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Los rostros del esfuerzo

Esenciales ·

Las residencias de Cantabria se vieron obligadas a adoptar medidas drásticas para blindarse contra el coronavirus. Casi tres meses después, seis profesionales de estos centros comparten su experiencia durante la pandemia

Laura Fonquernie

Santander

Domingo, 7 de junio 2020, 07:31

Mar Casanueva | Residencia Fernando Arce

«Si mañana hay que confinarse otra vez, no me lo pienso»

Mar Casanueva, delante de la residencia Fernando Arce. Luis Palomeque

Para Mar Casanueva, coordinadora de la residencia Fernando Arce, al menos quedará una cosa bonita de la crisis sanitaria: la experiencia que ha compartido con los chavales del centro. «Me ha gustado porque al vivir con los chicos es cuando los conoces. Esto ha sido una familia», cuenta. Por eso admite que si mañana le dijeran que hay que volver a confinarse, «no me lo pensaría». Igual que tampoco lo dudó cuando el Covid-19 llegó a Cantabria. Quince personas han cuidado durante cincuenta días de los cuarenta residentes con discapacidad. Y ella continúa confinada: «Entré aquí el 2 de abril y estaré hasta que esto termine». Son más de dos meses encerrados y, al final, «el tiempo pesa», pero Mar insiste en que ha estado «muy a gusto» y ha podido conocer mejor a los usuarios. «El camino ha sido bonito, una experiencia única», resume. En este periodo no han parado de hacer actividades y el tiempo ha pasado «volando». No haber sumado ningún positivo les ha permitido utilizar las instalaciones sin restricciones. «Nos han traído de todo, tenemos máquinas para hacer gimnasia y han estado pendientes de nosotras en todo momento», relata Mar. Cada uno cumplía su turno y luego volvía a su habitación. Ya por las noches era el momento de reunirse y de compartir el día, «como una familia». También aprovechaban para enterarse de lo que «había fuera». Durante estos meses, «no he dejado entrar ni salir a nadie», explica la coordinadora. Y quien se acercaba primero tenía que desinfectarse: «Lo hemos llevado a rajatabla para dejar el Covid fuera». La semana pasada retomaron las visitas y son igual de estrictos. Tienen una cristalera, los chavales pueden hablar y ver a sus familiares, pero «sin contacto». Asistir a los reencuentros «es emocionante porque los ves felices y eso es muy bonito». Aunque, después de tanto tiempo, les encantaría poder abrazarse.

Javier Espinosa | Villa Amalia (Ampros)

«Teníamos miedo, pero ganaba la ilusión de sacar esto adelante»

Javier Espinosa, técnico de apoyo en Ampros. Daniel Pedriza

De un día para otro las residencias cerraron sus puertas para blindarse contra el coronavirus, con la incertidumbre sobre «qué iba a pasar». Y en ese momento el «miedo fue bastante intenso», dice Javier Espinosa, técnico de apoyo en Villa Amalia (Ampros). Había inquietud y todos sus esfuerzos se centraron en seguir las medidas y desvivirse por los usuarios. Cuando se dieron cuenta de que iba para largo, «decidimos que la mejor manera para evitar focos de contagio era confinarse». Y eso hicieron, se organizaron por semanas. Tras siete días encerrado, el personal rotaba. Javier fue uno de los voluntarios que se ofreció «sin pensarlo» a quedarse con los chavales. Dicho el sí, los días anteriores fue momento de darle vueltas a la cabeza. «Teníamos miedo. Yo me preguntaba si lo iba a soportar o no», reconoce. Pero ganó la «ilusión de sacar esto adelante». Han sido dos meses de esfuerzo en los que la gente del centro «se convertía en tu familia». Juntos han vivido momentos cercanos donde «la figura del profesional desaparecía y éramos dos personas con los mismos temores y que comparten sus pensamientos», cuenta Javier sobre su relación con los chavales. Y esa unión también se ha trasladado al grupo de profesionales que se «pusieron a trabajar por un motivo». Ahora viven las visitas de los familiares «con cierto cuidado». Después de haber pasado tantos días de «puro esfuerzo, donde nos teníamos que desdoblar para atender a la gente y que no hubiera desánimo», el cuidado sigue siendo una prioridad para mantener al bicho fuera del centro. «Ha sido un esfuerzo tal...», expresa Espinosa, a quien nunca le faltó el apoyo ni de la coordinadora de la residencia, que «nos mandaba mensajes de ánimo», ni de los vecinos y el Ayuntamiento de Ribamontán al Mar. En una ocasión, incluso la Guardia Civil se acercó a felicitar el cumpleaños a un residente.

Elena Ciuntu | Asilo San Cándido

«Despedimos al último negativo con música. Ha sido muy duro»

Elena Ciuntu, gerocultora de la residencia San Cándido. Daniel Pedriza

El pasado viernes llegaron al Asilo San Cándido, en Santander, los resultados de las pruebas por coronavirus de los tres últimos residentes. Todas negativas. «Fue como una fiesta, nos despedimos con música», cuenta Elena Ciuntu, gerocultora de la residencia. Cuando el centro tuvo los primeros contagios, habilitaron una zona Covid y Elena se ofreció voluntaria para trabajar ahí y cuidar de los enfermos. «Tenía el sentimiento de querer ayudar y, además, sabía que al no tener contacto con nadie, si me contagiaba, no se lo iba a pasar a más gente», explica. Así que no lo dudó. Cada día vivían con la preocupación de que los residentes entraran en su planta. «Se curaba uno y salía, pero teníamos miedo de que mañana llegara otro». Hasta que cada vez eran más los usuarios que abandonaban la planta. ¿El último? Casi una fiesta que les permitió cerrar esa zona. «Una alegría», aunque siempre con el miedo de que vuelva. «Ha sido doloroso porque entrabas a las habitaciones y los veías preocupados, pero nosotras teníamos que poner buena cara», cuenta. Y no es fácil ocultar que ellos también estaban intranquilos. Durante estos meses han cambiado los roles y los profesionales no han sido sólo «sus cuidadores, también éramos su familia y les dábamos el cariño y la sonrisa que ellos no podían darles» porque sólo se han visto en videollamadas. «Hemos conseguido que sonrieran», celebra la trabajadora. Después de todo el esfuerzo, viven los reencuentros entre residentes y familiares con «sentimientos encontrados». Son muchas emociones. Hay miedo por los usuarios. Aunque «se siguen a rajatabla los protocolos, siempre hay preocupación», insiste. También tienen mucha «ilusión de que se volvieran a ver». Tanta, que les vistieron «lo más guapos posible», dice entre risas.

Mara Mazorra | Residencia La Arboleda

«Recuperar las visitas da mucho respeto por si hay algún contagio»

Mara Mazorra, de la residencia La Arboleda enRumoroso. Luis Palomeque

Hace una semana las residencias empezaron a reabrir sus puertas. Después de todo el esfuerzo durante la pandemia, «recuperar ahora las visitas da mucho respeto por el miedo a un contagio», admite Mara Mazorra, de la residencia de personas mayores La Arboleda, en Rumoroso. «Vivimos siempre con miedo». Y a esa preocupación se suma la parte más difícil de presenciar los reencuentros, que no haya ni un abrazo. «Verlo es emocionante, pero también duro porque no se pueden tocar». En resumen, deja un «sabor agridulce». Cuando el coronavirus empezó a atacar a las residencias, ni ella ni las otras dos dueñas del centro dudaron un segundo en confinarse con los residentes. Tres profesionales al cuidado de 22 personas, un reto y una decisión que «volvería a tomar», añade. Lo hicieron ante la falta de material de protección. «No vimos otra salida». Hicieron un horario de trabajo y, en total, estuvieron más de veinte días encerradas hasta que empezaron a llegar los EPI y mascarillas para los residentes. Fueron semanas «bastante duras y de mucho nerviosismo porque los primeros días tampoco sabes si tú misma estás contagiada», relata Mara. Por eso se pasaban la jornada con el termómetro debajo del brazo. Unas semanas en las que han «estrechado lazos con los abuelos». Ellos también estaban preocupados por las profesionales, al final han cuidado unos de otros. Después de tanto tiempo, «estamos agotados y sin poder bajar la guardia». Por eso cayeron como un jarro de agua fría las declaraciones sobre la gestión de los centros. «No sale todo lo bueno que se ha hecho, estamos con personas mayores y ellas son lo primero». Para Mara lo ocurrido ha sido una «desgracia que nadie se esperaba» y no tiene que ver con la gestión. Y si ya el trabajo es «duro de por sí», para quienes, además, han tenido que pelearse con el bicho «seguro que ha sido horrible».

Almudena Gómez | Virgen de Valencia

«Un día el médico te dice que eres positivo y se te cae el mundo»

Almudena Gómez, del centro Virgen de Valencia. Daniel Pedriza

Almudena Gómez, del centro de atención a la dependencia Virgen de Valencia, en Puente Arce, es una de las profesionales que dio positivo por coronavirus. Sabía que en su trabajo el riesgo de contagiarse era alto, «podía pasar, pero nunca tuve miedo», cuenta. Un día el médico le confirmó la enfermedad y entonces es cuando «se te cae el mundo». Unos días antes de saberlo, ella ya había decidido aislarse junto con otra compañera para reducir las salidas y dirigirse sólo del trabajo al albergue cedido por el Ayuntamiento y viceversa. Así protegía a los residentes y a su familia. Por desgracia ambas se contagiaron. «Pasamos mucho miedo y angustia. Estabas bien y a la media hora te encontrabas mal», relata mientras reconoce que «se me ponen los pelos de punta sólo de pensarlo». Fueron más de 30 días durmiendo casi en el suelo porque apenas se podían mover. Eso sí, agradecen el apoyo que recibieron siempre del resto de trabajadores, de la gerente del grupo y de su jefa, que les llevaba comida. Y mientras se recuperaban, se iban enterando de los «positivos que entraban en la residencia, los usuarios que van falleciendo... Algo que se hace más intenso porque tú lo estabas viviendo». Han sido momentos muy duros. «Soy una persona positiva, pero me ha costado recuperar ese optimismo», reconoce la trabajadora. Libre del bicho, hace ya dos semanas que se reincorporó y admite que continúa con el miedo en el cuerpo. Por eso vive las visitas de los familiares con «un poco de preocupación». Es importante hacer las cosas bien. Sobre todo «por los residentes, ellos son siempre lo primero», añade. «Yo entiendo que llevan mucho tiempo sin poder abrazar a sus familias» y es duro. Ellos han intentado «paliar la falta de familia». Por eso Almudena sólo tiene palabras de agradecimiento a sus compañeros que se «han portado de diez y sin una queja».

Celia García | CAD San Juan

«Esta experiencia se ha convertido en toda una lección de vida»

Celia García, del CAD San Juan, en Las Caldas del Besaya. Luis Palomeque

Empezó como una «pesadilla» y con el paso de los días terminó convirtiéndose en «toda una lección de vida». Celia García, coordinadora de terapia del centro de atención a la dependencia San Juan (Cadmasa), en Las Caldas del Besaya, resume así la experiencia que ha supuesto pasar por esta crisis sanitaria. Con los primeros contagios en el centro, la decisión fue unánime: confinarse. «No nos vamos, tenemos que quedarnos con ellos», fue el pensamiento. Así que durante tres semanas, vivieron en el antiguo colegio de las monjas de SanFelices. Las primeras semanas fueron «muy duras». Con los positivos entre compañeros, les tocaba doblar las jornadas de trabajo. Y sobre todo porque los chavales estaban mal, pero precisamente por ellos tenían que mantener el ánimo y el «buen humor». Como les extrañaba verlas vestidas con los EPI, decidieron contarles que iban disfrazadas de astronautas y que estaban preparando una fiesta de disfraces, «bailábamos con ellos en las habitaciones, aunque luego salías al pasillo y cuando nadie te veía te daba el auténtico bajón», cuenta. Tomar la decisión de confinarse fue «dura», pero Celia reconoce que «volvería a hacerlo sin dudarlo». Por varios motivos. Uno es que «ha funcionado» y otro, por todo lo que «me ha aportado a mí mochila personal». Con los duros meses que han pasado, la reactivación del centro les llega como un punto de «luz verde para volver a utilizar las zonas comunes». Y también como un pequeño «respiro en medio de todo esto. Ha sido mucho tiempo y los residentes necesitaban, como mínimo, ver a sus familias», explica. Aunque lo de «negarles» el contacto físico entre ellos se vuelve «igual de duro que evitar el abrazo diario que no debemos dar a nuestros chicos», cuenta la trabajadora.

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