento para ellos», afirma. Antes había estado allí su madre, a la que Antonio cuidó hasta que pudo. «A raíz de lo de mi madre, decía que también le gustaría irse, pero que no lo hacía para no darnos un disgusto a los tres», añade.

Benito Díez, 73 años

«Nadie, ni los del pueblo, se lo esperaba»

Le encantaba pintar y hacer escudos heráldicos. Leer era otra de sus pasiones. En su domicilio de Ontaneda tenía una biblioteca «con unos dos mil ejemplares y el 80%, por lo menos, los había leído», cuenta Nieves, su mujer. Ayudó en la escritura del libro para el monumento que en Vejorís se inauguró en honor a Francisco de Quevedo. Ese era Benito Díez, un vallisoletano, que pasó de joven una temporada en el valle de Toranzo, del que se enamoró. En cuanto pudo, regresó acompañado por su mujer. Juntos reformaron una casa donde vivían felices. «Nadie nos lo esperábamos», afirma Nieves. «La gente se ha quedado helada. Todos me dicen lo mismo: '¡Pero si tu marido iba vendiendo salud!», cuenta. «Yo sí sé cómo es mi dolor. No sé cómo será el de otras personas», explica sorprendida por cómo ha encajado el duro golpe.

Ascensión Bengochea, 86 años

«Lo peor de todo fue no estar cerca»

La vida no le resultó fácil. Ascensión Bengochea pertenece a esa generación acostumbrada a trabajar sin descanso siempre pensando en los demás. Nació en Laredo, donde se casó y tuvo cuatro hijas. Su marido era pescador y ella estuvo empleada en una fábrica de conservas de pescado. Él falleció hace 27 años, por lo que enviudó joven. «Siempre ha sido una gran luchadora», explica Noemí, una de sus hijas. «Tenía un carácter muy recto. No te podías saltar las normas que había en casa, pero a la par era inmensamente cariñosa», recalca. Siempre vivió en Laredo, lo que forjó su marcado carácter pejino, «primero en la calle Espíritu Santo y luego en la calle Emperador», añade Noemí. «Le encantaba ir a la Atalaya a tomar el sol y a la playa a pasear por la orilla», cuenta su hija, que apunta que apenas tuvo tiempo libre para disfrutar. «Era de las de hacer tortilla de patata y pimientos para ir de picnic a la Atalaya o a la playa», explica. Sus grandes aficiones fueron «la música y bailar, sobre todo bailar». No se perdía ningún festejo. «Iba a todas las verbenas y romerías donde hubiera música», recalca Noemí, que cuenta que, de todas las fiestas, la que más le gustaba «era la de su barrio, el Espíritu Santo». También disfrutaba con las telenovelas«pero apenas tenía tiempo, tiró de cuatro hijas y también de las nietas». Le diagnosticaron alzheimer, lo que obligó a los suyos a ingresarla en la residencia de Limpias. «Íbamos a verla todos los días», cuenta Noemí. «Lo peor ha sido no poder cuidarla en sus últimos días, ni siquiera poder estar cerca», recalca.

Javier Prellezo, 73 años

«Era alegre y amable, siempre ayudaba»

«Prefiero recordarle como era: alegre, muy amable y dispuesto a hacer favores. Siempre pensaba primero en los demás, era una gran persona», recuerda Isabel, su mujer, que se resigna a quedarse en la retina con los últimos momentos de su marido, Javier Prellezo. «Ha sido un hombre típicamente santanderino, buen jugador de mus, chiquitero, grandísima persona, fundador y alma mater de la Peña Amigos Nosotros, que creó a finales de los sesenta y ha llegado hasta nuestros días en el bar La Carreta», explica su buen amigo, Felipe Laso. Javier también era muy conocido por su faceta laboral. Trabajó en Telefónica hasta los 52 años, cuando se prejubiló. Fue cuando se centró en la organización que presidía, donde organizaba actividades socioculturales. «También le gustaba el fútbol», recuerda Isabel. «Sobre todo ver jugar al Madrid y al Barcelona, porque decía que los grandes eran los que mejor fútbol desplegaban», añade. Disfrutaba en la casa que el matrimonio tenía en Meruelo. El jardín y la huerta eran sus rincones favoritos. Su nieto, de doce años, era otra de sus pasiones. «Siempre le llevaba y traía a los partidos de fútbol o de pádel. Le encantaba ir a verle a los partidos. Siempre se ha ocupado mucho de él», explica Isabel. «Es muy difícil asimilar su marcha porque no puedes tener duelo ni el cariño de familiares y amigos», se lamenta. «Es triste que tú, Javi, que siempre visitaste a tus amigos en el hospital y acudiste a los entierros, te vayas ahora sin que te podamos acompañar. Tu mujer, Isabel, y tus hijas, Elsa y Olga, tienen que estar muy orgullosas», escribe Felipe.

Pilar de la Parte Buenaga, 88 años

«Ejerció de madre hasta el final»

«Ejerció de madre hasta el final. Fue una buena hija, una buena esposa y una buena hermana. Todo el mundo la quería, por algo será», afirma rotundo y con cariño José Antonio, uno de sus dos hijos –el otro se llama Pedro–. Pilar de la Parte nació en Viveda. De joven trabajó en Sniace. Allí conoció a su marido, Pedro Granados. Juntos se instalaron en Torrelavega, donde vivieron. «Siempre tuvo mucha fuerza de voluntad. Le dijeron que nunca volvería a andar y se lo propuso. Aunque con muletas, lo consiguió», explica José Antonio. «Pasó por muchas operaciones de cadera y padeció una infección que la mantuvo tres meses ingresada en Liencres, pero salió de ella. Y mira, ahora un bicho se la ha llevado de la peor de las maneras», se lamenta. Desde hace unos años residía en el asilo San José de Torrelavega. «Le gustaba mucho ver los documentales, sobre todo los de animales», recuerda su hijo. «También era una excelente cocinera. Daba igual lo que hiciese porque todo estaba buenísimo. Aprendí gracias a ella. Me lo enseñó todo cuando ya no podía valerse por sí sola y yo acudía a su casa para atenderla», comenta su hijo. «De vez en cuando también le salía el carácter, algo muy esporádico, pero era muy buena. Aun estando mala, siempre estaba encima nuestro, preocupándose de que todos estuviéramos bien y no nos faltase de nada», apunta José Antonio. «El último día que la pude ver fue el 12 de marzo. Le traje un abanico con su nombre de los carnavales de Ciudad Rodrigo», recuerda su hijo José Antonio.

Francisco Cedrún Sáiz, 89 años

«Tenía un carácter muy apacible»

Encaró la vida con espíritu de superación y sacrificio. Francisco Cedrún nació en Bádames (Voto), donde siempre vivió. Se casó con Concepción Rivero, del pueblo de Carasa, con la que tuvo tres hijos varones. Se dedicó a la ganadería. Poco a poco fue ampliando la estabulación que en la actualidad regentan su nuera y varios de sus nietos. «A los cincuenta años, una cadera comenzó a darle mucha guerra. Aun así, tuvo muchísima fuerza de voluntad y siguió trabajando, aunque la dificultad para él era mucho mayor», explica Isabel, su nuera. «Se levantaba y caminaba aunque tuviera dolores. Al principio sus tres hermanos le ayudaron con los animales y después su hijo Juan Carlos, mi marido, tomó las riendas hasta que se jubiló. Por último pasó a mí, que tengo una sociedad con mis hijos», recalca. David y Adrián son los que más implicados están en el día a día, aunque Sergio y Marina también ayudan. 'La Galera Holsteins', que es el nombre de la empresa, cuenta con casi doscientos animales en una finca de 56 hectáreas. En 2018 produjeron 10.500 kilos de leche. A pesar de estar ya retirado, Francisco siempre estuvo ahí, pendiente de que en la cuadra todo fuera bien. «Salía a ver a los nietos y a charlar. Se enteraba de todo, de quién entraba o quién salía», añade Isabel. En lo personal, cuenta, «era un hombre de lo más apacible, siempre pendiente de su familia». También muy religioso. «Era devoto de la Virgen del Carmen. Siempre iba a misa. Le gustaba cantar, algo que hacía cuando acudía a la iglesia. Era otro de sus 'hobbies'.

Luis Salazar San Emeterio, 92 años

«Su marcha ha sido como un mal sueño»

Luis Salazar pasaba los inviernos en Benidorm y de mayo a octubre se venía a Cantabria, a Santander, «a su queridísimo barrio Pesquero, del que hablaba siempre con mucho amor y orgullo». Lo cuenta su nieta Natalia aún apenada por su ausencia. «Ha sido lo más duro, como un mal sueño, que la muerte le sorprendiese allí y no le hayamos podido ir a ver», recalca. Llevaba diez años con esa rutina. «Ya he pasado demasiado frío en la mar», comentaba a los suyos antes de partir. A Luis, en el barrio pesquero, todos le conocían como 'Mule'. Fue marinero toda su vida y también trabajó en la draga del puerto. Lo primero que hacía nada más poner el pie en el Pesquero «era ir a visitar los Peñucas, todo el tiempo que estaba aquí comía en su restaurante, les quería un montón», relata Natalia. También era devoto de la virgen del Carmen. «La Asociación de Costaleros le han hecho un bonito homenaje en Facebook, nosotros en cuanto podamos celebraremos una misa en su recuerdo», apunta. Tuvo tres hijos –Manuel, Loli y Monchi– antes de enviudar. El mayor, Manuel, murió en un accidente de tráfico cuando se dirigía a Revilla de Camargo a las fiestas del Carmen. «El trabajo y su familia han sido su vida. Por eso decidió pasar los inviernos en Benidorm junto a su compañera Alegría», explica su nieta. «Mi abuelo siempre ha sido súper positivo, ha estado agarrado a la vida hasta el último momento», añade.

Julián Santamaría, 90 años

«Fue un artista que merece ser recordado»

Julián Santamaría nació en Reinosa en 1930. Fue cartelista, diseñador gráfico, grabador, pintor, Premio Nacional de Artes Decorativas y falleció en abril en una residencia de Madrid, víctima del coronavirus. Santamaría, que se trasladó a Burgos a los dieciocho años, donde empezó a pintar los gigantescos cartelones que anunciaban las películas, llegó después a la capital de España, desde donde desarrolló un intenso periplo. Un trabajo incesante reconocido internacionalmente con más de trescientos premios. «Cuando se muere un amigo no tiene ninguna importancia que fuese una figura destacada o un ser anónimo, lo fundamental es que pierdes a una persona que se ha convertido en una parte importante de ti mismo. Fue un artista que merece ser recordado», escribía en su obituario su amigo Juan Gutiérrez Martínez-Conde.

Carmen Poza Ruiz, 88 años

«Sacrificó su vida entera por su familia»

En el barrio San Francisco, de Santander, todos la conocían como Carmen 'la andaluza' o Carmen 'la modista'. Carmen Poza Ruiz era oriunda de Baeza, Jaén. Llegó a Cantabria durante la posguerra acompañando a su marido. «Mi padre era albañil y recaló aquí para construir los depósitos de Renfe en La Marga», cuenta su hijo, Francisco Martos. Carmen era costurera. «Sacrificó su vida para sacar a la familia adelante», relata orgulloso en nombre de sus dos hermanos y su hermana. «No disfrutó demasiado, siempre pensando en que lo hiciéramos nosotros», añade Francisco con marcado acento santanderino. «Yo, quizás, fui el que más heredé el sentimiento andaluz. Vine aquí con dos años y, aunque me considero cántabro, no olvido mis raíces», cuenta. «No quiero olvidarme del buen trato que la dispensaron en la residencia Virgen de Valencia, en Puente Arce», afirma.

Mª Ángeles Fernández, 94 años

«Era la que mandaba en casa»

Angelines, como todos conocían a María Ángeles Fernández, nació en 1925 en Villamoñico, en Valderredible, en el seno de una familia de agricultores. «Habló mucho con nosotros de su infancia. El cariño familiar —su madre, Ezequiela, era la bondad personificada— y el no haber pasado necesidades en el periodo de guerra y posguerra son las razones por las cuales siempre calificó su niñez de feliz», cuentan sus hijos. A los 25 años se casó con Isaac Postigo, dueño de la venta de Bárcena de Ebro. Su buen hacer en los fogones le dio fama. Se rompió la cadera hace dos años, por lo que tuvo que superar varias intervenciones quirúrgicas. «En lo personal, tuvo un carácter apacible y enérgico. En lo que ella creía, era difícil cambiarla el paso. Era, sin duda, la que mandaba en casa. Tuvo criterio para orientar la vida familiar», concluye.

Rafael Rodríguez, 88 años

«Nos enseñó a ponernos en el lugar del otro»

Pronto se quedó sin pueblo. Rafael Rodríguez nació en La Magdalena, una de las localidades que desapareció sepultada por las aguas del embalse del Ebro. A los catorce años tuvo que marchar a Cañeda, donde se instaló. «Entró a trabajar en la Naval y estuvo allí hasta que se jubiló a los 52 años con la primera reconversión industrial que impulsó el Gobierno de Felipe González», relata Isidro, uno de sus cinco hijos. «Así que tuvo mucho tiempo libre que empleó en atender la huerta y en echar una mano a todo el que se lo pidió», recalca. Lo que más le gustaba era jugar una partida a las cartas con los amigos después de comer. «Nunca se fue de vacaciones,», cuenta Isidro. «Para nosotros fue una buena persona, que nos enseñó a ponernos en el lugar del otro antes de empezar una discusión. Esa fue la mejor enseñanza que nos dejó», explica.

Antonia Gutiérrez, 96 años

«Parece como si aún no se hubiese ido»

Todos en Lantueno la llamaban Uca, aunque su nombre completo era Antonia Gutiérrez González. Allí nació hace 96 años, hija de Antonio y Consolación, la pequeña de seis hermanos. «Era muy mayor y la cabeza ya le fallaba, pero si no llega a ser por esto del coronavirus, hubiera durado unos cuantos años más», explica su hijo Eduardo. «Le quedaba cuerda para rato. Tenía buena naturaleza, algo habitual en mi familia, donde casi todos han muerto con bastante edad. Mi abuela –la madre de Antonia– falleció con 97 años, uno más que ella», recalca. Uca dedicó prácticamente su vida a cuidar de sus dos hijos, atender las labores de la casa y trabajar con el ganado y las tierras. «Nos hemos quedado un poco perdidos porque, al no haber velatorio ni entierro, no te haces a la idea. Es como si aún no se hubiese ido», afirma.

Manuela Bustamante, 92 años

«Siempre fue una mujer fabulosa»

Manuela Bustamante llegó a Grado en 1934, relata su sobrino, Celestino Majadas. «Allí regentó un estanco y cosía antes de trabajar en él junto a mi madre». Y, en sus ratos libres, su tía Manuela también cantaba en el coro de Grado y, después, en el de la iglesia. Otro de sus sobrinos, Roberto José Díaz, recuerda que incluso cantaban juntos cuando la visitaba en la residencia. «Era una mujer fabulosa».

Pablo Marañón Pinedo, 76 años

«En Liendo y alrededores era una institución»

Sólo hay que echar un vistazo al muro de Facebook del bar Villa-Mar de Liendo para darse cuenta de que Pablo Marañón Pinedo, más conocido como 'Pablito', era muy querido en toda la comarca. Su fallecimiento ha inundado las redes con mensajes de condolencia. El confinamiento decretado por el estado de alarma le ha arrebatado la posibilidad de recibir «el homenaje que se merecía», cuenta su hijo Pablo. El negocio hostelero que siempre regentó le hizo muy popular en Liendo, a lo que hay que añadir «el buen trato» que siempre dispensó a todos los clientes, muchos de ellos convertidos en amigos con el pasar de los años. Pablo nació en Liendo y nunca se fue de allí. Se caso con 'Pauli' y tuvo dos hijos: Javier, que vive en Madrid donde trabaja con dentista, y Pablo, que continúa al frente de la empresa familiar ahora reconvertida en bar y supermercado. Adoraba a sus dos nietos, Daniela y Pablo. «Toda la vida ha trabajado como un burro», afirma su hijo Pablo. Está muy apenado porque, al haber estado siempre a su lado, tenía una relación muy estrecha. Pero el azar quiso que la muerte del fundador del bar Villa-Mar, uno de los primeros socios de la cooperativa Alcosant, le sorprendiera en Benidorm. Allí, como otros muchos cántabros que en octubre huyen del frío del norte, pasaba los inviernos. «Estaba encantado, además todos los de la tierruca que hacían lo mismo se conocían, eran como una especie de comunidad», cuenta Pablo. «Quería hacerle este homenaje porque fue durante muchos años vendedor de El Diario Montañés en el bar y en el restaurante, lo mismo que hago yo ahora», puntualiza. Pero si con algo se quedan los familiares de Pablo Marañón es con su buen carácter. Algo difícil de mantener, sobre todo, cuando se trabaja durante tantos años de cara al público en un sector tan exigente como la hostelería. «Nunca puso una mala cara, siempre estuvo a disposición de los clientes», afirma su hijo. «Era toda una institución en Liendo y en los alrededores. Y no lo digo yo por orgullo de hijo, lo afirman los vecinos», cuenta Pablo. «Nos han llegado mensajes de condolencia por las redes sociales y WhatsApp y llamadas de teléfono. Hasta desde Australia...», recalca. «En cuanto podamos le haremos el homenaje que se merece, cuando no haya restricciones y pueda venir todo el que quiera», explica.

Elvira de la Rasilla Selviejo

«Es la mayor desgracia que he sufrido»

Juan Manuel no termina de quitarse la pena de encima. Se casó con Elvira de la Rasilla cuando esta tenía 19 años y él 30. «Desde entonces hicimos una vida de matrimonio muy normal. Hace unos años le detectaron párkinson y enfermó de forma severa. Ingresó en la residencia Medinaceli, en Soto de la Marina. Allí estuvo hasta que la trasladaron a Valdecilla donde murió», cuenta, apenado, Juan Manuel. «El entierro ha sido para mí una pesadilla. Nuestros hijos viven fuera: una hija en Madrid y otro hijo en Glasgow, así que me he visto solo. Al no poderme acompañar nadie en el tanatorio, parecía que a toda mi familia y mi gente se le había tragado la tierra. Nadie ha podido ir al tanatorio. No he visto cosa igual en mi vida», relata con congoja. «Que te coja un coche de la funeraria, salga el cadáver en su coche fúnebre, ir a Raos y oír el responso del sacerdote y solo, sin poder decir nada a nadie... Es la mayor desgracia que he sufrido en mi vida», suspira. «Tengo 84 años y llevaba viviendo solo los últimos ocho. Pero esto, lo de despedirme solo, no me dará ya tiempo a recuperarme de ello», afirma. «Cuando acabó la breve ceremonia, al salir, me senté en un sofá y me dijo uno de los chóferes, que si quería me llevaba a Valdecilla. Así de mal me vio, es que estaba en 'shock'», relata. Juan Manuel prefiere recordar los buenos tiempos con su esposa. Les gustaba viajar. «Salíamos en coche a cualquier sitio. De vacaciones, a veces, íbamos fuera de Cantabria. También, con los niños. No nos costaba nada lanzarnos a la carretera. Igual una noche me decía ella que le gustaría ir a El Escorial y, al día siguiente, poníamos rumbo a Madrid. Siempre hemos hecho una vida normal hasta que ella enfermó. Ahí es cuando todo cambió porque era imposible socializar con la gente. Pero lo peor, sin duda, ha sido su despedida. Nunca me recuperaré», insiste.

Julia Fernández Salmón, 91 años

«Era buena, trabajadora y luchadora»

A tarta de manzana, a leche frita. A postres caseros, en definitiva. A eso huelen los recuerdos que Julia tienen de su madre, Julia Fernández Salmón. Una excelente repostera y cocinera que disfrutaba poniéndose el delantal para deleitar a los suyos. Julia nació en Revilla de Camargo y nunca se marchó del municipio, donde se casó y tuvo tres hijos: dos varones y una mujer. La mayoría de sus años residió en Maliaño, en el barrio obrero de la sindical, lo que forjó su carácter. «Era una gran defensora de la mujer trabajadora y de la importancia de tener independencia económica para contribuir y ayudar a la familia», explica su hija. Nunca lo tuvo fácil, pero tampoco se quejó. Su marido enfermó y también hizo de cuidadora. «Es que fue madre, esposa y de todo. Era buena, trabajadora, luchadora, siempre entregada a la familia», concluye apenada Julia.

«Mi padre nunca quiso preocuparnos; mi madre fue muy cariñosa con nosotros»
Emilio Mantilla Gutiérrez, 101 años, y Mª Nieves Sainz Landeras, 92 años

«Mi padre nunca quiso preocuparnos; mi madre fue muy cariñosa con nosotros»

La voz de Elena se escucha tranquila al otro lado del teléfono. Apenas se le entrecorta. Sólo cuando se reprocha el no haber estado más cerca de sus padres en sus últimos momentos, tiene que hacer una pausa antes de continuar con el relato. No pudo hacerlo por las estrictas medidas que impuso a todos, sin excepción, el confinamiento determinado por el estado de alarma. No tiene motivos para tamaña responsabilidad. «Lo sé. Todos me lo dicen, también mi marido, pero no puedo remediarlo», admite. El suyo ha sido un drama. Con tan solo cuatro días de diferencia, el coronavirus le arrebató a sus padres. Emilio Mantilla Gutiérrez –su padre– nació hace 101 años en la localidad de Bustamante, en el municipio de Campoo de Yuso, junto al embalse del Ebro. Toda su vida trabajó en la fábrica de la Naval. De hecho fue uno de los primeros obreros que entró cuando se inauguró, lo que le sirvió para ser homenajeado en el centenario de la factoría en 2018, que registró la visita del rey Felipe VI. Emilio se casó con María Nieves Sainz Landeras, natural de Hoyos, una localidad del municipio de Valdeolea. Juntos se instalaron en Cañeda, donde siempre residieron. Allí criaron a sus dos hijos y sus dos hijas. Como los de su generación, les tocó trabajar duro. La pasión de Emilio fue montar en bicicleta. Algo a lo que se acostumbró bien pronto, ya que fue durante un tiempo su medio de locomoción para ir desde Bustamante, cerca de La Costana, hasta la fábrica en Reinosa. Después comenzó a pedalear por placer. «Subía a Brañavieja o bajaba hasta Los Corrales. Siempre nos dijo que, en el momento en el que le quitamos la bicicleta, le fastidiamos. Pero claro, es que dio pedales hasta los 93 años», apostilla Elena. También le gustaba caminar por el monte, muchas veces, cuando era la temporada, para ir a por setas. «Los domingos madrugaba muchísimo, cogía un poco de chocolate y unos frutos secos y se iba a la montaña. Alguna vez llegó hasta Bárcena Mayor desde Cañeda», cuenta su hija. «Nunca fue de bares, pero lo que nunca perdonaba era una copita de orujo por la mañana. Esa costumbre la tuvo toda la vida», añade. Otra de sus aficiones era la carpintería. «Tenía un bajo donde le gustaba hacer objetos de madera. Era un manitas con las albarcas, que hacía para que los nietos –tuvo siete– pudieran lucir bien guapos en el desfile del Día de Campoo en las fiestas de Reinosa», cuenta Elena con orgullo. Pero no es lo único que tallaba. «Aún guardo un par de matracas, esos artefactos de madera que al girar hacen ruido. También hacía mangos para los instrumentos de labranza o cachavas bien bonitas. Como vivió sesenta años jubilado, pues tuvo mucho tiempo libre», explica. María Nieves, la mujer de Emilio, se dedicó a las labores propias de una ama de casa, a cuidar a los hijos y a atender al ganado cuando su marido estaba en la fábrica. «Le gustaba mucho coser y se le daba muy bien. Nos hacía la ropa, era muy habilidosa», afirma Elena. Con tanto ajetreo, apenas le quedó tiempo para ella. Cuando lo tuvo, le gustaba ver la tele y acudir al hogar del jubilado en Reinosa para echar con las amigas una partida a las cartas. «Mi madre era buena, más cariñosa que mi padre, que era más recto aunque también un buen padre. Pero siempre tuve más conexión con ella», subraya. «Lo que mi padre no hizo con los hijos lo hizo después con los nietos. 'En vuestra época no había tiempo para más', se solía justificar con nosotros», dice. «Lo que nunca hizo fue quejarse. Era muy suyo. Los dolores y las preocupaciones se las guardaba para sí dentro de él para no preocuparnos», asegura. Los últimos días de Emilio y María Nieves, apenas tres meses en total, los pasaron en la residencia Lusanz de Lantueno.

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