«Ya estoy a un paso de acabar encamado y que una máquina respire por mí, quiero evitarlo y morir ahora de forma dulce»
EUTANASIA | TESTIMONIO ·
A unos días de cumplir los 57 años, el cántabro Donato Incera relata a El Diario Montañés por qué pide la eutanasia. No recuerda lo que es vivir sin dolor. La distrofia muscular que va apagando su cuerpo «ha cogido carrerilla»
Desde que este verano entró en vigor la Ley de eutanasia, la Consejería de Sanidad ha recibido varias peticiones de pacientes de Cantabria que optan por acogerse a esta prestación médica y adelantar su final para acabar con su sufrimiento. A continuación, una de estas personas comparte su vivencia y explica qué le ha llevado a pedir su muerte.
«¿Qué si se está preparado para morir? A mí me ha ido preparando la vida en este proceso de deterioro físico. Cuando llegas al extremo de pensar en la eutanasia es porque las mismas circunstancias te llevan hacia ahí. Estoy a un paso de acabar encamado y que una máquina respire por mí, eso no es vida; quiero evitarlo, optar por una muerte dulce, natural, digna... y estar consciente cuando llegue ese momento». A unos días de cumplir los 57 años, el cántabro Donato Incera, Tito como cariñosamente le conocen los suyos, ha iniciado el proceso para recibir la prestación médica para morir. «Estoy muy cansado de sufrir». Una decisión «más que meditada» y que «no ha sido difícil de tomar», admite. Le ha empujado la culpable de su calvario, una distrofia muscular de cinturas, congénita, que ha ido apagando su cuerpo de forma lenta y progresiva y que «últimamente ha cogido carrerilla». Su testimonio es el primero que se publica en Cantabria, desde la reciente aprobación de la Ley de la eutanasia –son varias las peticiones en curso–. Y accede a compartirlo con El Diario Montañés en una sosegada conversación en su casa, donde se entremezclan los recuerdos más tristes con las ilusiones truncadas por la enfermedad crónica que ha lastrado su vida y que ahora le conduce a adelantar su despedida. Una charla distendida y conmovedora donde también cabe la reivindicación «para los que vienen detrás, porque en los servicios sociales queda mucho camino por recorrer para hacer más fácil la vida de las personas con discapacidad», y en la que hay pausas de silencio entre frases, no tanto para pensar las respuestas de la entrevista (no hay dudas), sino para ayudar a sus desgastados pulmones a coger aire. «Me duele hasta respirar», confiesa.
«Debería estar ya conectado a una máquina las 24 horas del día, pero estoy aguantando, porque en cuanto me la ponga no me la podré quitar ya; y ahora que ya está el proceso en marcha no tiene sentido». Mientras habla, con serenidad y resignación, de cómo afronta esta fase final de su lucha, se frota las manos con cierto nerviosismo, a sabiendas de que «mis brazos están a punto de claudicar». Sus piernas ya lo hicieron hace más de veinte años, que fue cuando la silla de ruedas pasó a ser su compañera inseparable de rutinas. «El primer día que me senté en ella fue liberalizador. Dije: 'Ya no me caigo, aquí estoy seguro'. Me dio descanso y más posibilidades para moverme». Y esboza una irónica sonrisa. En ese punto, recuerda cuando aún caminaba «pegadito a la pared» para poder agarrarse si una racha de viento le jugaba una mala pasada. «Si me caía, ya no me levantaba. Era muy fatigoso, muchísimo estrés. He esquivado la muerte en muchas ocasiones». Para paliar esa creciente inestabilidad, «tenía que andar con las manos metidas en los bolsillos para así aguantar la cintura».
«Luchar por morir de una manera digna considero que también es luchar por la vida. La muerte forma parte de la propia vida»
decisión
Se ha imaginado mil veces cómo hubiera sido su vida si aquel «gen defectuoso», que hace que su cerebelo dé las órdenes equivocadas y propicie que sus músculos se debiliten, no se hubiera cruzado en ella. Pero no tuvo opción. «Desde bien pequeño surgieron los problemas. Mis padres enseguida empezaron a preocuparse porque no andaba bien. Decían: 'A este niño le pasa algo'. Claro, cuando aquello, no había tanta información. En estos años ha evolucionado la ciencia y en un futuro habrá cosas interesantes –ahora es posible, por ejemplo, tener un embarazo terapéutico y que tus hijos nazcan sanos–, pero solucionar esta enfermedad es imposible», señala.
La escasa tregua que le dio, «hasta que mis articulaciones empezaron a desmoronarse», le permitió terminar la Diplomatura en Trabajo Social y ejercer durante unos años. «Cuando ya empecé a necesitar ayuda hasta para apearme del coche (un vehículo adaptado con plataforma elevadora y embrague automático), pasé a trabajar de administrativo en una empresa familiar». El avance de la distrofia muscular puso fin sin piedad a su trayectoria laboral. «Desde entonces, necesito ayuda las 24 horas del día. A partir de 2002, cuando ya no pudo ayudarme mi madre, comencé a tener una persona conmigo de forma permanente de lunes a viernes, y otra los fines de semana, porque mis necesidades básicas son iguales cada día. Y muchas veces las tengo en precario, a 50 euros el día, porque no hay la posibilidad normativa en los servicios sociales de acceder a asistencia personal. Multiplica, con una pensión por invalidez de 1.600 euros, no salen las cuentas. Y gracias a que vivo con mi hermana y ella asume los gastos de la casa, la comida y el consumo energético (silla de ruedas, cama y grúa eléctricas, más las dos máquinas para oxigenarme, una por la mañana y la que uso por la noche). Yo me he arruinado con los asistentes personales, porque la ayuda de la ley de dependencia que recibo son 44,26 euros ¡al mes! Podía haber pagado la hipoteca de un piso con lo que he gastado en que me cuiden, pero no tengo nada. Esa cosa básica de tomar tus propias decisiones, de madurar, de tener una vida autónoma, no lo he podido disfrutar nunca», lamenta.
«Tiene el mismo valor mi decisión de la eutanasia que la de la persona que decide continuar viviendo hasta el último momento»
respeto
«La alternativa que me dan los servicios sociales es irme a una residencia. ¿Por qué? Si ya hemos adaptado mi casa.Si salgo de aquí, estoy perdido. Te reconozco que si hubiera tenido la oportunidad de acceder a un recurso de vivienda accesible, en el que hacer una vida 'normal' (la aspiración de toda persona con discapacidad), posiblemente hubiera apurado más el tiempo, hubiese alargado un poco mi vida. Pero también para vivir hay que tener motivaciones», destaca. Y aprieta los ojos para aliviar el dolor de los músculos de su cara, un gesto que repite con frecuencia mientras escoge las palabras para justificar su decisión.
«La vida es relativa»
«Es que llegado a este punto, la vida es relativa». Y lo afirma una persona que se declara «optimista, alegre y muy vital. A mí me gusta la vida, pero la distrofia muscular eso te lo tumba». La transferencia, cada tarde, de la silla a la cama «me revienta», «en esta enfermedad el dolor es permanente. Siempre está». Y a la inversa, cuando se levanta cada mañana, es «como si te hubieran dado una paliza por la noche». «Aún me lavo la cara con una esponja y me cepillo los dientes yo mismo, aunque tarde un montón, porque el primer día que deje de hacerlo, ya no podré volver atrás. Sé que lo que me queda por delante es un sufrimiento mayor –el siguiente paso es una traqueotomía y pasar a vivir tumbado en una cama–, y es absurdo, no quiero llegar a eso», defiende, aunque aclara que «tiene el mismo valor la persona que quiere luchar por su vida hasta el último segundo. Yo no quiero con mi opinión tratar de convencer a nadie, para nada. La decisión de aplicar la eutanasia es personal y muy íntima. Tiene que ser uno mismo. No puede interferir nadie más».
«Necesito un asistente personal las 24 horas. Yo me he arruinado con este gasto diario, ha sido como una hipoteca»
limitaciones
Como llevaba tiempo dando prioridad a esta opción en su cabeza –así se lo había transmitido a su familia–, en cuanto la ley entró en vigor no tardó en planteárselo a su médico de confianza. «Como pronto, esperaré cuatro meses para conseguir la prestación, porque en el sistema sanitario, si no es urgente, no tienen prisa». Un margen abierto al cambio de parecer hasta el último minuto. «Eso me dice mi médico. No soy de piedra, el instinto de supervivencia está ahí, pero hoy por hoy estoy decidido, quiero seguir adelante. Quiero morir en el Hospital Valdecilla y donar mis órganos, si es que creen que se pueden aprovechar; si no, ya he dicho que utilicen mi cuerpo para investigar». Mientras espera a que la tramitación siga su curso –aún tiene que hacer una segunda solicitud de confirmación y pasar por la evaluación de la comisión ética–, piensa en las cosas que quiere dejar «atadas» y en las despedidas que no pueden quedar pendientes.
Eso sí, cruza los dedos para que entretanto su vesícula, que ya empezó a fallar este verano, no le haga pasar por otra crisis. «Me tendrían que operar para quitarla, pero el riesgo que corro es que esa intervención me lleve antes de tiempo a la traqueotomía. Los cirujanos no se atreven a operar, si no admito esa posibilidad. Yo estaba dispuesto a hacer ese esfuerzo, pero ellos, no».
«El día que me senté por primera vez en la silla de ruedas fue liberalizador; descansé y me empecé a mover con seguridad»
deterioro
Sin miedo
Para Incera, la aprobación de la Ley de eutanasia en España «me cambió la perspectiva. Contar con la posibilidad de tener, de una manera natural y dulce, una muerte digna es un alivio. Para mí, ha supuesto un descanso psicológico y emocional». Ahora, lo que le da «pavor» no es pensar en el día que haga efectiva su decisión –por esa parte se muestra «tranquilo», ya que «no le tengo miedo a este momento»–, sino pensar que «este derecho se pueda volver a quitar por decisiones políticas. Eso sí me genera estrés. Deberían dejarlo en paz y que sean las personas las que decidan sobre su vida, sobre todo cuando tienen encima unas circunstancias muy determinadas».
Aunque aún no tiene respuesta oficial a su petición, «cumplo todos los requisitos para que me lo concedan», añade. «La distrofia muscular te da dolores siempre, de forma permanente. Y no te digo nada cuando tengo una crisis, una contractura, una rotura... Entonces me deja inválido en la cama hasta que viene el médico y me pone un jeringón de medicación para calmar los dolores. Hay días más llevaderos que otros, pero el dolor está ahí siempre, convives con él».
«No tengo miedo a ese momento final, mi miedo es acabar encamado, con una traqueotomía, y pasar un sufrimiento absurdo»
panorama
Si no hubiera padecido esta enfermedad, «hoy sería piloto de algún medio de transporte grande: avión, barco... algo de eso; o conductor de un trailer». Para viajar lejos, «porque lo de viajar...». «Viviendo en el mundo rural, los desplazamientos suponen otro problema añadido. Se te cierran las puertas de una manera alucinante. Primero para encontrar un taxi adaptado con capacidad para el tipo de silla de ruedas que yo utilizo (no vale cualquiera) y después por el elevado precio del viaje». Desplazarse hasta Santander para cualquier trámite, desde su pueblo, a unos 50 kilómetros de distancia, le supone «160 euros».
Su familia aún intenta asumir la decisión que ha tomado, pero se ponen en su piel y «le entendemos. Lleva mucho sufrimiento pasado. Su mayor miedo es acabar en la cama sin poder levantarse», reconoce su hermana, que le acompañará en el proceso. «Aún estoy pendiente de unos análisis genéticos que me han hecho», dice él, «para diagnosticar de forma certera el tipo de distrofia muscular que tengo. No por mí, ya no es algo que me preocupe, quizá le interese más a mi familia, por tenerlo en cuenta, aunque siempre me han dicho que es una herencia autosómica recesiva (dos copias mutadas de un mismo gen –una de cada padre–) y que quien lo ha padecido por primera vez soy yo».
«Quiero morir en el Hospital Valdecilla y donar mis órganos, si es que aún sirven; si no, mi cuerpo para investigar»
Elección
«Recuerdo que la adolescencia y la juventud fue terrible, porque esto se asume más tarde. Al final, te vas adaptando a los dolores, porque no te queda más remedio. Pero ya estoy muy cansado de luchar. Y creo que luchar por morir es también luchar por la vida. La muerte forma parte de la vida», reflexiona. «Tal vez si tuviera familia –está soltero y sin hijos–, mi planteamiento fuera otro a estas alturas, no lo sé. Si me ha parecido interesante esta entrevista es porque creo que es conveniente que se sepan las dificultades que tenemos las personas con discapacidad en esta sociedad llena de barreras. Cuesta mucho adaptarse». Y no hay que perder de vista, añade, que «la edad a todos nos llevará a tener algún tipo de necesidad. Lo que se avance en mejoras va a beneficiar a todos», resalta.
«La falta de movilidad te limita muchísimo, es una enfermedad súper agotadora, querer y no poder moverte es... ¡oh, Dios!». Y la conversación por sí sola vuelve al principio: «Te planteas: ¿Me merece la pena seguir así? En esta vida sobre todo he aprendido a perder. ¡Uf! Eso es lo mejor que he aprendido». Y el silencio vuelve a colarse en el salón.
Un proceso que requiere dos solicitudes del paciente y la valoración de un comité
Hace un mes, la Dirección General de Ordenación, Farmacia e Inspección de la Consejería de Sanidad, que es la encargada de regular la prestación médica para morir –tras la entrada en vigor de la ley el pasado junio–, empezó a tramitar las primeras solicitudes en Cantabria, aunque nunca se ha desvelado el alcance de la demanda en esta fase inicial. Para optar a la eutanasia tienen que darse una serie de requisitos que la normativa define como «contexto eutanásico», esto es, que la persona que lo solicita esté en una situación de padecimiento grave, crónico e imposibilitante o de enfermedad grave e incurable, con un sufrimiento insoportable y sin alivio posible.
Una vez transcurridos los plazos y las comprobaciones establecidas en el Manual de Buenas Prácticas, está en manos del propio paciente decidir la modalidad para morir –bien que le sea administrada esa medicación final por el equipo asistencial asignado (vía intravenosa) o hacerlo él mismo (vía oral) con el asesoramiento necesario, aunque en todo caso será en presencia de personal sanitario– y el lugar en el que quiere despedirse de la vida, ya sea el hospital, su propia casa o incluso una residencia de mayores si ese fuera su hogar. Para activar el engranaje, el primer paso es trasladar al médico de confianza la petición –el documento está disponible para descargar de la página web de la Consejería, junto a la documentación de la ley–. El paciente deberá confirmar la solicitud dos semanas después, tras ese primer periodo de deliberación. Y si decide continuar con el proceso, deberá firmar el consentimiento informado.
A partir de ahí, participarán también el médico consultor, que le examinará y se asegurará de que cumple con los requisitos tras conocer su historia clínica; y la comisión de garantía y evaluación, que estudiará la documentación clínica y las peticiones de eutanasia. Será después de tramitarse la segunda petición cuando entre en juego el equipo asistencial, formado por diferentes profesionales sanitarios (médicos, enfermeras, psicólogos, farmacéuticos...), que apoyarán al facultativo responsable y al paciente hasta el momento final. En el supuesto de que los dos médicos que manejan el caso –el de referencia y el consultor– no se pongan de acuerdo, es labor de la comisión resolver esas discrepancias.
Los profesionales, por su parte, trasladarán a esta comisión las dudas que se puedan generar durante el procedimiento, sin perder de vista que otro elemento que ha quedado regulado por ley es la objeción de conciencia. El manual establece que, una vez concedida la prestación por la comisión de garantía y evaluación, el médico responsable y el paciente acordarán el «tiempo y la forma» en la que se llevará a cabo. Yestablece que «el momento adecuado en el que se debe prestar la ayuda para morir debe estar presidido por la delicadeza, circunspección y trascendencia del acto».
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