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Parte de la fuerza de Paco Quirós está en que no olvida nunca de dónde viene ni de todas las piedras con las que ha tropezado en el camino. «Me he equivocado muchas, muchísimas veces en mi vida», reconoce sin remilgos. Por ello sabe bien ... cuál es el camino del que debe alejarse. El bueno lo emprendió con Teresa Monteoliva (actualmente al frente de Cañadío Santander) y con su socio principal, Carlos Crespo, con quien ha montado el Grupo Cañadío, que ya cuenta en Madrid con cuatro restaurantes y está a punto de abrir un quinto local. Nació en Santander, pero su generosidad y humildad hacen que se sienta lebaniego, por aquella familia con la que vivió desde los 15 a los 18 años, y que le enseñaron el oficio de cocinero, los Rodríguez, más conocidos en Potes como los Wences, dueños del Hotel Valdecoro, en Potes.
–Cañadío, La Maruca, La Bien Aparecida, La Primera y ahora, para 2020, reabrirá junto a su socio Carlos Crespo la mítica Cafetería Santander. ¿Usted ha experimentado el dicho 'De Madrid al cielo'? ¿No tienen techo?
–Lo cierto es que en Madrid las cosas suceden más deprisa que en ningún otro lugar. Es la capital del mundo. Si tienes suerte, y lo que tú vendes se pone de moda, prepárate porque te van subir al cielo, porque lo va a consumir toda España. En mi caso también todo sucedió rápido. Aunque no hay que olvidar que yo llegué aquí en 2011, en plena crisis.
–¿Sintió vértigo en algún momento?
–¡Lo siento ahora! Pero cuando llegué a Madrid lo hice con mucha ilusión y ganas. Tenía un reto por delante muy bonito: traer mi ensayo de 40 años en Santander. Estaba muy seguro de lo que quería, no tanto los de mi alrededor. Lo único en contra era la crisis, aunque la pasamos bien, porque no éramos caros. Pero ahora, con todo lo que hemos crecido, tengo miedo, vértigo. La experiencia me hace ser consciente del riego que corro. Si me pasara algo en alguno de mis negocios, todo podría caer como un dominó. Pero a pesar de esto que te acabo de contar, no te puedo decir que no voy a seguir creciendo. Lo que hemos creado es una gran familia, con empleados, muchos de los cuales terminan siendo también socios, que va generando más necesidades y nuevos negocios.
–Cañadío en Santander fue el inicio de todo. ¿Para avanzar hay veces que hay que desprenderse de los orígenes?
–Esa etapa ya la pasé. Al principio sentí miedo porque estaba tan identificado conmigo, que temía que si me desprendía de ello, el negocio sufriera. Pero no fue así. Al final, el alma de Cañadío y quien le daba constancia (y lo sigue haciendo) era Teresa. Cañadío Santander no se ha enterado de mi ausencia. Al contrario, porque se beneficia de la marca que estamos creando en Madrid. Y no sólo de eso, sino de todo lo que investigamos. No dejo de hacerlo, con la ayuda de cinco chefs. Intentamos mejorar cada día todos nuestro productos, hasta las croquetas. Y ese conocimiento también se traslada a Santander. Es curioso cómo Cañadío nos ha dado una identidad cántabra en Madrid y ahora es el restaurante santanderino más madrileño que existe. En todo, no sólo en la comida.
–Su cocina arrasa en Madrid, pero las redes sociales rinden pleitesía principalmente a sus rabas, tortillas de patata y tarta de queso. ¿Tanto cuesta hacer platos tan sencillos?
–Sí. Creo que es lo más difícil. Cuando llega a mis restaurantes un cocinero que ha estado en un estrella Michelin siempre le digo que no va a aprender vanguardia ni cocina de autor, sino la complejidad de lo sencillo. ¡Qué difícil es hacer una tortilla de patata todos los días igual! Hay que perseguir la regularidad. Y con la rotación de personal que hay hoy en día en los restaurantes, es muy complicado. Este es el principal motivo del fracaso de tantos restaurantes.
–¿Qué es lo que más echa de menos de no vivir en Santander?
–El monte. El estar en contacto con la naturaleza. Las excursiones en moto. El estar en la cima de las montañas, cerca de Dios. En Madrid no es lo mismo ni me he podido organizar bien aún. No concibo la montaña sin Potes a mis pies o los Picos de Europa frente a mí.
–¿Qué queda del Paco Quirós que comenzó en las cocinas del Hotel Valdecoro, de Potes?
–Queda su parte lebaniega, que no la olvido. Llegué a casa de los Wences con 15 años, en plena adolescencia, y esa época te marca mucho. Me hice allí. Cuqui es como mi madre, y sus hijos, mis hermanos.
–¿Cómo ve la hostelería de Cantabria?
–Cada día mejor. Cuando un madrileño habla de lugares en los que se come bien, nombra a Cantabria. Siempre se ha comido bien, pero es que ahora ha evolucionado mucho y también en parte a las redes sociales. Para mí, son dos las revoluciones en la historia de la hostelería: Ferrán Adriá e Instagram.
–¿Y en Madrid?
–Hay sitios fantásticos, pero otros muchos están en manos de inversores, no de cocineros. De ahí que se ponga de moda un restaurante y no dure más de un año. Pero no les importa. Hacen caja y abren otro.
–Con Carlos Crespo hace un tándem perfecto. ¿Cómo llegaron a este equilibrio?
–Carlos y yo nos complementamos a la perfección. Él es la parte más arriesgada. Él no tiene miedo y yo, bastante. Hacemos que mi defecto sea una virtud para él y viceversa. Él es el atrevido y yo el conservador. Hacemos negocios desde que se abrió el bar Blues, en 1988, así que imagínate. No conozco a nadie más emprendedor.
–Dénos las recetas de dos platos para llevar de picnic a la playa o de excursión.
–Tengo un gran recuerdo de la ensalada de patatas en vinagreta que me llevaba mi madre a la playa. Eran patatas cocidas, con un chorro de aceite y vinagre, cebolla, aceitunas y huevo. Parecido a lo que ahora se llama periñaca. Y otro plato que llevo siempre que me invitan a un barco, por ejemplo, es una emparedado de jamón york y queso rebozado. Con el calorcito, todo se mezcla. Y no hay nada más rico. Bueno, y también una merluza rebozada.
–¿Donde me invitaría a tomar unas alubias?
–En Casa Enrique, en Solares, a tomar unos caricos.
–¿Y unas rabas?
–En el La Tucho, en Corbán.
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