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Lo que ocurrirá después

Lo que ocurrirá después

Mesa de Redacción ·

Teresa Cobo

Santander

Viernes, 3 de abril 2020, 18:53

A medida que se alarga el confinamiento es inevitable pensar en qué ocurrirá después, cuando salgamos. Cuánto tiempo nos llevará volver a vivir sin miedo y sin distancia. Cuánto tardaremos en recuperar el empleo y la producción. Es lógico preguntarse qué habremos perdido para siempre. Pero no es bueno dedicar mucho tiempo a esas divagaciones, porque a menudo sucede que nada es después como lo habíamos imaginado. Y la ansiedad anticipatoria nos somete a un sufrimiento estéril. Quizá las cosas no vuelvan a ser como eran, tal vez sí lo sean y antes de lo que suponemos, o incluso podrían ser mejores. Renta más fantasear con felicidades venideras. Mejor encajar una decepción más tarde que rumiar un mal augurio ahora.

Si podemos ironizar sobre nuestro propio encierro es porque lo que de verdad nos preocupa es lo que pasa fuera. Si nos ponemos en el pellejo de otros, nos resultará más fácil seguir en nuestra piel. Les propongo hacer una lista de ventajas del enclaustramiento. Ahí va una. 'Gran Hermano', 'Supervivientes' y concursos similares son historia, antiguallas de los tiempos de a. c. (antes del coronavirus). Tienen que serlo, no me digan. Después de esta prueba global de resistencia, encierro y convivencia, después de este empacho de observarnos todos a través de pantallas, ¿a quién le va a apetecer poner la tele para ver a tipos que hacen eso mismo por dinero? Sería de risa que no cambiara la oferta de programas, y de llanto que aún quedara público para esos formatos. Guionistas, productores, por favor: algo más fresco y original, menos viejuno y de mayor provecho.

No quiero quitarle mérito al ejercicio de la reclusión, ni mucho menos. De hecho hoy saldré a aplaudirles a todos ustedes, pero el redoble de cazuela será para los niños confinados y para los padres con niños confinados, como algunos compañeros de El Diario. Me hago una idea. Si ya cuesta con el gato... El mío echa de menos sus escapadas semanales al campo y no entiende qué pinto todo el día en casa si no es para contemplarlo. Es un bendito, pero ha arreciado en sus chantajes. Aporrea el cabecero de la cama con la pata para despertarme a horas intempestivas aunque tenga el cuenco lleno, porque ya no quiere comer sin compañía. A veces temo que desvele a la vecina. Pero es justicia divina. Llevo una eternidad soportando que ella levante todas sus persianas al alba con bríos de gladiador. Vida en comunidad, sin más.

Pienso en esos chiquillos enjaulados, aburridos y confusos, rebosantes de energía reprimida, sobre todo en los que no tienen otro horizonte que el de las paredes del piso familiar, sin jardín, sin terraza ni azotea. Y en esos padres y madres que sobrellevan el paro o el teletrabajo con esa música de fondo de berridos, carreras y protestas más persistente que el 'Resistiré'. Pero menos triunfal. Si consiguen no perder los estribos, ustedes también son héroes. Los electores juzgaremos a los políticos por su proceder en esta crisis, y los hijos medirán a sus padres por su comportamiento en este encierro. En el reducto del hogar son sus líderes y sus únicos referentes inmediatos. No pierdan votos. ¡Ejem! Ahora vuelvo. Voy a cepillar a Blue.

Qué lustroso ha quedado. El gato. Y así me ha dado un poco el sol en el balcón. Ando escasa de vitamina D. Perdonen que les cuente alguna fruslería personal. Es por disimular, que no sé si habré mosqueado al personal con tanto chisme de vecindad. No vaya a ser que regrese a la Redacción, emocionada, y nadie me salude. ¡Bah! No creo. Esto es el patio de vecinos de El Diario, y ya saben ustedes que pueden asomar cuando quieran. A las ocho de la tarde, todos al balcón o a la ventana o a la puerta del hospital.

Cómo corre el calendario. Si hasta podemos evocar viejos tiempos del confinamiento. ¿Se acuerdan de cuando salíamos a aplaudir en la penumbra y centelleaban las lucecitas de los móviles y las veíamos en el bloque de enfrente como estrellas zigzagueantes? Fue antes del cambio horario. Ahora es como si se hubiera descorrido un velo o levantado un telón. Hemos perdido las candilejas, pero vemos mucho mejor a los actores, que a la vez son público. No sé si parecemos más o es que lo somos. A oscuras no distinguíamos las caras de los vecinos. Atisbábamos siluetas recortadas en recuadros de luz, pero en otros pisos no la encendían y no advertíamos si había alguien ahí. Ahora hasta nos saludamos. Resaltan con nitidez la bata rosa de la del tercero, el chándal amarillo del de enfrente, el pijama de dibujos de la del cuarto, el jersey verde del de la esquina. Qué majos esos padres apiñados en la ventana con sus hijos, la señora mayor que aplaude sola hasta el final, y la chica que sostiene a su perro en brazos. Somos vecinos y estamos vivos y asomados. Con eso bastaría para aplaudir.

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