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«Asómate ahí abajo, ¿lo ves?». Aún no ha cerrado la puerta de acceso, y el conservador de las cuevas de Puente Viesgo, Raúl Gutiérrez, te invita a mirar a una profundidad abstracta. No, no lo ves; es imposible ver el fondo sin tener que ... agarrarte porque hay una fuerza que te succiona. Hay quien lo llama vértigo, en realidad es la imposibilidad de asomarse a una grandeza mayor de la que la mente es capaz de asumir. La sima que uno se encuentra nada más entrar a la cueva de Chimeneas es tan profunda que solo cabe adivinarla; precisamente esa forma es lo que da el nombre a la cavidad, una de las cuatro del Monte del Castillo, en Puente Viesgo, declaradas Patrimonio de la Unesco en 2008. Hay 65 cuevas de Cantabria con restos arqueológicos, pero sólo en siete hay visitas programadas. Chimeneas no es una de ellas, su entrada es de «carácter especial»: «Desde mediados de octubre a mediados de marzo, acceden tres personas con un guía, una semana sí y una no, y la lista de espera es de más de dos años». ¿La razón? Su compleja y fastuosa morfología la hacen única pero también inaccesible a grandes grupos, ya que la ubicación de las pinturas está en lugares tan recónditos como sensibles.
Raúl Gutiérrez lleva un foco en la frente, y una vez cierra tras de sí la puerta verde de metal, lo enciende y empieza la visita que la Dirección General de Cultura ha autorizado a El Diario Montañés, con el fin de mostrar el patrimonio que no está a la vista por razones de conservación. «Ten cuidado», dice el guía, y antes de bajar el primer tramo de escaleras ya advierte que será la frase que «más repita» durante la hora larga que durará la visita: «No es una cueva fácil, aunque esté preparada». De hecho, en la visita indicará incluso dónde hay que poner la mano para apoyarse y avanzar por zonas angostas sin dejar marcas ni daños. «La cueva está cerrada a las visitas ordinarias por seguridad», dice Raúl Gutiérrez, y mientras empieza el descenso te preguntas si la seguridad a la que se refiere es la que vela por conservar las pinturas y los grabados, o es la tuya propia ante formas puntiagudas que empiezan a asomar mientras desciendes «más de 120 escalones» y te mueves entre columnas de piedra y pozos infinitos fruto del paisaje horadado por el agua en la roca caliza.
1. El Castillo (Puente Viesgo) Abierta todo el año. Patrimonio de la Humanidad. Visitas en grupo máximo 15 personas. Fácil acceso.
2. Monedas (Puente Viesgo) Abierta todo el año. Patrimonio de la Humanidad. Visitas en grupo máximo 15 personas. Fácil acceso.
3. Chufín (Rionansa) Visitas de junio a septiembre. Máximo 6 personas por visita. Patrimonio de la Unesco.
4. Hornos de la Peña (San Felices de Buelna) Patrimonio de la Unesco. Abierta todo el año, visita sujeta a reserva previa, máximo cuatro personas por grupo. Acceso con casco.
5. El Pendo (Escobedo de Camargo) Visitas todo el año. Cupo de 20 personas. Fácil acceso. Patrimonio de la Unesco.
6. Cullalvera (Ramales de la Victoria) Contiene arte rupestre paleolítico, no se visita, al quedar fuera del recorrido visitable. Fácil acceso.
7. Covalanas (Ramales de la Victoria) Grupos máximo 8 personas. Visitas todo el año. Fácil acceso. Patrimonio de la Unesco.
Las estalactitas y las estalagmitas convierten la primera parte de la cueva en un bosque de piedras verticales; algunas tienen en la punta la gota de agua suspendida; una perla que con el tiempo -y acumuladas por el filtrado de miles de años- contribuyen a crear ese paisaje de ficción, alumbrado por el haz artificial de las linternas. El paisaje es algo inédito, hasta la oscuridad. Por eso, el guía te invita a apagar la luz. Él lo hace en su frontal. Luego lo haces tú con la de mano. Y efectivamente descubres que es una oscuridad más densa de lo normal, como si te rodeara una masa viscosa que te engulle sin más referencias que tener los pies sobre algo sólido. Es tan negro que no huele a nada, es un negro frío. Así que enseguida enciendes la luz; ver de nuevo reconforta como respirar tras una apnea. Ahí están los escalones, los sigues, y después, el camino que se inventa sobre formas acuosas y entre cúmulos de piedra de color turrón; todo tiene ese marrón como lechoso, incluso hay zonas en las que un velo centelleante las cubre como si fuera una capa de nata y escarcha. «El color blanco es por el carbonato cálcico que se precipita, por la descomposición de la roca caliza», dice la ciencia, pero es imposible no compararlo con helados gigantes; el escenario donde Tim Burton podría reinventar a Willy Wonka aún más hiperbólico.
Las formas de Chimeneas rozan la fantasía y sólo admites que es real cuando ves en las paredes algunos insectos que por accidente han aparecido ahí. Y ahí viven. «De las que tenemos topografiadas en el Monte del Castillo, es de las más grandes, y junto con Monedas, es de las cuevas con arte con las formaciones geológicas más espectaculares», dice Raúl Gutiérrez, y mientras habla, el dióxido que exhala se hace visible en el halo de luz de su frente. La evidencia está ante nosotros con estalagmitas que parecen medusas de piedra traslúcida, pajitas huecas que en de pieza parecen alas de insecto; 'excéntricas' que desparraman sus puntas hacia todos los lados; brillos de ocres dorados entre la absoluta oscuridad. Ese es el paisaje bajo nuestra tierra. Pero aún queda más.
«La cueva tiene dos galerías, una superior por la que accedemos ahora por la que, en teoría, los paleolíticos no tuvieron acceso, y una galería inferior donde está la pintura y los grabados», explica Raúl Gutiérrez cuando el camino deja de bajar y se abre hacia los lados como una plaza de techos bajos: decenas de estalactitas apuntan a la cabeza como lanceros camuflados. «Hace dos años se hizo la topografía y el escaneado y es una cueva gigantesca. Yo lo comparo con las raíces de un árbol, porque es una cueva que tiene muchas ramificaciones, con salas grandes, zonas de gateras donde hay que ir reptando y por la que accedes a una galería más amplia».
Ahora no hay que reptar porque en los años 50, cuando se descubrió la cueva, la habilitaron para las visitas, pero de una forma impensable hoy en día al usar mampostería, cemento, pero no iluminación, a diferencia de Castillo y Monedas. Incluso algún aventurado grabó una letra M con una piedra sobre la superficie arenosa de una pared. «Hace al menos 40 años que no se hacen visitas», dice el conservador.
En la planta inferior es donde se ubica la entrada natural a la cueva, la que usaban sus habitantes y que quedó sepultada por un derrumbe. Desde dentro, el guía lo muestra. Y es ahí, desde ese frente, al avanzar unos cien metros hacia el interior, cuando empieza el juego de escorzos que requiere la máxima atención para no dañar pinturas ni tampoco espaldas. Entonces empieza el juego. Para ver los primeros 'macarroni' (marcas en la roca con sílex o con las propias manos) hay que agacharse y descubrir la forma sobre el fondo. Miras y ves pared, hasta que surge la forma: ahí está el hueco dejado por los dedos hace miles de años, las huellas que arañaron la pared en el Paleolítico.
Avanzáis hacia otra zona y repite: «Con cuidado, agáchate y date la vuelta». Y con las puntas de piedra incrustadas en la espalda, surge a escasos centímetros de ti un panel de cérvidos, uros y un rebeco grabados con ojos abiertos, ejemplares sin boca a veces, las orejas pendientes de algo: «Fíjate en cómo jugaban con la forma de la propia roca para darle verosimilitud a la figura», dice. Y es cierto, porque basta con imaginar la iluminación tintineante que usaban para comprobar que esas figuras se movían ante ellos. La pregunta se impone en ese instante: ¿Por qué pintaban ahí y no en un lugar más accesible, qué pretendían esconder o evocar? Ahí es donde empieza la leyenda y la hipótesis, el mito de la interpretación. De frente entonces aparecen las figuras geométricas; ¿el cierre de un lugar, alegorías mágicas? ¿Cómo interpretarlo si justo detrás, donde no llega la vista, aguarda una forma animal del arte rupestre?
Para entrar se puede hacer reptando o por un lateral, y es por ahí por donde el guía accede. La roca tiene forma de útero, te dice. Y lo confirmas mientras caminas intentando no tocar las paredes estrechas: el milagro de lo que perdura te roza la ropa que está hecha para no durar; avanzas consciente de que dejas una mancha invisible en la piedra solo con respirar. Como si recorrieras por dentro la cáscara de un caracol gigante, accedes a un último hueco, pero no hay salida, y en vez de eso, surge imponente la figura de un animal. Parece moverse, pero en realidad es tu linterna la que está temblando al iluminar un ciervo de proporciones exquisitas. Apenas son unas líneas, pero ese ciervo funciona en la mente como la buena literatura; la que evoca en ti todas las historias posibles al decir sólo lo indispensable.
Si solo fuera un ciervo, la belleza contendría todo el mérito. Pero ahí adentro, en lo que los guías llaman «camarín de los ciervos», cinco ejemplares representan las distintas edades, con sus cuernos de distinto tamaño, mirándose unos a otros, en una posición que uno busca interpretar para encontrar el sentido a lo que aquel habitante de la cueva quería contar, el relato que hoy en día seguimos buscando en reportajes como este, en libros, en el carbono 14 y sus dataciones.
Es difícil hacer el camino de vuelta después de haber visto las formas pintadas, incluso hay una cabra que tiene el cuello alzado y parece estar comiendo unas bayas que son en verdad protuberancias adheridas a la piedra. ¿Coincidencia? ¿Ya tenían esa capacidad de abstracción? Todo son dudas. El frío y algo emocional hace que las rodillas respondan serias cuando enfilan las 120 escaleras. Arriba sigue la puerta verde cerrada. Las manchas que te llevas tras haberte agachado para ver lo invisible te recuerdan algo cuando sales a la luz, al calor. El paisaje vuelve a ser real. Te crees lo que estás viendo, pero después de mirar el fondo de Chimeneas, ahora la realidad tiene algo como de mentira.
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