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Con las prisas de la huida vecinal al monte, hacia Salcedo, a causa del ataque de las tropas franquistas, habían quedado sueltos en el pueblo algunos animales que era preciso poner a buen recaudo en el establo. El miliciano republicano autorizó a ... una mujer a bajar a Polientes para ello, pero con la advertencia de que, si se demoraba en regresar, mataría a los dos familiares que quedaban como rehenes: un niño de siete años y una de sus hermanas, de pocos más. Allí estuvieron ambos un rato eterno, muertos de miedo pensando que en cualquier instante el suspicaz revolucionario les pegaría un tiro.
Cuando más tarde pudieron retornar todos al hogar, en su imaginación quedaron grabadas las casas incendiadas, humeantes aún hoy en su recuerdo. Pronto sucedería otro acontecimiento imborrable para el alma infantil: un pequeño perro pinto, blanco y negro, que aquel niño valluco tenía como mascota y que a menudo dormía con él, fue aplastado por un camión del ejército sublevado.
No eran, desde luego, las peores experiencias que una persona podía sufrir en el Valderredible de 1937. Otros perdieron padres, hijos, hermanos, cónyuges. Algunos, como un infortunado pastor, una pierna arrollados por los camiones. Pero todos los niños de aquella sociedad campesina compartieron igualmente el shock de una infancia sacudida por el terror de los adultos.
Retomando una distinción de Miguel de Unamuno, habría que preguntarse si la guerra civil fue algo terrible que le sucedió a la República española o si más bien le ocurrió a la España republicana. De otro modo: si pesó más la mala complexión política del régimen o la mala complexión cultural del país. En vez de contestar directamente algo que no se puede responder en un artículo sin ofender al rigor, emprendamos más bien una exploración informativa preliminar, por ese método que el semiólogo lituano-francés Algirdas Greimas llamaba «de las presuposiciones», es decir, de examen de algunas condiciones previas que tuvieron que darse para nuestros episodios locales.
A aquel niño hubiésemos tenido así que contarle el cuento de 'Los quince caballeros'. Días antes de su nacimiento en Ruijas cerca de los tejos centenarios de la iglesia de San Pedro, concretamente el domingo previo, 17 de agosto de 1930, habían llegado a un acuerdo en San Sebastián catorce señores muy importantes, más otro que no pudo asistir, pero envió una adhesión. El pacto de tales caballeros, unos representando a partidos y otros a sí propios, y al que en octubre se unirían PSOE y UGT, condujo a la victoria urbana de los republicanos-socialistas en las elecciones municipales de otro domingo, 12 de abril de 1931; a la posterior renuncia del Rey, que se cargó para siempre la capitalidad veraniega de Santander; y a la proclamación de la República el martes 14, que resultó ser 'martes y 13' a efectos históricos.
Lo trascendente de aquel pacto donostiarra era que personas liberales, antiguos monárquicos y católicos se habían unido a otras sensibilidades para edificar un nuevo régimen político. Pero de algún modo este los fue perdiendo casi desde el principio. Ya ese mismo año publicaría José Ortega y Gasset su sonada 'Rectificación de la República'. (Mientras escribo esto, tengo ante mí un ejemplar de esa primera edición, diciembre de 1931, donde pedía el filósofo «suscitar un partido de amplitud nacional» para que el Estado naciente no viviera «en continuo peligro» frente a cualquier «banda de aventureros»).
Al cumplir nuestro niño valluco diez años en agosto de 1940, ¿qué había sido de los quince claros varones de Donostia? Dos habían ya fallecido: el catalanista democristiano Manuel Carrasco, fusilado en Burgos; el radical socialista Marcelino Domingo, en un hotel de Toulouse. En la Francia recién rendida a Hitler penaban Manuel Azaña, Niceto Alcalá-Zamora, Miguel Maura Gamazo, el republicano catalán Macià Mallol, Jaume Aiguader, del Estat Catalá, y el republicano gallego, jefe del Gobierno en el momento de la rebelión de julio de 1936, Santiago Casares Quiroga (cuya hija María llegaría a ser la gran dama del teatro francés). En Portugal se refugiaba otro ex jefe del Gobierno: Alejandro Lerroux, que había fundado en 1908 en Santander su Partido Radical.
Los otros seis habían escapado a América. Eduardo Ortega y Gasset, hermano mayor del filósofo, a La Habana. El socialista Indalecio Prieto, el jurista Felipe Sánchez-Román, el abogado Álvaro de Albornoz y el criminalista Ángel Galarza, a México. Y el autor de la carta de adhesión, el doctor Gregorio Marañón, realizaba una gira evasiva por América del Sur. Diez años después del pacto, pues, de estos quince hombres solo uno quedaba en España: el ejecutado. Y solo cuatro habrían de volver: Maura, Mallol, Lerroux y Marañón. Estos personajes no eran, ni mucho menos, revolucionarios peligrosos. Eran catedráticos, escritores, médicos, notarios, empresarios, gente de orden. ¿Cómo se les pudo ir aquello de las manos?
Acabaron hastiados de la fatídica bipolarización de la vida española. José Ortega lo exterioriza bruscamente en el 'Prólogo para franceses' que escribe en Holanda, en mayo de 1937, para una traducción de 'La rebelión de las masas': «Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral». Harto de etiquetados, recomendaba: «Cuando alguien nos pregunta qué somos en política o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder, debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos».
La explicación más propia para un niño de siete años hubiera sido, entonces: «Los gatos pardos mataron a tu perro, porque es lo que ocurre cuando a los países se les va la luz».
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