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En agosto de 1914 había estallado la gran guerra europea. José Ortega y Gasset tenía 31 años y era un joven catedrático de Metafísica de ... la Universidad de Central de Madrid. Su esposa, Rosa Spottorno, había dado a luz en marzo a la hija de ambos, Soledad (que habría de ser directora de ‘Revista de Occidente’ e impulsora de la actual Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón). En aquel caluroso verano, Ortega, que ha estudiado en Alemania y viajado por el continente, se da perfecta cuenta, aun escribiendo «desde un arrabal de Europa», de la colosal mudanza que se avecina: «Es el momento inicial de un nuevo orden de todo», apunta en hojas destinadas a un diario.
El miércoles 5, refrescándose en el rojo crepúsculo vespertino por el Paseo de Rosales, Ortega se encuentra con el veterano líder del PSOE, el diputado Pablo Iglesias Posse. Trata el filósofo de sonsacar una interpretación de los tremendos sucesos a aquella «noble cabeza de apóstol europeo, que sería la más dulce del mundo si no hubiera en las alillas de su nariz una distensión de fiera cazadora». Vana empresa. Iglesias está obsesionado con ciertas imputaciones sin importancia que le ha lanzado el ministro de la Guerra. Ortega se queja a su diario de que la virtud tome en España «un carácter tan espectacular que hace al virtuoso atender demasiado a su virtud, no en sí misma, sino en cuanto reflejada en el alma del público». Europa, en llamas; Iglesias, preocupado por sí mismo. Al final, ambos convinieron en que aquella guerra beneficiaría al socialismo (como así sucedió).
No era Ortega anti-socialista, como no lo fue otro liberal, John Maynard Keynes. Contaba Soledad Ortega que, como en su colegio todos los niños presumieran de identificar la ideología de sus padres, ella también se lo preguntó al suyo, que vino a contestar: soy socialista, pero no me apunto a un partido porque ninguna idea política me convence completamente, y además quiero una absoluta libertad de pensamiento.
Por la misma época, Keynes mostraba su simpatía por los intelectuales laboristas, aunque declinaba un posible tránsito suyo desde el Partido Liberal al socialista, debido a que en este nunca predominarían los pensadores, sino «aquellos que no saben de lo que hablan». Acaba de irse Eduardo Madina, ídolo del oficialismo del PSOE cántabro en las penúltimas primarias, proclamando que no se puede ser líder de la oposición «sin haber leído un libro». Se han oído desde la calle los olés de los bibliotecarios.
Esto de la «plurinacionalidad» de España, que a ciertos discípulos del susceptible apóstol les parece, por decreto, tan evidentísimo como que el Ebro nace en Fontibre, o la «nación de naciones», como si no hubiera diferencia entre el ‘castell’ y los ‘castellers’, ¿no parece estar más bien en esa defectiva tradición de ocuparse ante todo de la propia imagen, y dar demasiado poder a los menos ilustrados?
La mayoría de estudiosos coinciden en que el Estado de las Autonomías nacido de la Constitución de 1978 tiene una de sus raíces filosóficas fundamentales en la visión de Ortega y Gasset sobre España. Es una teoría compleja, pero necesitamos tocar algunos rasgos esenciales. También por Ortega es Cantabria autonomía, aunque él no la previó en su listado de «la redención de las provincias».
La propuesta de Ortega era organizar España en regiones autónomas que sirvieran para difundir una cultura política más liberal y moderna, y evitar los males del centralismo y el contra-centralismo. Por otro lado, su Agrupación al Servicio de la República se opuso expresamente al federalismo. Al debatir la Constitución de 1931, advertía Ortega, diputado por León: «Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión».
Tampoco le gustó la organización territorial republicana, porque, en vez de generalizar las regiones, en cuyas discusiones sería árbitro el estado nacional como nivel superior, se iba a reconocer solo a unas pocas, que quedarían así enfrentadas al resto de la nación española en un tira y afloja peligroso (en lo que el tiempo da incluso hoy la razón). Manuel Azaña era más optimista, por ejemplo, en relación con el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932. Pensaba que España sería más fuerte cuando ciertas regiones estuvieran «más contentas» al admitirse sus hechos diferenciales. Dos años después, en octubre de 1934, el President de la Generalitat, Lluis Companys, estaba tan contento, que proclamó de su mano mayor «el Estado Catalán de la República Federal Española»; la República hubo de intervenir la autonomía.
Intelectos cultivados como Ortega y Azaña acabaron tristemente: el primero, en forzado silencio político al retornar a España tras la Segunda Guerra Mundial; el segundo, acosado y enterrado sin honores apropiados en la Francia vencida por los nazis. Sin embargo, por parafrasear una idea de su contemporáneo el checo Tomás Masaryk, diremos que algunas cosas que se hundieron en el naufragio de España volverían a flotar con el tiempo: el autonomismo fue una.
El problema de las provincias lo resolvía Ortega redimiendo a todas en un sistema autonómico donde fueran equiparables. Azaña quería redimir solo a las que se considerasen irredentas, quizá sin creer que el irredentismo nunca tendría límite, y que además sería contagioso. Si todas las autonomías fuesen forales, necesitaríamos de nuevo toda la plata de América para sostener el gobierno común, como con los Habsburgo.
Tenemos derecho a preguntar a nuestros ingeniosos políticos: ¿Cuántas naciones forman esta nación? ¿Quiénes son? ¿Es Cantabria nación constituyente o solo parte de la nación constituida? ¿Y Valencia? ¿Lo decidirá el alcalde de Torrelavega al votar en el Comité Federal? Comprenderán que se arrime uno a Ortega y Keynes, hasta recibir información fidedigna del librero de Ferraz, calle, por cierto, vecina a aquella en que nuestro filósofo encontró, una tarde de agosto, a un líder egregio que iba preocupado por todo, menos por la guerra mundial.
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Ana del Castillo
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