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Hoy nos ahorramos describir el panorama, porque ya lo ha hecho el presidente del Gobierno en su último mensaje a la nación, en el que nos pide que elijamos la «moral de victoria» frente al «derrotismo» en las «horas más duras, más tristes y más ... amargas» de esta «catástrofe mundial». Pedro Sánchez nos instó el sábado a mantener «el poderoso esfuerzo colectivo que estamos realizando» para combatir contra «un enemigo criminal que arrebata vidas y siembra devastación económica y desolación humana». El virus «nos está golpeando con una violencia despiadada». ¿Qué más podemos añadir sobre el abominable bicho de las fiebres?
Ese fue el preámbulo del anuncio gubernamental de la extensión del confinamiento a los trabajadores de «todas las actividades no esenciales» durante las dos próximas semanas. Sánchez especificó que los medios de comunicación entran en la categoría de «esenciales» y fue más allá al reconocer que «están haciendo una labor extraordinariamente importante de pedagogía y de asesoramiento, sobre todo a los colectivos más vulnerables a esta enfermedad».
Como periodistas, asumimos el privilegio y la responsabilidad de pertenecer a un sector que ni quiere ni debe parar, porque sostiene un bien de primera necesidad: la información. Alguien tiene que contar con análisis y rigor lo que está pasando en este país que ya no puede despedir a sus muertos, que no da abasto para retirar sus cuerpos. Las fábricas de ataúdes duplican su producción mientras cierran las industrias. Comunidades autónomas desbordadas exportan sus difuntos a otros territorios que aún son capaces de incinerarlos. Todo este trajín de féretros al que obliga la catástrofe biológica encierra mucho dolor y una infinidad de duelos traumáticos, agravados por la tristeza y la culpa de una forzada ausencia.
La mayoría de las víctimas del coronavirus son ancianos. Podemos llamarlos de esa manera, ancianos, o podemos llamarlos Luisa, Antonio, Ramón, Alicia, Juan Carlos, Conchita, Mariluz, Goyo... y así por miles. Y explicar que eran una enfermera jubilada llena de luz, un exmaestro de pueblo que aún recordaba los nombres de la mayoría de sus alumnos, un ama de casa que se ocupó de que a sus hijos nunca les faltara la alegría, un agricultor que se deslomó sobre la tierra para sacar adelante a su familia numerosa, una mujer culta y brillante con una doble titulación universitaria... y así por miles. De eso hablamos cuando hablamos de la escabechina que ha causado el SARS-CoV-2 en residencias de mayores donde ha faltado protección y donde ha fallado la previsión de gestores y autoridades.
Y por eso en El Diario, que ahora es desde casa, seguimos con nuestro cometido. No tenemos más remedio que publicar los resultados del único campeonato que no se ha suspendido, el del combate contra el coronavirus, un rival que juega sucio y bate récords cada día, pero ya le daremos la vuelta a ese macabro marcador que ya alcanza los 78.797 contagios confirmados y 6.528 muertos en España. Vamos a fijarnos en que ya hay 14.709 retornados a la casilla de curados.
No les extrañe que procuremos reírnos a la mínima ocasión. Ayuda a mantener la salud y a oxigenar la mente, saturada de disgustos. Algo disgustada anda Pilar Chato, pero no por el encierro. «A mí no me preocupa el confinamiento, me preocupa lo que pasará después, la gente que se va a quedar sin recursos, y muchos amigos en América Latina, donde un día sin salir es un día sin comer, donde se ha multiplicado el precio de la comida y de las medicinas, donde no hay Estado para respaldar la situación». Pilar, que por las tardes toma los mandos de la web desde casa, se preocupa por estos asuntos. Normal. Yo también he pensado que, si España está así, qué no ocurrirá en África. Por eso recibí con esperanza la noticia que llegaba desde el país que tiene forma de bota, aunque le cueste dar la patada al bicho: «Científicos italianos investigan por qué el coronavirus apenas infecta a la raza negra». Ojalá se confirme la hipótesis de que esa población dispone de «características genéticas» que la hacen resistente a la infección. De lo contrario, la penetración de la pandemia en el continente con forma de calavera sería una masacre.
En fin. A ver cuándo cambia algo más que la hora. Si tienen mal día, están a tiempo de darle un giro. Hoy, cuando salgamos a aplaudir, habrá mucha más luz, y, como dicen los chistes que circulan por las redes, «ya no vale cualquier pijama». Así que, o nos arreglamos un poco o vencemos el pudor, porque tenemos que mantener los aplausos. ¿Les duelen las palmas y los brazos? A mí también. Por eso he recurrido al cazo y la cuchara. Comodísimo.
«Me asomo a la ventana, eres la chica de ayer...». Y la de mañana, y la de pasado, y la de hace dos semanas. (Bueeenoooooo.... Esto sí que me lo tengo que hacer mirar cuando salga. ¡Replicando a Nacha Pop en plan Hermanos Calatrava!). No sé cómo llevan el encierro, pero yo ya estoy un poco como para encerrarme. Prometo mejorar. No se rindan. Queda mucho por lo que reír, aunque como tantas cosas, quizá haya que aplazarlo.
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