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La historia de Cantabria como región autónoma corre pareja a su trayectoria como región europea. El Estatuto de Autonomía entró en vigor a principios de 1982; el tratado de adhesión de España a la Unión Europea, a principios de 1986.
La pregunta más natural es ... esta: ¿Qué tal nos ha ido desde entonces? La autonomía no ha dejado de ampliarse hasta asumir en este siglo competencias de largo alcance como la sanidad y la educación. La pertenencia al espacio común europeo ha representado la inyección de muchos millones de Bruselas en ayudas al desarrollo, aparte de ofrecer a nuestras empresas un mercado continental abierto. Raro sería que todo esto hubiese conducido a un retroceso absoluto, a una catástrofe bíblica. Naturalmente que no: Cantabria ha progresado en estos treinta años.
Por ello la pregunta tiene que precisarse un poco más. ¿Hemos progresado de acuerdo con las expectativas? ¿Qué tal lo hemos hecho en comparación con otras regiones de España que, como nosotros, compartieron desarrollo autonómico e integración europea?
Hay un estudio reciente que sugiere una clara respuesta a estas cuestiones, y me temo que su contenido no nos va a gustar. En estos 30 años Cantabria ha pasado de tener el 103% del PIB por habitante medio de España a solo el 91%. Y esto es consecuencia de que Asturias y Cantabria son las economías que menos han crecido en estas tres décadas. Mientras España ha crecido un 93% (es decir, su economía casi se ha duplicado), Cantabria lo ha hecho solo un 56%, únicamente por encima del triste 39% asturiano. Castilla creció un 64%, Euskadi un 79% y Rioja un 110%.
Así lo aseguran César Cantalapiedra y Ricardo Pedraz en el libro recientemente publicado por Analistas Financieros Internacionales (AFI) sobre la evolución de la economía de 1987 a 2017. Como se recordará, el presidente de AFI, Emilio Ontiveros, fue designado en esta legislatura por el Gobierno PRC-PSOE como economista de referencia en el Foro por la Modernización de Cantabria.
Hay una lectura paliativa: ¿Qué habría sido de Cantabria sin el plus de gasto representado por las instituciones autonómicas y por los fondos estructurales y de cohesión? Nuestro estatus nos ha protegido quizá de una debacle sísmica. Pero la lectura profunda debe ser mucho más autocrítica (igual que en Asturias). No se han cumplido ni las grandes promesas de la autonomía ni las grandes promesas de Europa. Nada de ello ha servido para conservarnos en un 103% de la media nacional, una región debidamente próspera. Repensar la autonomía y la manera en que estamos integrados en Europa es una obligación a la vista de estos resultados.
Es muy difícil que nuestra autonomía se pueda concentrar en la política económica cuando su presupuesto está condicionado de forma intensa por servicios como la sanidad y la educación. Cada vez somos más los españoles que pensamos que destruir el espacio común en ambas competencias, al tiempo que abríamos nuestras fronteras a la libre circulación de personas, mercancías y capitales de otros países, fue un grave error estratégico. Cualquiera que esté en el asunto sanitario lo reconoce, pero nadie lo dice públicamente porque no es popular, ni da votos, ni precisamente aplausos en las redes sociales. En virtud de esa espiral de silencio, por ejemplo, hemos estado pagando innecesariamente más caros los medicamentos por no comprarlos entre todos para sacar mejores precios. Las farmacéuticas han sido y son muy felices con el estado autonómico.
Y estos problemas se producen en todo el sistema; por ejemplo, en recursos humanos o en carteras de servicios. Las autonomías sensatas tienen que sentarse con el Ministerio de Sanidad para reconstruir un vigoroso espacio común a través de acuerdos de coordinación inter-autonómica. Les va en ello no solo la calidad sanitaria, sino también la capacidad de hacer política económica efectiva.
PISA está muy lejos de demostrar que nuestra educación no universitaria haya mejorado sustancialmente al ser transferida. La comparación con los castellanos, líderes nacionales, sonroja. Otra cosa puede decirse de la Universidad de Cantabria (UC), que ha sabido entender que si se quedaba parada acabaría bajando la persiana. Sin embargo, se aceleran los nuevos formatos de estudios superiores y la región no podrá soportar mucho tiempo la sobrecarga de títulos universitarios y el déficit de títulos de FP; es decir, la disimetría respecto del mercado formativo y laboral alemán, que marca la pauta de la zona euro. La UC debe aprovechar el margen de actuación que se ha construido: no es eterno y las universidades pueden acabar dentro de un tiempo como las cajas de ahorros, con una gran reestructuración.
La autonomía de Cantabria necesita un Libro Blanco sobre sus próximos treinta años si no quiere seguir arrastrada por unas inercias estructurales que van a agudizarse por la evolución demográfica. En cuanto a nuestro carácter europeo, el chaparrón de millones nos acostumbró a ver la Unión como un tío millonario que nos sacaba de todas y no como un proyecto vital que podemos configurar con nuestras propias iniciativas. El estudio de AFI calcula que hemos recibido más de 2.000 euros por habitante en ayudas europeas.
Europa, por otro lado, ha implicado una fuerte reconversión industrial y ganadera en Cantabria, precisamente dos motores fundamentales de empleo y de superioridad en renta por habitante durante los años del desarrollismo. No está claro que hayamos sabido aprovechar el mercado común en todo su potencial. El campo languidece y se vacía. La industria se ha hecho más productiva y exportadora, pero utiliza menos mano de obra y una parte no desdeñable está escribiendo sus balances en la arena del medio plazo.
Así que pasen otros 30 años seremos el sur del norte si no hacemos nada para mejorar la autonomía y la ‘europeanía’. España creció un 93% y nosotros un 56%, ¿qué más argumentos necesitamos?
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