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Es difícil encajar el golpe de la muerte de un ser querido por culpa del covid. Una enfermedad tan desconocida y reciente que aún no ha sido aceptada. Pero el dolor se multiplica y las explicaciones vuelan cuando esa marcha es por partida doble con una diferencia de apenas dos meses. Por más vueltas que da la cabeza, no se halla un asidero lógico al que aferrarse. Ni un motivo cabal para aceptar tanta crueldad concentrada. La familia Arnáiz Sánchez vio como su madre, María Luisa Sánchez, moría de cáncer el pasado 1 de octubre. El 5 de diciembre lo hacía su padre, Benedicto Arnáiz, como consecuencia del covid. «No quiso seguir sin mamá», afirma su hija Luisa, convertida en portavoz del resto de la familia.
Benedicto nació en un pueblo de Burgos llamado Castil de Peones. Su vida -murió con 84 años- tuvo unos orígenes humildes. Comenzó trabajando la tierra antes de recalar en Santander, donde primero fue camionero y después conductor del servicio municipal de autobuses urbanos. Sin embargo, nunca renunció a ser de pueblo. «Yo he entrado en la capital, pero no la capital en mí», solía decir. Su naturalidad, a veces, jugaba malas pasadas a los suyos. Situaciones embarazosas por la sencilla forma con la que Benedicto afrontaba la vida en la ciudad. Como aquella ocasión, relata su familia, en la que acudió con uno de sus nietos a la inauguración del túnel de Tetuán. Lo llevaba con una cuerda amarrada al triciclo, para tirar de él, y se situó por delante de los representantes políticos encargados de cortar la cinta. «Imagínense el momento, no crean que se apartó. ¡Vamos, que el túnel lo inauguró él!», cuenta Luisa.
En otra ocasión, un grupo de reporteros le abordaron en la playa de El Sardinero, a donde acudía a bañarse a diario, en verano y en invierno, siempre que podía. Eran del programa 'Ola, ola' de la cadena Cuatro que visitaban los arenales del país. «Les dijo que era el abuelo de Santander, así de orgulloso se sentía de la ciudad que le acogió», añade. A Benedicto siempre le tiró su pueblo. En vacaciones siempre visitaba Castil de Peones con la familia. Le gustaba presumir de sus orígenes y contar historias a sus nietos. Aún recuerdan una en concreto. La del día en que su padre, el abuelo de Luisa, decidió llevarlo a la feria de Reinosa para vender un par de bueyes. Hicieron el trayecto en varias jornadas a pie. Durmieron en el Páramo de Masa, donde Benedicto pasó miedo al escuchar aullar a los lobos. «A su padre le dio tanta pena lo cansado que estaba cuando llegó que, con parte del dinero de la venta, le compró un billete de autobús para que regresara al pueblo. Cuando llegó, le tuvieron que ayudar a bajar porque se le habían quedado agarrotadas las piernas de tanto esfuerzo que había hecho», rememora Luisa.
Benedicto estuvo casado con María Luisa, su gran amor, más de sesenta años. Se conocieron en la casa en la que servía ella. Formaron una gran familia compuesta por siete hijos y siete nietos. María Luisa fue una luchadora incansable. «Aunque se dedicaba a criar los hijos de otros, nunca nos desatendió», cuenta su hija. Se encargó de su madre y de sus suegros cuando la correspondió pese a que ya vivían nueve personas en un pequeño piso de setenta metros cuadrados.
También le tocó luchar por una de sus hijas, que enfermó cuando tenía cinco años y estuvo un par de meses en cama. Otra de ellas se quedó embarazada con quince años y tuvo un hijo, el nieto del triciclo al que Benedicto llevó para que inaugurara el túnel de Tetuán. «No crean ustedes que corrió a casarla a pesar de los años que en que vivíamos. Ella le dijo que no, que no lo hiciera, que no había necesidad, que era muy joven. Le dieron igual las habladurías. Y en casa se quedó con su hijo, que mis padres ayudaron a criar como uno más», relata Luisa.
En esa época Benedicto conducía un camión. Se pasaba semanas e incluso meses fuera de casa. «Yo nací en el baño de casa. Como mi madre estaba sola, mandó a mi hermano pequeño de dos años a buscar a la vecina para que avisase al médico. ¡La que se organizó! Aún hoy me lo recuerda nuestra vecina de toda la vida. Esa noche llegó nuestro padre y en la cuna encontró al nuevo miembro de la familia», explica Luisa.
La mayor aspiración de María Luisa era que su marido se jubilase para poder viajar juntos. No tenían grandes aspiraciones. Su ilusión era poder ir a Burgos para encontrarse con su hermana. «Pero la vida a veces es injusta y poco antes de retirarse nuestro padre, ella enfermó y arrastró su enfermedad durante el resto de su vida», cuenta su familia. Pero María Luisa no se amedrentó. Consciente de que le quedaba poco, cuentan, se dedicó a dar instrucciones a los suyos antes de marcharse. «A su único hijo varón, que cuidara de sus hermanas, sobre todo de las dos más pequeñas que, al no tener pareja, le parecía que necesitaban un hombre en su vida. Ya saben, cosas de la edad. A nuestra hermana la mayor le encargó llamarnos a todos cada semana como hacía ella. Y a todos, que cuidáramos de nuestro padre, porque se iba con pena por dejarlo aquí», relata Luisa. Así transcurrieron los últimos días de María Luisa.
Un par de meses después murió su marido. «Nos hemos quedado huérfanos. Que estén juntos allí donde se encuentren ahora, es algo que nos consuela. Pero el dolor que sentimos tardará mucho en abandonarnos», concluye Luisa, en boca de sus hermanos.
Correo electrónico de contactoSi ha perdido a un ser querido y quiere contar su historia, puede escribir al correo: homenaje@eldiariomontanes.es
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