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Javier San Juan aún recuerda con angustia la madrugada del 1 de junio de 2019. Su padre, José, diagnosticado de alzhéimer cinco años antes, acudió como cada mañana al centro de día al que iba por aquel entonces. Su mujer, Mariví, se quedó en casa ... esperándole y sus hijos se fueron a trabajar. «A las doce de la mañana me llamaron del centro. Que mi padre había pedido ir al baño y que había desaparecido. No le encontraban por ningún lado», cuenta Javier, que reconoce que le cuesta echar la vista atrás. «Fue horrible. Mi madre, de los nervios, no se mantenía ni en pie. Porque cuando llegó la noche, ya nos imaginamos lo peor». A las 09.00 horas del día siguiente, la Policía Municipal les llamó. Había aparecido en el Hospital Valdecilla. No todas las familias han experimentado en sus propias carnes una vivencia tan «traumática» como esta, pero sí que se enfrentan en su día a día a situaciones complicadas y pasan a convertirse en la sombra de los afectados de alzhéimer, enfermedad que apaga la memoria y que sufren alrededor de 8.000 personas en Cantabria. Y aunque parezca imposible, hay quienes consiguen hacer una lectura positiva. «Ahora no puedo pasar un día sin ver a mi padre», comenta Javier.
José, que tiene 83 años, siempre ha sido un hombre muy tranquilo y pacífico. Por eso, cuando empezó a enfadarse más a menudo y a contestar «bruscamente», sus hijos y su mujer detectaron que algo no iba bien. «La situación cada vez iba a más y pedimos cita con el neurólogo», detalla Javier. Los médicos dieron rápidamente con la causa de sus nuevas y desconocidas conductas. «Nos dijeron que tenía deterioro cognitivo, que después derivó en alzhéimer». De esto han pasado ya ocho años, y su hijo, que está con él desde que se levanta hasta que se acuesta, cuenta cómo ha cambiado su vida y la de su hermano desde entonces. «Al principio la enfermedad fue lenta. Pero desde hace tres años ha empeorado bastante. Y la pandemia ha tenido mucho que ver». Ahora José apenas habla. «Tiene días de lucidez y consigue decir algo. Pero no es coherente. Aunque nos recomendaron que diga lo que diga, sigamos su conversación para así estimularle».
Javier es realista y aunque le entristece, sabe que el alzhéimer es una enfermedad degenerativa que no tiene solución. «Es lo primero que te dicen los médicos. Es muy duro aceptar que las cosas sólo pueden ir a peor. Pero hay que vivir con ello». Desde la Asociación de Familiares de Alzhéimer de Cantabria (AFA), en el Día Mundial de apoyo a esta enfermedad, dejan claro que «el afectado no es sólo el que pierde la memoria, también lo es su cuidador», explica Luis Saiz, presidente de la entidad. Por eso, amplían la cifra de afectados en la región hasta los 21.500. La patología del cuidador -así la denominan- responde a una serie de afecciones a nivel físico, psicológico y social.
«Muchas veces los cuidadores sufren depresión, estrés, insomnio, aislamiento social...», explica Mónica Pérez, psicóloga de la asociación. Prueba de ello es que el 60% de las personas que atienden a los enfermos termina medicado por problemas psicológicos o físicos derivados de esta situación. «Es complicado el proceso de aceptación. Además mi madre ahora lo lleva muy mal porque ella también está empezando con el deterioro y se desorienta. Mi hermano y yo estamos todo el día pendientes de ellos. Qué menos...», relata San Juan, que siempre intenta disfrutar de la compañía de su padre. «Sé que me conoce. Siento que mi padre nos dice a través de su mirada lo que no puede expresar con palabras», añade.
José San Juan, que trabajó como técnico de reparación de televisores, tiene 83 años y hace ocho le diagnosticaron deterioro cognitivo. Desde entonces, la vida de sus hijos, y la de Mariví, su mujer, «ha cambiado por completo». Su hijo Javier reconoce que, a pesar de la crudeza de la enfermedad, trata de pasar el máximo tiempo posible con sus padres. «Me gusta ir todos los días a desayunar con ellos». Porque, a pesar de la crudeza de la enfermedad, «que es imparable», un abrazo y un beso de su padre «hace que me olvide de todo lo malo. Cuando se levanta cariñoso, para mí es un subidón».
La que tampoco deja sola «ni cinco minutos» a su abuela Milagros es Ana Fernández, que se turna con sus padres y su hermana para que esté «las 24 horas del día atendida». Milagros, que acaba de cumplir los 81, vivía en Ramales de la Victoria. Hace ocho años empezó a tener «pequeños despistes» y los médicos inicialmente no detectaron deterioro. «Mi abuela iba todas las tardes a jugar a la brisca con su hermana y unas amigas. Y nos comentaron que echaba cartas que no tenían sentido y que se enfadaba cuando se lo comentaban. No lo quería reconocer». Así que, tras estos episodios, el diagnóstico definitivo no tardó en llegar. «Se mudó a Santander para vivir con nosotros. Era lo más razonable».
Aunque en un principio la enfermedad no fue muy agresiva, todo cambió cuando Milagros sufrió un ictus. «Sucedió hace cuatro años. Estuvo mucho tiempo en el hospital y salió sin andar y hablando poco. Ahora va en silla de ruedas. Pero con mucho esfuerzo, hemos conseguido estimularle el habla, aunque lo que dice a veces no sea coherente». Y es que a diferencia de José, que casi no pronuncia palabra, Milagros ahora mismo es «verborreica». Así la define su nieta. «Habla por los codos». Sobre todo del pasado. «Tiene bisnietos. Y le gusta contarles anécdotas de cuando era jovencita. Eso sí. Siempre cuenta las mismas», dice Ana entre risas. Sin embargo, no se acuerda de lo que ha comido ese día. «Es difícil de entender, pero una vez pasas por el proceso de aceptación, todo es más llevadero. Incluso a veces, te tomas las cosas con humor. Es la única opción para no acabar llorando todos los días». Pues, según ella misma reconoce, es necesaria «una buena dosis de paciencia» para afrontar las circunstancias.
Hace ocho años Milagros Fernández, que acaba de cumplir 81, empezó «con pequeños despistes». Siempre ha sido una mujer muy organizada y dejaba todo ordenado, cada cosa en su sitio. «Un día no sabía dónde había puesto la cartera. Y al siguiente lo mismo», cuenta Ana Fernández, su nieta, que se ha convertido, junto a sus padres, en la sombra de su abuela, ya que es totalmente dependiente. «Va todos los días al centro para que los profesionales la estimulen y así retrasar el avance de la enfermedad lo máximo posible», dice Ana, que admira «la alegría de su abuela a pesar de las circunstancias».
La que se lleva la peor parte es Milagros Muñoz, hija de la afectada y principal cuidadora. «No sólo por la carga física que supone duchar, acostar y levantar a mi abuela. Es más la carga emocional. Esta situación ha limitado completamente su vida personal, social y laboral». Y es que las noches son duras. «Mi abuela toma muchísima medicación para dormir y así poder descansar, al menos, seis horas. Pero hay muchos días que no consigue conciliar el sueño. Y grita, llama y da golpes para que vayas a su habitación. Por eso a veces vamos a trabajar sin apenas descansar. Es muy complicado compaginarlo todo», expone.
La casa en la que viven refleja los cambios que trae consigo el azlhéimer. Ni rastro de alfombras para que no entorpezcan a la silla de ruedas -dentro de casa usa una más pequeña que la que utiliza por la calle para que entre por las puertas-, una cama articulada y un baño totalmente adaptados para facilitar su vida.
Desde la asociación observan un preocupante cambio de tendencia respecto a la edad de los afectados. «Antes lo normal era que vinieran al centro a pedir información y ayuda los pacientes con sus familiares. Ahora cada vez es más común hablar con personas que vienen solas a contar lo que les está ocurriendo. Gente que sigue trabajando y que, en algunos casos, no supera los 60 años. La media gira en torno a esa edad», explica la psicóloga.
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