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Desde que estalló esta emergencia sanitaria, económica y social nos vemos obligados a llevar tres contadores. Uno es el de los días de confinamiento: van ocho. En ese marcador debemos entrar todos, porque el encierro es el único antídoto para frenar la pandemia ... hasta que alguien encuentre una vacuna. Pero vamos a tener que ayudarnos a sobrellevarlo ahora que el Gobierno acaba de prorrogar quince días el estado de alarma. El segundo es el de los ERTE, la creciente lista de empresas que cierran porque no pueden continuar en estas condiciones.
El tercer tablero es el del coronavirus, y tiene tres casillas: la de los contagios confirmados, la de los curados y la de los fallecidos. Nadie quiere caer en la casilla de la muerte en este juego macabro en el que el bicho nos obliga a participar, pero ya ha arrastrado a ella a más de 1.700 personas en España. No están.
Las cifras de muertos y de enfermos de Covid-19 asustan, y las que conoceremos en los próximos días serán aterradoras. Debemos prepararnos para eso. Ya ni el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, pone paños calientes cuando describe una situación «dramática», «una catástrofe para la que la humanidad no estaba preparada», pero ni él ni nadie se atreve a augurar cuándo alcanzaremos el famoso pico de la epidemia en España. La curva sube y parece dibujar el perfil vertical de la montaña que tendremos que escalar.
El epicentro del dolor de esta crisis está en las UCI, insuficientes, de los hospitales, donde mueren los pacientes aislados, sin el sustento emocional de sus familiares, que a su vez soportan, junto con la angustia de la pérdida, el desgarro de no haber podido estar junto a sus padres, sus parejas, sus abuelos, sus hermanos, sus amigos... en el último momento de sus vidas. Los equipos sanitarios a los que aplaudimos cada tarde no sólo intentan curar a estas personas, sino que asumen la misión de acompañarlas en ese temible trance. Ese es el verdadero drama del coronavirus. Lo que nos pasa a los demás nos coloca en círculos concéntricos alrededor de ese núcleo crítico, y en la mayor de esas circunferencias, en la periferia, nos encontramos los que tenemos la suerte de no afrontar más pruebas que las de aguantar confinados y teletrabajar. Debemos resistir en ese último anillo y ayudar a que otros salgan hacia él.
Podemos hacerlo. Vamos a tirar a la basura el pesimismo, que es un pérfido aliado del coronavirus. Retiren el que tengan por ahí escondido u olvidado y déjenlo correr por el desagüe. Vamos a buscar coraje, seguro que también nos queda en la despensa, en el trastero o el desván. Abran el frasco y tomen una buena dosis. ¿No se sienten ya mejor? Piensen en el valor que le echan al asunto todos los que batallan contra el SARS-CoV-2 en primera línea.
Aunque pertenezco al gremio, como lectora y ciudadana quiero aplaudir hoy también la labor de miles de periodistas que nos informan sin descanso de lo que está pasando con el coronavirus en cada zona del país y fuera de él. Y desmienten las falsas noticias que propagan quienes no miden las consecuencias de difundir falsedades en una emergencia como esta.
La jefa de sección y redactora de Sanidad de El Diario, Ana Rosa García, dedica mucho tiempo cada día a separar la paja del grano y a detectar las malas hierbas en el inmenso campo de cultivo de verdades y mentiras sobre el coronavirus. En esa tarea la ayudan esos profesionales a los que ovacionamos cada tarde. El reportero Nacho González Ucelay me contaba ayer que le llevó «horas» de trabajo desmentir los bulos que corrían sobre lo que estaba ocurriendo en las residencias de mayores antes de conseguir los datos reales y las versiones fidedignas para empezar a escribir su crónica.
No está siendo fácil la misión de los redactores, fotógrafos y cámaras que visitan hospitales, aeropuertos, centros de mayores o mercados, pero también es complicado para los que trabajan desde casa. Los redactores jefe de Local y de Fotografía, Mario Cerro y Miguel de las Cuevas, ya no saben si les suena el móvil o el despertador o si han desarrollado acúfenos en el oído, con tanto pitido de mensajes que entran por correo y por WhatsApp. Estoy segura de que, en ese receso emocional que es salir al balcón, tienen la fantasía de arrojar el móvil a la calle, y el ordenador. No hay riesgo de que alcancen a nadie en la cabeza.
Hoy necesitamos desahogarnos. Podemos coger una cazuela, la que más rabia nos dé, y aporrearla en el balcón como si no hubiera un mañana. Pero lo habrá, y verán con qué emoción disfrutamos de lo que solíamos. Cuanto más tiempo pase, más placentero nos resultará volver a lo que fue prohibido. Piensen en ello cuando desesperen. Yo ya me veo de caminata por el monte, con una sonrisa a la que no podrán poner límite mis orejas. Voy a buscar un cazo cómodo para abollarlo hoy a las ocho. Tarareando: «Libre, como el ave que escapó de su prisión, y puede al fin volar...».
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