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Nunca como ahora hemos agradecido tener una casa en la que refugiarnos. Pero a veces se nos caen encima las paredes. «Yo ya hablo hasta con los cuadros», confiesa José María Gutiérrez, al que el confinamiento le ha pillado solo. Guti, como le llamamos en el periódico, echa «mucho de menos» a Wendy. «Y a mi mujer también, ¿eh?». No hace falta que lo aclare, con la devoción que le conocemos por Celia. Tanto la perra como la dueña estaban a 600 kilómetros cuando se declaró el estado de alarma y sobrellevan su propia reclusión en Badajoz, donde tienen familia. Allí fue rescatada Wendy de la perrera. A nuestro compañero le habría venido bien compartir con ella el encierro.
Recuerdo un día que Íñigo Noriega llegó alucinado a la mítica Redacción de la Avenida de Parayas. Se había cruzado en la acera con una mujer que «¡iba hablando con su perro!». Le decía algo muy parecido a esto: «Ahora vamos a la zapatería, que mamá se tiene que comprar unos zapatos. A ver si te gustan». Lo vi tan escandalizado que me cuidé mucho de sacar a relucir mis conversaciones con Blue, que no es que sean de ese tipo, pero podrían dejarle igualmente anonadado y para qué dar esas pistas a tu director. Para mis adentros pensé: «¿Y si el raro es él?».
¿No sería más saludable para Guti poder charlar con Wendy que con un retrato de Audrey Hepburn enmarcado en la pared? Gracias a su perro, Íñigo disfruta de sus únicas salidas un poco largas en esta cuarentena. ¿Será posible que jamás se le haya escapado en esos paseos un «deja de gimotear, Simón, que no podemos ir más lejos» o algo así?
Los gatos y, sobre todo, los perros, por ser un salvoconducto, son una compañía muy apreciada en esta reclusión. O eso me parece. Gonzalo Sellers no lo ve así. «Nunca he tenido ni tortuga ni pez ni pájaro ni gato... No me gustan los animales domésticos». Quizá por eso parece tan ensimismado al arrancar las videoconferencias de las nueve y media. Hoy ha sufrido un brusco despertar con el primer sorbo al casi siempre reparador café de la mañana. Alentado por el aroma, no ha escatimado en el trago, cargado de la sal que ha confundido con azúcar.
El debate sobre si es mejor perro que gato es tan improductivo como el de si te quedas con Canon o con Nikon. Pero si una compañera te consulta una «decisión trascendente», procuras ayudar. «Estamos planteándonos si tener gato o perro», me dice Mariña Álvarez. Y no es exacto. Ni ella ni Borja tienen el menor interés por incorporar un animal a la familia. Es Mariña junior la que «suspira por tener mascota». Eso explica algunas cosas. «En septiembre firmamos un contrato entre padres e hija. Si las notas eran buenísimas, perro. Si eran buenas pero no tanto, gato. Resulta que ya va por gato y está a punto de conseguir perro».
Mariña se siente fatal por presionar con las notas a la niña y por discriminar al gato frente al perro. Lo que en realidad pretendía era evitar que cualquier cánido o felino rompiera la armonía de su casa. No hay más que ver las cláusulas abusivas del contrato. Un solo bien o suficiente en el expediente académico, y ya no hay posibilidad ni siquiera de gato. Para aspirar a perro, pleno de sobresalientes. Todos los paseos, los baños, los cepillados y recogidas de cacas corren a cargo de Mariña hija. Lo más generoso del acuerdo es que es prorrogable si no se consigue el objetivo a la primera. Y ya le he advertido a Mariña de que se olvide de este punto: «el gato dormirá donde decidan sus padres». El gato dormirá donde le dé la gana.
Abrumada por la responsabilidad de aconsejar, he pensado en Álvaro Machín. Tiene las dos cosas: perra, Matilda, y gato, Manolo. He tirado de WhatsApp. «Hola», pongo. «Hola», pone. «Iré al grano». Pero con la 'ayuda' del maldito corrector me he demorado un poco. «Dime. No me asustes», se impacienta. «¿Quieres igual a Manolo que a Matilda?», escribo avergonzada. «Me habías asustado», responde aliviado, para mi asombro. A saber qué había imaginado y lo que habrá sufrido en esos segundos. «A Manolo lo quiero mucho, pero Matilda es mi ojito derecho». No he elegido buen momento para la objetividad. «Estos días andamos con Matilda fastidiada. La mordió un perro y tuve que llevarla corriendo al veterinario».
Matilda está postrada, hecha polvo por una medicación que le ha sentado como un tiro y con un embudo protector alrededor de la cabeza para que no se rasque el hocico. Y todo porque le ilusiona que la alcen para poder ver las cabras de la finca de al lado, y una de las perras que las cuida le rasgó el morro a través de la verja en un descuido. No sé qué decirte, Mariña. Como mínimo, que cumplas el contrato.
Lee aquí la serie Mesa de Redacción.
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