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Jesús Ceballos llega a la parada de tren de Requejada a las 06.23 horas para ir a trabajar. Si todo va bien suele llegar a Santander en 40 minutos. Hace este trayecto desde hace más de 20 años y muy a su pesar, tiene historias para enmarcar. De hecho, a medida que las va recordando, su enfado va en aumento. Igual que su desesperación. La última «gorda» fue hace un año y medio. «Me subí en la línea que va de Santander a Torrelavega. Al llegar a mi parada ninguna de las puertas se abrió porque chocaban con el andén. El maquinista ni se dio cuenta». Igual que él, más de una decena de usuarios que, atónitos, se bajaron en la siguiente estación. Algunos llamaron a sus familiares para que les recogieran y a otros, como Jesús, no les quedó más remedio que regresar andando a casa. «Volver hacia atrás», resume el pasajero, que lamenta que el servicio funcione igual que en los años 90. El suyo no es un caso aislado y el escándalo de los trenes ha sido la gota que ha colmado el vaso para los usuarios de las Cercanías. «Podríamos escribir un libro».
Un libro, o más bien, una trilogía. Y Teresa Rábago se ofrece para el primer tomo. Ella también es de las madrugadoras de la línea que conecta Torrelavega con la capital cántabra. No tiene otra opción de transporte para acudir a su trabajo y hace el mismo trayecto desde hace 25 años. En todo este tiempo, se ha armado de paciencia. «No me queda otro remedio. Ir a trabajar es un espectáculo cada mañana. Y también una incógnita». Un día normal, sin averías ni retrasos, tarda 20 minutos de reloj. Lo tiene cronometrado. Aunque estas son veces contadas. Lo habitual es que, como mínimo, el viaje dure una hora.
Una situación desesperada que le ha llevado a tomar medidas desesperadas. De esas que parecen de película. Una mañana de invierno, en hora punta, una avería en el tren en el que viajaba, paralizó el trayecto. Durante los primeros quince minutos se formaron corrillos de usuarios que se preguntaban qué había ocurrido. «Aunque nos lo imaginábamos». Media hora después, la desesperación de los que ya no llegaban a trabajar, elevó el tono y la tensión. «¡Me bajo. Yo me bajo. Dejadme bajar!», exclamó Rábago al maquinista, que entiende que es otra víctima de la situación. «Lo hago bajo mi responsabilidad. Pero te pido por favor que me dejes apearme porque no llego a trabajar». Detrás de ella bajaron otras cuatro personas. «Soy consciente de que es peligroso, pero qué iba a hacer... Era una odisea. Nos sentíamos completamente abandonados».
El mismo sentir que el resto de pasajeros de las líneas de ancho métrico de la región, que son los afectados por el retraso en la llegada de los trenes. Fernando Lobato es del grupo de los «desatendidos» de la famosa línea que va de Santander a Bilbao. «Renfe nos prometió los trenes hace tiempo. Y ahora nos enteramos de esta noticia. Lo peor es que no nos sorprende después de todo lo que llevamos a nuestras espaldas». Un «millón» de anécdotas que han provocado un notable descenso de los usuarios de este recorrido. «Muchos se decantaron por el autobús», explica Lobato, que se ha quedado «plantado» muchas veces en la estación de Gibaja.
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«A mí me ha pasado de todo. Desde cancelar citas médicas porque no llegaba a tiempo y darme la vuelta a medio camino hasta esperar al tren durante más de una hora para, al final, quedarme en tierra». ¿El motivo? Su bicicleta. Y es que la alternativa que ofrece Renfe es un minibús o un taxi en el que, literalmente, «o entra la bici o yo. No me quiero imaginar el que vaya en silla de ruedas. ¿Le dejan en tierra?», se cuestiona.
Pues sí. Efectivamente. Le dejan en tierra. Y si no que se lo digan a Katia Barrio, una usuaria con discapacidad que vive permanentemente atada a una silla de ruedas eléctrica. «Llevo luchando años para recuperar la autonomía que tenía». Una autonomía que la quitaron cuando un conflicto laboral entre Renfe y Feve le dejó sin la posibilidad de viajar de forma independiente, ya que el personal se negó a facilitarles el acceso a los trenes colocando rampas portátiles. «Han deshumanizado el servicio y ahora no puedo subir al vagón de forma autónoma por mi silla de ruedas. Me han llegado a decir que por qué no me acompañan mis padres». Unos padres que llevan años peleando por dignificar la figura de su hija y de todas las personas que se encuentran en la misma situación.
Otra de las que se resiste a dejar de utilizar el tren es Carmen Alquegui. A pesar de la cantidad de veces que le ha hecho pasar un mal rato. Ella vive en Santander pero todos los fines de semana se va al «pueblo», a casa de sus padres, en Ampuero. «Tengo una discapacidad visual, por eso no conduzco», explica. En principio, es la forma más rápida de llegar a su destino. Porque la otra opción es ir en bus hasta Laredo y que allí la recojan sus familiares. Pero en la práctica, muchas veces tarda lo mismo.
El deterioro del servicio le genera una situación de incertidumbre cada vez que pone un pie en la estación. «Nunca sé si voy a viajar en tren, en autobús o en taxi. O bien porque los trenes no llegan, porque van con demasiado retraso o porque en verano no tienen aire acondicionado y es inviable subirse al vagón». Curada en salud, ya no manda un mensaje a sus padres avisándoles de que está llegando. Porque, a la vista está, nunca suele acertar.
Para recordar la última sorpresa de las Cercanías no le hace falta hacer demasiada memoria. Hace exactamente una semana tuvo problemas para acceder al convoy porque la manilla de la puerta del segundo vagón estaba rota. Corriendo, se fue hacia la otra. «Pero al menos había tren». Y es que aún recuerda que hace tiempo, cada vez que llegaba a la estación de Marrón, un trabajador de Renfe le decía: «Nada, hoy no hay tren. Espera al taxi o al autobús». Así, durante seis meses. «Todo porque a esa hora no había suficientes maquinistas. Y el trayecto se alargaba muchísimo ya que teníamos que parar en todas las estaciones de la línea. Esto teniendo en cuenta que no hay baños. Un desastre», lamenta.
Aun así, es fiel defensora del servicio y se opone a abandonarlo. «Me resisto no solo porque para mi es necesario por mis circunstancias, sino porque considero que lo necesitan más personas. Muchos chavales de la zona lo utilizan para ir al instituto de Heras. También para ir a Valdecilla a una cita médica». Por eso, respecto al reciente anuncio de la gratuidad del tren hasta 2026, es tajante: «Prefiero tener que pagarlo porque si ese dinero es necesario para que el servicio funcione mejor, lo pago. Se podría cuidar más. Simplemente es cuestión de voluntad», concluye.
Y si hay alguien que ha vivido, «o sufrido», el deterioro de las Cercanías en primera persona es Luis Cuena. Hace 40 años vivía en Sarón e iba y venía todos los días a Santander. Entonces, bromeaba con sus compañeros que al ritmo que iba la máquina, llegaría antes Abebe Bikila, el primer atleta africano que ganó una medalla de oro en los juegos olímpicos. «Y ahora la cosa no ha cambiado mucho con trenes que son prácticamente de la misma época». Por eso, no es de extrañar que «cada dos por tres» se averíen y tengan que externalizar el servicio. «Una pena».
El reguero de averías de la red de Cercanías provoca que, en muchas ocasiones, la empresa Renfe se haya visto obligada a externalizar el servicio y ofrecer a los usuarios alternativas para llegar a sus destinos. Lo más común es un autobús o un taxi compartido entre varios pasajeros. Un coste del que, en principio, se hace cargo la operadora ferroviaria al tratarse de un fallo en sus máquinas. Sin embargo, Teresa Rábago, pasajera habitual, asegura que «fruto de la desesperación», muchas veces ha decidido, por su propia voluntad, pedir taxis para llegar a tiempo al trabajo. Un dinero que en más de una ocasión ha reclamado y que Renfe se niega a pagar al entender que ellos sí continuaron con el servicio más tarde.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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