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Cuando a los cinco años levantó la mano al paso de un grupo de redentoristas que se acercó a Castañeda preguntando quién quería ser cura, es probable que nadie a su lado diera importancia a aquel gesto. Quizá la habría levantado igual si se hubiera acercado una delegación del Madrid preguntando quién quería ser futbolista. Pero cuando a los diecisiete le confesó a su padre que acababa de sentir la llamada de Dios, y que quería marchar a su lado, ya nunca nadie en su entorno cuestionó que ese adolescente ejercería algún día el sacerdocio. Si acaso, lo lejos que su vocación pudiera catapultarle.
El cardenal Carlos Osoro Sierra (Castañeda, Cantabria, 1945), festejó 22 de febrero los 25 años que han discurrido desde su ordenación episcopal con la celebración de una eucaristía en la que el purpurado, arzobispo de Madrid desde 2014, simplificó durante su homilía «una vida al servicio exclusivo de la Iglesia». Con todo lo bueno y con todo lo malo.
Descrito como un hombre «muy culto», «muy prudente» y «de gran peso eclesiástico», Osoro, que vive instalado en el ala progresista del clero defendiendo el acercamiento a los vetados (a los homosexuales, los divorciados, las madres solteras...), y el esclarecimiento de la verdad en los casos de abusos sexuales en el seno de la Iglesia católica, fue ordenado sacerdote en un acto celebrado en julio de 1973 que recuerda con gran nitidez. Aún siente el calor de sus padres y de sus amigos de Salamanca, a los que conoció en el seminario para vocaciones tardías El Salvador y con los que todavía hoy, casi cincuenta años después, se sigue viendo.
Carlos Osoro | Arzobispo de Madrid
No son los únicos que disfrutran de su compañía solícita. Cuando el verano llama a la puerta y el calor aprieta en Madrid, el prelado se refugia en el norte y se reúne con los niños con los que trabajó en su primer destino, La Asunción de Torrelavega, ahora ya abuelos que le van contando con detalle cómo es la vida a la que él renunció.
Llamado enseguida a la capital por quien era obispo de Santander, Juan Antonio del Val, su maestro, su amigo, su faro, «un santo» cuyo recuerdo le emociona hasta provocarle el llanto, Osoro ejerció casi veinte años como vicario general en la diócesis de su tierra natal, Cantabria, a la que ni olvida ni olvidará nunca porque aquí encontró la vida y encontró la fe.
A cambio de esas dos ofrendas, el cardenal se vació en su misión. «Su capacidad de trabajo es incuestionable», dicen quienes tratan con frecuencia al prelado, que también ensalzan su empatía y cercanía con quienes le piden su ayuda.
«Di todo mi tiempo», asegura él. Hasta que un día, el 27 de diciembre de 1996, más en concreto, Juan Pablo II decidió que era hora de agrandar la sombra del cántabro en el seno de la Iglesia y le nombró obispo de Ourense, cargo del que tomó posesión el 22 de febrero de 1997. De esa fecha, ya lejana aunque de perenne recuerdo para él, se cumplen 25 años.
Designado arzobispo de Oviedo por el propio Juan Pablo II, al que conoció durante la visita que algunos obispos gallegos efectuaron a Castelgandolfo; arzobispo de Valencia por Benedicto XVI; y arzobispo de Madrid por Francisco, Carlos Osoro, a quien no pocos observadores de la Iglesia asemejan a Jorge Mario Bergoglio por su experiencia pastoral y a la par por su profunda devoción a Dios y a la Virgen María, fue creado cardenal el 19 de noviembre de 2016 en el tercer consistorio del pontífice argentino, que, junto con el birrete cardenalicio, le entregó también el título de cardenal presbítero de Santa María en Trastevere.
Sucesor de tres arzobispos con décadas de gobierno pastoral, el último Antonio María Rouco Varela, y tan viajero como Vicente Enrique y Tarancón, el cardenal que hizo llorar a Franco, («Vos sos un obispo peregrino», le dijo Francisco durante una de sus audiencias cuando el cántabro le resumió su trayectoria), Osoro es uno de los doce españoles que podría votar en un cónclave para elegir al próximo Papa y uno de los cuatro montañeses que han logrado ser investidos príncipes de la Iglesia católica en dos milenios de cristianismo. Comparte ese privilegio con Luis Esteban de la Lastra y Cuesta, con José María Cos y Macho y con Ángel Herrera Oria.
Coleccionista de momentos inolvidables, únicos, irrepetibles, 'Su Eminencia Reverendísima', que ha conocido personalmente a los tres últimos Papas de Roma, a Juan Pablo II, a Benedicto XVI y con más tiempo a Francisco, sorprende con uno inesperado. «Aquella noche en Covadonga». Se la pasó entera tapado con una manta rezándole a La Santina. Esa experiencia marcó su vida. «Luego de eso iba todas las semanas, algunas veces a horas intempestivas», rememora Osoro, que asegura que la Santa Cueva «da mucho que pensar».
Y es que el cántabro se refugia al calor del manto de la Virgen. «De la Bien Aparecida cuando estuve en Cantabria, de La Santina durante mi estancia en Asturias, de la Mare de Déu en Valencia»... Y, ahora que predica en Madrid, de la Santa María La Almudena. «La Virgen es especial para mí. Muy especial», dice el cardenal otra vez emocionado.
Aunque claro. Lo mismo que durante estos últimos 25 años ha ido recolectando días gratos ha amontonado otros ingratos. Y en abundancia últimamente. La pandemia, cuyos efectos sobre las personas más desfavorecidas han devastado al prelado, las acusaciones de pederastia en el seno de la Iglesia católica, que han puesto al cántabro frente a quien quiere silenciarlas, y, ahora, la guerra en Ucrania, que, a su manera de entender, pone en cuestión la fraternidad en el mundo entero.
Con todo, Osoro sufre de más «cuando uno se esfuerza en mostrar el Evangelio y solo recibe oídos sordos. Eso me duele. Me duele mucho», repite el purpurado, que ni concibe ni concebirá nunca la vida sin la estampa de Dios. 'Per Christum et cum Ipso et in Ipso'. Por Cristo, con Él y en Él. Esa es, no en vano, la leyenda en el escudo episcopal del cardenal, que cada día, en cada oración, bendice la suerte que ha tenido. «Me siento un hombre privilegiado, porque el Señor me ha dado la posibilidad de conocer y acercarme a Cristo», admite conmovido por tercera vez quien es el príncipe cántabro de Dios.
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