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Viktoriia Miroshnychenko recuerda que se despertó de madrugada, sobresaltada, porque toda la habitación temblaba. No necesitó que nadie le dijera lo que estaba pasando, porque todos los habitantes de Mariúpol ya sabían desde 2014 lo que se siente cuando caen las bombas. «Pensábamos que nadie ... iba a tocar nuestra ciudad, porque era una localidad turística, con fábricas muy importantes y que daban trabajo a muchos ciudadanos. Pero todo fue muy rápido, y la ciudad fue ocupada enseguida». Hace hoy dos años, Rusia se lanzaba a invadir Ucrania, una guerra que comenzó al lado de la casa de Viktoriia, porque Mariúpol, la 'capital del acero', con su potente industria metalúrgica y su importante puerto, fue uno de los primeros objetivos estratégicos.
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Miguel Pérez
Pasó tres semanas encerrada en el sótano junto a sus dos niños, hasta que le ofrecieron la posibilidad de huir de allí. No fue esa una decisión fácil –«cuando la gente intentaba salir, los mataban, y daba igual que hubiera niños»–, pero finalmente logró escapar y llegó a España y, concretamente, a Cantabria. A esta profesora de idiomas –además de ucraniano y ruso habla inglés, español y griego moderno–, una madre soltera que en su país no tenía problemas para sacar adelante a su familia, le resulta difícil acostumbrarse a depender de ayudas para criar a sus chicos. Tampoco es fácil para ella reconocer su región, «que estaba tan llena de vida», en los vídeos que cuelga en TikTok y Facebook un voluntario que está en el frente y que solo muestran desolación.
El estallido de la guerra fue respondido en toda Europa por una oleada de solidaridad de la que Cantabria no fue ajena, convirtiéndose en refugio de muchos ucranianos, aunque no sea fácil determinar su número exacto: desde febrero de 2022, la Policía Nacional ha tramitado en la región 1.680 permisos de protección temporal –1.130 para adultos y 550 de menores– y han sido muchas las instituciones, asociaciones y particulares que se han volcado en prestar su ayuda. Solo Cruz Roja atendió a más de mil refugiados procedentes de allí en 2022. Sus propios compatriotas ya establecidos, a través de colectivos como Oberig y Nadya, han hecho también todo lo que han podido por los recién llegados.
Pero, tras el impulso inicial, se trata de buscar una estabilidad, y eso ya es más complicado. Viktoriia está tramitando la homologación de sus títulos para poder trabajar y salir adelante. «Me gustaría tener un trabajo estable para mantener a mis hijos y tener dónde vivir. En mi ciudad lo tenía todo, pero aquí, si mis hijos me piden un helado, necesito dinero». De momento, vive en un piso que le ha proporcionado el Ayuntamiento de Santander, pero se trata de una solución temporal. Su primer intento por abrirse camino no fue como ella esperaba. «Me fui a trabajar la temporada como camarera de piso a Isla y gané 3.000 euros, pero en Cruz Roja no me advirtieron de que si lo hacía me quedaba sin ayuda, y ya no tengo más apoyo».
Luba, que regenta desde hace años un negocio de manicura en Torrelavega, se ha convertido en inesperada cabeza de familia: en cuanto estalló la guerra salió hacia Ucrania para ir a buscar a sus parientes más próximos, y regresó con su madre, su hermana y la hija de esta, que en ese momento no tenía más de diez meses. Su padre, su hermano y el esposo de su hermana siguen luchando en el frente, y ni siquiera pueden decirles a ellas dónde encuentran cuando telefonean. «La cría apenas ha visto a su padre», lamenta.
«Tengo la sensación de que, después de todo este tiempo, ya no se nos ve como personas que hemos venido huyendo de la guerra, sino como emigrantes que han venido aquí a buscar una vida mejor; no quiero ofender a nadie, pero parece que se nos ha olvidado. Yo preferiría volver a mi casa, pero mi casa ya no es mía, Mariúpol es ahora una zona ocupada», señala Viktoriia.
La intención de Natalia Dorozhenko, que ahora reside en Cudón (Miengo) con su marido y su hija, es quedarse a vivir, pero su futuro en Cantabria depende de la ayuda que le proporciona Cruz Roja: profesora de español en su país, tiene intención de homologar en España sus diplomas; a su marido, electricista, con cierto grado de discapacidad tras ser operado del corazón –razón por la que no fue reclutado–, tampoco le resulta fácil encontrar empleo porque apenas habla castellano. «Si pudiéramos nos quedaríamos, pero si la financiación termina tendremos que volver a Ucrania». Aquí, explica, su hija, con escoliosis, «puede recibir un tratamiento mejor».
De todas formas, es mucho lo que han dejado allá: cuando huyeron de Kiev les acompañaron también su madre, su sobrina y su nuera... pero su hijo, de 22 años, sigue en el frente. «Mi madre no se sentía bien aquí, mi sobrina también quería ver a sus padres y mi nuera no podía estar sin mi hijo, así que se volvieron hace un año, y hemos quedado solo nosotros».
«Todos esperamos que la guerra termine pronto, pero no sabemos cuándo será. Como todos los ucranianos, creemos mucho en la victoria, pero la política es algo difícil de entender, y muchas cosas dependen de la financiación de Europa y de EE UU: nosotros hacemos todo lo posible para resistir», explica Natalia Dorozhenko. Mientras, trata de salir adelante con su familia en España: también ellos aquí dependen del auxilio que reciben. «Si la ayuda se termina, tendremos que volver a Ucrania».
«Los españoles son muy solidarios –continúa Natalia–, aunque no tanto como si estuviesen allí en la guerra o supieran lo que está pasando. La situación en Ucrania no es nada buena porque, además, hay dificultades con el trabajo y se han subido mucho los precios de los alimentos. El dinero que recibe mi madre como jubilada no es suficiente, mi hermano no encuentra trabajo desde hace dos años... y, por desgracia, no puedo ayudarlos».
Luba Shevtsova, originaria de Kamianets Podilski, llevaba años viviendo en Torrelavega, trabajando en su propio negocio –Uñas con Amor–, cuando la guerra estalló. «Arranqué a Polonia y fui de las primeras en traer a la familia». Volvió con su madre, su hermana y su sobrina, a quienes se sumarían después su suegra y su cuñada, que más tarde decidieron regresar.
«El marido de mi hermana está en el frente. La cría, que tenía diez mesines cuando llegó –ahora son dos años y medio–, apenas ha visto a su padre». Se comunican cuando pueden por Whatsapp y con videollamadas, «aunque donde él está no puede hablar mucho, no puede decir ni dónde está, y no lo sabemos ni nosotros. Mi padre y mi hermano también están en el frente».
Luba se ha convertido en la inesperada cabeza de familia. «Cuando llegaron fui a Cruz Roja, pero me dijeron que se tenían que quedar allí para tener ayudas, y yo pensé que cómo iba a dejar a la niña allí y las traje a casa. La verdad es que he recibido mucha ayuda; mis clientas me ayudaron muchísimo. Yo, como no tengo hijos, no tenía nada para la niña, y me proporcionaron de todo: ropa, pañales, cosas de higiene,... De todo. La gente se ha portado muy bien y estoy muy agradecida».
Es a su madre –61 años–, a quien más le está costando adaptarse a esta nueva vida. «A la gente mayor le cuesta más aprender el idioma. Pero nos han dejado un trocito de tierra y ha hecho una huertina allí. Es pequeñita, pero así se entretiene».
Roman Kuznetsov responde desde Ucrania. Huérfano de madre, escapó de su país pocos días después de que empezase la guerra, en cuanto supo que habían matado a su padre. Vino solo, horrorizado, y como tenía 17 años ingresó en un centro de menores, del que pudo salir cuando llegó su abuela con su hermano pequeño.
«Volví a Ucrania porque teníamos que hacer documentos para poder recibir una ayuda económica y para que mi abuela se convirtiera en nuestra tutora». Ahora, estudia teatro, televisión y cine en la Universidad de Kiev; entre sus planes está regresar a España, aunque no sabe cuándo. «Creo que puedo salir fuera de Ucrania, pero no sé si tendré problemas para cruzar la frontera». De momento, su condición de huérfano le libra de tener que ingresar en el Ejército, en el que sirve su hermano mayor.
La guerra de Ucrania estalló justo al lado de su casa, y se vio obligada a dejarla, junto a sus cosas y toda su vida, para garantizar la seguridad de sus dos hijos. Una vez en España, Viktoriia Miroshnychenko se ha topado con grandes dificultades para encontrar un trabajo y poder acceder a una vivienda. De momento, vive en un piso con sus chicos gracias a un programa de ayudas del Ayuntamiento de Santander, pero ella busca estabilidad, y por eso ha tramitado la homologación de sus títulos de idiomas para buscar empleo.
Halyna Klevan vive desde hace 23 años en Santander, donde regenta la tienda ucraniana Katiusha. Es también presidenta de una asociación, Nadya, que cada semana envía ayuda humanitaria a su país y ha ayudado a muchos compatriotas refugiados. «Los medios y la televisión se han olvidado un poco de que hay guerra, pero sigue allí: la gente tiene una aplicación del teléfono y suena una alarma que avisa de que hay que bajar al sótano y esconderse, porque puede llegar un misil y no se sabe cuándo. Ahora solo se habla de que han matado a Navalny, y la guerra parece que ya pasó, y eso es algo que duele: sin ayuda de Europa Ucrania no tiene nada».
Para recordárselo a la sociedad, los ucranianos en Cantabria han convocado para hoy una concentración en Santander, en Cuatro Caminos (16.30 horas), a la que seguirá una marcha hasta la Plaza del Ayuntamiento, donde se leerá un manifiesto. «Después guardaremos un minuto de silencio, y poco más. No hay nada que celebrar, no estamos para cantar».
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