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Anoche soñé que me quedaba sin casa. Una pala excavadora destruía sin compasión años de intimidad mientras mis hijos preguntaban a su madre dónde iban ... a dormir ahora. Soñé con una pancarta con unas letras negras en las que se leía ‘lo que se construye ilegalmente se tira’ y que sostenía un señor que se nos acercó tímidamente: «Ustedes son unas víctimas del conflicto, son otros los que han creado el problema». ¿Víctimas? ¿Conflicto? ¿Otros? No entendía nada.
Oí también cómo una persona encorbatada le decía a otro vecino, que tampoco se había librado del derribo, que habían hecho todo lo posible para evitarlo. Que llevaban años, incluso décadas, intentando paralizar las demoliciones para ganar tiempo y legalizar un montón de casas ilegales, pero que ya no dependía de ellos. Además, con la voz entrecortada le recordaba que no tenían fondos para garantizar las indemnizaciones.
Soñé también cómo por un altavoz un hombre disfrazado de demonio advertía de que no íbamos a ser los únicos que se quedaran sin viviendas: «Antes de fin de año las palas tirarán más casas, ya no hay vuelta atrás». Sin embargo, un grupo de personas vestidas con camisetas amarillas intentaba consolarnos.
Decían que habíamos luchado todos juntos durante años, apelaban para que los responsables cumplieran sus compromisos y recordaban que cuando compraron las viviendas nadie advirtió de ilegalidad alguna. Pero ya daba igual. La pala seguía haciendo su trabajo y entre los escombros se podían ver restos de un trozo de tela amarilla con un monigote negro, de esos que paseaban los afectados por los derribos en sus manifestaciones. Menos mal que el despertador sonó y me libró de la piqueta. Seguía en mi casa, con mi familia. Lo mío fue un mal sueño, pero lo que viven cientos de familias hace años es toda una pesadilla, una interminable pesadilla.
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Ana del Castillo
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