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Con nueve años ya estaba manejando una pedreñera y cuando le empezaron a salir los primeros pelos de la barba ya atendía detrás del mostrador del primer chiringuito de El Puntal. Ricardo Tricio (Pedreña, 1951) ha hecho de este restaurante de playa un lugar mundial, ... al que llaman para reservar mesa desde Canadá. Da trabajo cada verano a 22 personas y continúa, junto a su primo, dirigiendo la empresa de pedreñeras que iniciaron su padre y su tío, que unen Santander con el embarcadero de El Puntal. De su cocina pueden llegar a salir más de 50 kilos de pescado al día, que compra a diario en la plaza de la Esperanza, a las ocho de la mañana. A partir de ahí una vorágine: compra en los diferentes puestos de la plaza, visita Macro y, una vez por semana, queda con los proveedores de la bebida. Todo ello se carga en el puerto de Pedreña y rumbo al Puntal, «es una buena paliza». A las doce empieza la marcha hasta las nueve de la noche, que se va entre semana, o la medianoche de los viernes y sábado. Pero siempre tiene tiempo para salir a saludar. Su bigote blanco y su sincera sonrisa. Le preocupa tanto el bienestar de su clientela como el de su equipo o el del propio arenal. No concibe su vida sin El Puntal. Septiembre es su mes y, el rodaballo, su pescado.
-¿Cómo se pasa de ser maquinista naval a regentar uno de los restaurantes más conocidos de Cantabria y, además, en una playa?
-Yo quería un trabajo vinculado a la mar y los barcos siempre me habían gustado. Pero después de graduarme y cuando empiezo a navegar, me doy cuenta de que aquello era durísimo. Así que con 32 años me vuelvo a tierra firme y pongo una tienda de alimentación en Pedreña mientras que mi hermano es el que se encarga de llevar el chiringuito, que también es de mis primos. Lo cierto es que yo siempre había soñado con tener un restaurante. Y cuando hace once años se jubiló mi hermano, decidí tomar yo el revelo. Y hasta hoy.
-Son una familia de emprendedores. Su padre fue uno de los que montó el servicio de barcos a la playas de El Puntal y La Magdalena, en 1960. ¿Tiene más proyectos en la cabeza? ¿Se atrevería con algo en tierra firme?
-Mi padre, junto a sus dos hermanos y el abuelo de Miguel Ángel Bedia, Ricardo, crearon la empresa Ricardo y Tricio, en el año 50. Unían Santander, desde el Palacete, como ahora, con las dos playas. En el 68 mi familia y la de Ricardo se quedaron sólo con el servicio de El Puntal y la empresa pasó a llamarse Hermanos Tricio. Por aquel entonces había dos desembarcos, el del primer chiringuito (el nuestro, que abrimos en 1967) y el de segundo, al que llegaban los Diez Hermanos. Hasta que montamos el pantalán (en 1970) la gente tenía que bajar del barco por una rampa. Este trabajo me encanta, pero es muy duro. Ten en cuenta que todo el material, alimentos y bebidas las tenemos que cargar en el barco y traerlo por el pantalán hasta el chiringuito. Además, tampoco hay luz ni agua. Funcionamos con generadores, placas solares y depuradoras. Así que no me planteo otro restaurante. Dirijo a un equipo de 22 personas, que a las doce da el pistoletazo de salida y ya no se para.
-El chiringuito se abre de Semana Santa a mediados de octubre, dependiendo del tiempo que haga. ¿Cómo es su vida el resto del año?
-¡Pues muy tranquila! Según se termina la temporada (este año, el 6 de octubre), recogemos, desmontamos y almacenamos todo lo del chiringuito en una nave, en Pedreña. En noviembre me voy a Tenerife. Sagrado. Y diciembre, para disfrutar de mi casa y mis amigos. En enero empezamos de nuevo, primero con los barcos (tenemos cinco). Este año hemos tenido que traer a un artesano de calafates de Asturias. Es una pena, porque el último que había en Pontejos se jubiló. Y en febrero le toca el turno a la pasarela, a pintar y colocar. Después depósitos, generador, chiringuito... Además, durante todo el año damos servicio a la empresa Dynasol.
-Desde que usted está al frente el éxito ha sido imparable. Ha salido en medios de comunicación nacionales. Reservas desde Canadá o Suecia. Y para asegurar una mesa para una noche del fin de semana hay que llamar en enero. ¿El secreto está en el equipo?
-Sin duda. Funciona como el engranaje de un reloj. Pero el mayor mérito está en que el grueso es el mismo desde hace once años. Esta temporada hemos ampliado la plantilla hasta los 22 trabajadores. Aquí todos hacemos de todo, yo pelo patatas y los chicos, cada día, uno limpia el baño. No hay distinciones entre familia y los que no lo son. Y les debe de gustar porque muchos, los que no están en plantilla todo el año, cuando buscan trabajo advierten que sólo pueden trabajar hasta el mes de mayo. Pero también se les paga en proporción a lo que trabajan, que es mucho.
-Este verano han pasado por El Puntal 52.000 personas hasta ahora. ¿Cuántas comidas han llegado a dar en un día?
-Este ha sido un verano un poco peor que el del año pasado debido al mal tiempo. El año pasado vinieron 75.000 personas. A fecha de hoy, van 52.000. En septiembre del verano pasado, que fue muy bueno, pasaron cerca de nueve mil. Así que van a faltar unos quince mil pasajeros. La explicación: los cinco domingos de agosto (la media de personas por cada día del fin de semana es de tres mil) que han hecho malo. Ahí está la diferencia. Damos unas 120 comidas al día. Pero hay veces, como un día de esta semana, que la última comida la servimos a las seis de la tarde.
-Su restaurante es un buen lugar para tomar el pulso al turismo. ¿Cómo ha evolucionado? ¿Le gusta lo que ve?
-Este año ha sido algo difícil. He notado mucha falta de respeto. Tanto en el trato con los camareros como a los bañistas. A los camareros, por cómo se dirigen a ellos en muchas ocasiones, como si fueran inferiores. Y en cuanto a la playa, ya no sólo por la suciedad que dejan muchos, sino por las motos de agua. Hemos tenido unas cuantas delante del chiringuito que daba miedo acercarse. Es algo que se debería de controlar. Deberían de tener una zona acotada, porque son peligrosas y más si se utilizan como he visto yo este verano.
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