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El pilar recuerda el espacio donde estaba su piso. Carolina se ha mudado a la parte que sigue en pie. R.Ruiz
Perder un hogar sin despedirse

Perder un hogar sin despedirse

Dura experiencia ·

La tragedia de los vecinos de La Palma por el volcán hace aflorar los recuerdos de los que perdieron su casa y toda la vida que hay dentro en un abrir y cerrar de ojos. Un derrumbe, un argayo y un incendio. Tres crudas historias en Cantabria

Álvaro Machín

Santander

Domingo, 26 de septiembre 2021, 16:25

Carolina Sánchez | Derrumbe de la calle Sol (Santander)

«Lo que te entran son ganas de irte a tu casa a llorar, pero ya no tienes casa»

Iban todos los días a ver qué sacaban. Cuando los operarios encontraban algo entre los escombros, lo metían en una caseta de obra. Ella reconoció algún libro, fotos rotas... «Siguen impregnados de una mezcla de cemento y porquería que no se va, ni cepillando». Carolina Sánchez metió todo eso en una caja. La conserva, pero no la abre. «No sé qué haré con ella». Al ver lo que sucede en La Palma «todo se remueve». «Sacan las imágenes de la gente llorando y me parece un poco como enseñar una pasarela del dolor. No me gusta eso. Tienen la desgracia de no poder ir a su casa a llorar. No sabéis el sentimiento que hay dentro. Yo también me hubiera ido a mi casa a llorar, pero ya no tenía casa». Se vino abajo hace ahora poco más de cuatro años. En el derrumbe de la calle del Sol.

«Te despiertan unos ruidos extraños. Como si se quebraran cosas o arañasen la pared. Abres los ojos y ves tu habitación llena de grietas. Te quedas paralizada». Los bomberos le dijeron que llevase las llaves y se fuese a esperar a la calle. Ella pudo subir «diez o quince minutos» para coger lo básico. «Un neceser, documentación, alguna cosa de valor de pequeño tamaño». Pero, en general, sólo lo que uno piensa que puede hacerle falta para un día. Lo que cabía en una maleta. Iban a intentar apuntalar, pensaban que volverían a subir... «Cuando fueron a entrar los del tercer piso –el suyo era el primero– un bombero tocó el silbato para avisar y salieron corriendo». Todo se vino abajo. Adiós.

«Pierdes tu casa, por supuesto. Tu patrimonio, el sitio en el que vives. Pero, sobre todo, pierdes tu hogar, tu historia, lo que has ido acumulando. Y eso sí que no se recupera». Claro que piensa en lo que podía haber sacado. En lo que más echa de menos. «Tantas cosas... Algunas de mi hija, libros en particular, fotos, recuerdos personales». Es el derrumbe de tu hogar y el que sientes por dentro. «Hay que enfrentarlo y necesitas herramientas para llevar esa parte emocional, que es la más importante. Tienes que saber gestionarlo y transformar las debilidades en fortalezas. Podía haberme quedado ahí. Pienso que salvé lo más preciado, que es la vida». Ella lo hizo a su manera, pero le consta que otros vecinos necesitaron ayuda.

Y a su manera también decidió que no quería irse lejos. «Miré muchos pisos en alquiler por Santander, pero me asomaba a la ventana y me decía: '¿qué pinto yo aquí?'». Al final, se trasladó a uno del mismo bloque, de la parte que no se cayó. «Me han dicho que cómo se me ocurre, que ellos no dormirían tranquilos. Pero yo busqué que no se rompiera del todo mi vida. Y sé que otros vecinos –cinco pisos desaparecieron para siempre, a otros los desalojaron un tiempo pero regresaron finalmente– no pudieron por las circunstancias de cada uno. Llevo aquí cuarenta años y no quería romper con el espacio visual, ni con los vecinos. El espacio visual es muy importante. Es un poco como seguir agarrado a tu vida». Esa idea se reforzó con el confinamiento. «Haber pasado eso en otra parte –reflexiona– me hubiera rematado».

Y hay algo más. Un mensaje. «A nivel de ayudas, de rapidez. Las administraciones, los entes oficiales, no caminan al mismo ritmo que las necesidades.Muchas promesas al principio, pero luego van decreciendo. Ojalá les vaya bien a los de La Palma». Ellos, los de la calle del Sol, cuatro años después siguen esperando.

Marcos González | Argayo Sebrango (Camaleño)

«Estuve en tratamiento, no era yo y tuve mucho tiempo un nudo en el estómago»

Parece una imagen de novela. En la casa de Marcos González, en Sebrango, hay todavía un calendario de 2013 abierto por la hoja del mes de junio. Como si se hubiese parado el tiempo. Puestos a comparar experiencias, lo que pasó allí es lo más parecido visualmente a lo de La Palma. Tembló la tierra, material ladera abajo... «La 'morra' del argayo estaba a quince o veinte metros y tenías la incertidumbre de ver si llegaba o no llegaba». La vivienda quedó en pie. Con grietas, pero en pie. Sin embargo, Marcos sabe que nunca volverá a vivir en ella. Él sí pudo sacar sus cosas. Pero allí, en el pueblo que murió esos días, quedó su forma de vida. El trabajo en el campo, el silencio, la ganadería. El sustento. «Me cambió todo. ¿Y ahora qué haces? ¿Qué emprendes con 55 años? Perdí el futuro. ¿De qué vives?». Se fue a Potes. Lo pasó muy mal. «No se lo deseo a nadie. Estuve en tratamiento tres años. No era yo. Tienes como un nudo en el estómago y no estás para nada».

En Sebrango vivían de continuo él, su madre y su hermana. Los otros tres vecinos iban y venían. Después del argayo ya no hay nadie y todas las casas, en mayor o menor medida, quedaron «lesionadas» («a la vecina le tiró más de la mitad»). Al pedirle que regrese mentalmente a esos días lo sufre. Se le encoge la voz. Y eso que habla desde allí mismo. Porque Marcos sube casi todos los días. Le tira y se nota durante la charla. Su monte, el pueblo. Acaba la jornada laboral en el Ayuntamiento de Camaleño y se sube con la comida.

«Si no limpias y no cortas la maleza, se lo come todo. A toda prisa. A mí me gusta verlo bien, aunque ya no viva aquí. Me gusta venir. Es como volver a mi vida normal. Además ves el argayo asentado, estable y es otra cosa. Porque cuando pasó aquello daba pánico ver todo».

Marcos señala desde los restos del argayo el lugar donde está la que era su casa. P. Álvarez

Fue un vuelco. Sacó casi todas las cosas de valor. Pero mucho material de trabajo se quedó allí. También las fincas. Y las vacas, que en ese momento estaban en el puerto, las tuvo «que quitar en otoño». ¿Qué iba a hacer con ellas? Fueron 55 años viviendo de una manera. «Mi madre ya estaba pachucha y casi no se enteraba, pero un cambio a esa edad no es bueno. Y estar en Potes no le iba mucho». A él también le costó adaptarse. «Al principio, con mi madre viviendo aún, estaba con ella. Pero yo no estaba bien. Te pones loco». Estar «activo», cuando empezó a trabajar, ayudó mucho. «Ahora me siento bien (vive junto a su hermana) y lo que quiero es olvidarme de todo aquello».

Al ver lo que fue su casa dice «que ahora es como un almacén, que no está habitable». «Se había terminado en 1982 y estaba muy bien». No fue, finalmente, de las más afectadas, «tiene grietas por dentro y por fuera, pero no muy grandes». De hecho, cree que el lugar «en cincuenta o sesenta años, vete tú a saber, igual vuelve a ser habitado».

No por él. Lo sabe. Aunque hable con nostalgia de su pueblo y diga que en Sebrango hace menos frío que en Potes o que, aunque no sea una ciudad, en su nuevo escenario «hay mucha gente» y siempre te encuentras con alguien cuando sales a pasear. «Fue una experiencia muy mala. Allí está y es lo que pasó. Pero yo hubiera dado dinero por no vivir todo aquello. El sufrimiento psíquico te lleva. Es algo terrible» Y, estos días, piensa en lo que deben estar pasando los vecinos de La Palma. «La tierra, cuidado...».

Mar Puente | Incendio Omoño (Ribamontán al Monte)

«Era la vida entera de mis padres y en décimas de segundo se perdió todo»

A Ignacio Puente todos le conocían por Casto. Y por Omoño y los alrededores (Ribamontán al Monte) le conocían mucho. Un tipo muy trabajador de los que siempre echaban una mano. De los que se hacen querer. Compró la casa de soltero, formó una familia... En 2013 andaba ya pachucho. Su hija, Mar, se llevó a los padres (a Casto y a su mujer, Aurora Castillo) esa tarde «a Eroski, a comer un chocolate con churros». Fue bajarse del coche y empezó a sonar el teléfono. Una estufa cerca de un colchón, un hermano que se quemó un poco el brazo... De la vivienda no quedó nada. Bueno, sí. La puerta. Lo único que conservaron. A Casto nunca le contaron la verdad. Que su hogar se quemó. Estuvo en casa de su hija y le dijeron que estaban de reformas. «Él tenía momentos de lucidez y de vez en cuando preguntaba por qué no le bajábamos a la cuadra, a su baño». No supo que se perdió todo, que no dio tiempo a rescatar nada. Y tampoco llegó a ver lo maravilloso que puede resultar el ser humano. El vecindario. Entre todos, ayudaron a levantar una nueva casa. La que Casto no llegó a conocer. María del Mar no olvida ni lo uno ni lo otro. Ni ver cómo todo desaparecía en segundos –«fue muy duro»– ni toda la ayuda que recibieron después.

«No pudimos sacar nada. Mi madre, una mujer mayor, tenía un dinero metido en bolsos. Había algunas joyas, los cuadros... Cuando se estaba quemando yo quise coger los recuerdos y las medicinas de mis padres. Es en lo que pensaba». Pero no pudo ser. De poder elegir, rescataría la foto de boda de sus padres, o las de sus abuelas. Las que estaban en la sala. También recuerda cómo su madre le hablaba de una pulsera de medallas que sería para ella y para la nieta, Diana Manzanas. Todo desapareció.

El fuego (año 2013) afectó a toda la estructura y hubo que reconstruir la casa entera.

«Un sofá a mí no me dice nada. Se quemó, sí. Tendrás otro. Pero lo otro era la vida de mis padres y, en décimas de segundo, se perdió todo». Casto y Aurora se fueron, primero, al piso de su hija. Luego les dejaron una casa en Ribamontán al Mar (Mar no se olvida tampoco de Paco Asón, el alcalde entonces). «Pero mi madre ya no estuvo bien los tres años que se tardó en reconstruir. Lloraba mucho y fue para abajo. Para atrás. Por eso, casi sin estar acabada del todo, la llevamos a vivir allí». Al nuevo hogar levantado por la solidaridad de todos. «Venían hasta los fines de semana. Chavales jóvenes. Toda la mano de obra: fontaneros, electricistas...». Mar se deshace en elogios. Pero reconoce que la otra, la que se quemó, es «la que sigue apareciendo en sueños».

«Esta es muy bonita, es nueva. Y nunca voy a olvidar la ayuda de todos los vecinos. Pero daría todo lo que tengo por tener la otra, la de la vida de mis padres».

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