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Todo es anómalo. La primavera llega por primera vez al calendario antes que a El Corte Inglés. Dormitorios y salones mudan en oficinas, aulas y gimnasios. Las autoridades recomiendan utilizar el coche privado en lugar del transporte público si resulta imprescindible desplazarse. Nuestra vida laboral y social transcurre en las pantallas y conocemos mundo a través de las ventanas. El balcón es nuestro parque y nuestra vuelta a la manzana. No podemos ir de compras, ni al cine, ni al colegio, ni a la consulta del médico, ni a un concierto, ni viajar al campo ni quedar para cenar. Y no está mal. Mejor aquí que entre las paredes de una UCI o en un pasillo de hospital. Mejor que dentro de un traje profiláctico, mejor que allí donde te faltan mascarillas, guantes y respiradores para atender a los enfermos. Mejor que en una caja de supermercado o detrás del mostrador de una farmacia.
Fuera de nuestras viviendas se expande la pandemia de Covid-19 y el número de contagiados crece por miles en España. La predicción del presidente Sánchez de 10.000 casos para esta semana se ha quedado corta. En Cantabria el avance del SARS-CoV-2 es más contenido, pero la evolución es imprevisible y ya ha matado a una persona en la región. Mientras leen esto, las cifras se habrán quedado viejas y se confirmarán nuevos positivos, aunque no se hacen pruebas a todos los pacientes con sospecha de infección, porque no hay medios suficientes para seguir las recomendaciones de la OMS.
El Gobierno se prepara para prorrogar el estado de alarma y, por tanto, nuestro confinamiento doméstico. Será largo, pero resistiré, resistirás, resistirá, resistiremos, resistiréis, resistirán. Si no lo conjugamos en todas las personas, no sirve. No somos reclusos, estamos recogidos, como un rebaño en el aprisco, atento a lo que mandan los pastores, a la voz cascada de Fernando Simón, ese profeta del coronavirus en España que nos advierte de que una cuarentena colectiva como esta puede ser hasta divertida al principio, pero hay que aguantar un mínimo de medio mes. «Si no mantenemos la tensión, todo el esfuerzo de los primeros ocho o nueve días no habrá servido para nada».
La emergencia sanitaria es también económica. Al reguero de infectados se añade el de los ERTE, el otro 'virus' que debilita a los trabajadores. Son más de cincuenta expedientes ya solicitados por empresas en Cantabria, otra temible cuenta que llevamos. Cuanto antes remita la epidemia, menos graves serán sus efectos. Y eso se consigue desde casa.
En El Diario somos periodistas de clausura. El templo sagrado de la Redacción, ese espacio abierto las 24 horas de los 365 días del año, 366 en este 2020 obstinado en resultarnos largo, está vacío para preservar la salud de la plantilla y evitar aislamientos que comprometan la salida del periódico. No sin vértigo, hemos metido nuestro oficio en mochilas, maletines, carpetas y bolsillos y nos hemos ido con él a nuestras casas, con herramientas y métodos de trabajo que no son los habituales. No podemos fallar. Les tiene que llegar a ustedes una información fiable y permanente. Nos la demandan cada día y nos fortalece ver que acuden a los quioscos y entran en nuestra web en números crecientes.
No es fácil organizar un periódico desde la diáspora impuesta por el coronavirus. Nos falta el empuje del equipo, la fluidez en el intercambio de opiniones y en la puesta en común de las ideas, la trepidante toma de decisiones en el fragor de la última hora, el cruce de miradas con el que nos entendemos sin pérdida de tiempo y sin gastar saliva. Estamos solos, separados, y, sin embargo, esta distancia nos une más que nunca, porque echamos de menos al de al lado, su aportación y su respaldo, que siempre dábamos por hechos y en los que apenas reparábamos. Nos arreglamos con llamadas, mensajes y con videoconferencias que convoca el director, en las que se cuelan gritos de niños, ladridos de perros, maullidos de gatos y pitidos de olla exprés.
Resistiremos, con empeño y con humor, aunque fallen las conexiones, aunque el escritorio virtual nos haga resoplar, aunque el router se ponga caprichoso, aunque el teléfono queme, aunque a veces no nos queden fuerzas ni para bostezar. Muchos de nuestros compañeros salen a la calle para rozarse con la noticia. Esa es la única forma de contarla y de batallar contra los bulos. Los periodistas, aunque luego lo cuenten desde casa, tienen que estar ahí fuera, con sus cámaras, sus blocs y sus preguntas, porque prestan servicios esenciales. Les dejo, hasta la próxima, tarareando: «Resistiré, erguido frente a todo...».
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