«Nos sentíamos sicarios al salir de casa para dar de comer al ganado»
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Su trabajo con vacas de carne no permitió confinamientoLa cuesta es de hormigón estriado, pero, en mitad del camino, una pluma de pavo real brilla como una gema. Gaizca la levanta y el dibujo esférico de su extremo hace visos verdes y azules sobre su cabeza: «¿Sabías que el pavo real pierde a ... final de verano todas las plumas y luego le vuelven a salir otras nuevas?», y el niño, de nueve años, señala al ave con la cola desplegada, espléndida aunque parezca a esas alturas un abanico sin tela. Está en lo alto de esa cuesta donde se ven las cuadras y la huerta, donde un caballo alazán camina suelto entre tres mastines de distintas edades y tamaños, un puñado de gatos entre las piernas de cuatro niños, y una madre que cierra con un mando a distancia el portón de metal de su finca 'La Desa' en lo alto de Guriezo. Llueve esa mañana en la que lo único que está quieto es un Range Rover aparcado, todo lo demás se mueve como guiado por un instinto inalienable. Ainhoa Villota Ocejo (Carranza, 1986) los deja a todos hacer, ser y crecer en esa ladera donde han hecho terrazas en el terreno para poner una huerta, una pequeña piscina, una casa de piedra y madera, un estanque para tortugas tan grandes como la cabeza de Gaizca. Todo crece y se mueve autónomo entre mugidos de terneros estabulados y los cantos de gallinas blancas, los ladridos, los cascos del caballo al pisar el hormigón donde el pavo real ha dejado otra de sus plumas.
También era así en el confinamiento; ese movimiento imparable de lo vivo mientras el mundo luchaba contra una pandemia: «Las vacas se ponen de parto entre febrero y marzo, así que en pleno confinamiento teníamos 25 vacas que estaban a punto de dar a luz», dice Ainhoa: «Ellas paren cuando paren», como si fuera necesario recordar que la naturaleza no sabe de cierres perimetrales ni toques de queda. «Todo el sector funcionó perfectamente, el veterinario, el abastecimiento de pienso, el gasoil para el tractor; en ese sentido no tuvimos ningún problema. El problema fue la venta del ganado, que no hubo manera de sacarlo».
Tiene un piercing en la nariz, la piel de quien vive al aire libre y unos hombros que evidencian las historias que cuenta, como cuando llevaba a su hijo de bebé en el 'cuco' metido en el tractor de tres metros mientras esparcía el abono por los prados. «¿Qué iba a hacer, dejarlo solo en casa? Pues me lo llevaba». Ainhoa es madre de cuatro hijos y se hizo ganadera porque le gustaba: «Quiero vivir aquí –y señala el Valle de Guriezo, enorme desde allí–. A mí me hace feliz criar vacas, no trabajar a turnos en la fábrica de Vitrinor, y tengo claro que hemos venido a este mundo a ser felices, ¿no?».
Su suegro criaba vacas limusinas en ese mismo terreno donde ahora ella ha establecido su propia cabaña de raza pirenaica. En 2011 se fue al Pirineo navarro y trajo 25 reses. Diez años después ha doblado el número de animales y también el trabajo. Los niños la acompañan hasta un pequeño establo donde 'Preferida' acaba de parir, y entran y salen como lo harían de un parque con columpios. «Tiene 15 años, pero es una excelente madre», y al tocar el pelo blanquecino de la vaca, el animal se gira ante el estímulo de la caricia. En la cuadra grande hay tres terneros estabulados, y esos, en cambio, no tienen nombre. «A estos los estamos cebando nosotros», dice Ainhoa. Pero antes no era así. Antes vendían a los mejores machos como sementales a otras ganaderías o a las hembras para cría; el resto iba a un cebadero y de ahí, al matadero. La pandemia puso patas arriba este sistema tradicional de venta, a pesar de que el consumo de carne había aumentado en el confinamiento. «Me encontré con que tenía que sacar diez terneros, pero no había manera de colocarlos a los tratantes, y cuando podía venderlos, lo que antes valía 600 euros, este año solo me daban 400. ¿Cómo podía ser? Al sindicato UGAM nos llegaban estadísticas del aumento de consumo de carne en España, ¿pero de dónde salía toda esa carne si la mía, me dicen, que no tiene salida, que no la puedo vender? En mitad de la pandemia tuvimos que buscarnos la vida para no perder esos terneros». Ahora hacen venta «sin intermediarios» y forman parte de la Cooperativa Agrocantabria para vender directamente al cliente: «Lo hago todo a través de Facebook», y solo con eso vende lo que produce, algo que la pandemia estuvo a punto de parar y, por tanto, de condenar su pequeña explotación ganadera. ¿Se puede decir, entonces, que ha vuelto la normalidad? Ainhoa niega con la cabeza: «No va a volver la normalidad y menos a los productores locales. Ahora nos vamos a buscar más la vida y esta independencia, esa venta cercana, va a quedar para siempre».
Confinamiento
Normalidad
La normalidad solo ha llegado para ella con la vuelta al colegio de sus hijos. «En esta pandemia me han quitado diez años de vida», exclama riéndose, y sus hijos sonríen también como sabiendo. Al de 6 años se le han caído varios dientes de leche y muestra los huecos orgulloso. Han terminado las tareas, todo está limpio, los comederos llenos, y a mediodía se sientan en el porche con vistas a un bosque de eucaliptos. La lluvia suena al caer sobre el toldo. A los niños les pone tazas de leche, cafés descafeinados, y una cuchara alargada que meten salivando en el frasco de miel casera. «También esto lo trajo la pandemia», dice Ainhoa sacando un engrudo dorado. Ante la imposibilidad de encontrar miel natural, se lanzaron a producirla ellos mismos en el confinamiento: el pasado octubre sacaron la primera remesa de 200 kilos y lo vendieron todo en una semana. En el centro de la mesa hay un queso de oveja que no tiene etiqueta. «También lo hago yo», y entonces cabe preguntarle si los días en su finca tienen 28 horas o más. Ainhoa suelta una carcajada: «¡A veces, sí!». Lo que sí tiene la finca es ese aire limpio que traslada todos los olores, el del serrín para las camas de las vacas, el pienso de cereal compacto y remolacha dulce con que alimentan a los terneros, los tallos crecidos de las cebollas que asoman de la tierra como perlas gordísimas. «Aquí hemos estado súper aislados, no teníamos contacto con nadie, yo iba al supermercado una vez al mes porque solo necesitamos leche, yogures, alguna galleta, cosas de niños, porque al final, teniendo un arcón, tienes de todo». ¿Pasó miedo? «Nuestro miedo era contagiar a los bisabuelos, y por eso no los hemos visto en un año». ¿Y miedo a quedarse sin recursos? «Eso sí me preocupó, y cuando vi que la cosa se ponía seria pedí de todo. Llené el silo con seis toneladas de pienso, el depósito de gasoil con mil litros. Estuvimos dos meses sin necesitar nada ni ver a nadie. Lo peor en realidad ha sido el colegio, conciliar con la ganadería», dice, mientras corta pequeñas cuñas que las manos de sus hijos toman con pedazos de membrillo.
«Hacer todo el trabajo de la ganadería cada mañana me llevaba un buen rato, así que ellos empezaban con los deberes. Cuando terminaba lo mío, entraba en casa y les ayudaba: una con 'teleclase' en Secundaria, otro en segundo de Primaria conectado para enviar los trabajos, los pequeños en Infantil, con pautas porque uno debía practicar a escribir el nombre, el otro números... y de fondo, las 25 vacas a punto de parir», dice con una complicidad que hace sonreír a todos en la mesa. «Mi marido trabajaba fuera y era imposible venir a cuidar a los animales sin traerlos conmigo. Y además, necesitaba ayuda». ¿También en los partos? Entonces June, la hija mayor, empieza a buscar un vídeo en el teléfono. «Parecíamos sicarios cuando íbamos a ver las fincas o a dar de comer a las vacas, conducía deseando que no hubiera policía. Alguna vez nos pararon, y cuando le explicaba la situación y me dejaban pasar, me advertían con mala cara de que la multa podía ser de 1.200 euros. El recuerdo que tengo del confinamiento es el de pedir perdón por trabajar y no dejar solos a los niños». Pero con las vacas no hay teletrabajo: «Efectivamente, hay que cuidarlas a diario, alimentarlas, mantener todo esto. En eso han sido poco solidarios, las leyes de la pandemia las hicieron sin meterse en el papel de todos».
«Mira, está aquí», dice June, y se levanta y el vídeo reproduce la imagen de un ternero como si fuera a tirarse de cabeza, con las pezuñas por delante. Es Ainhoa la que tira de las patas delanteras, tira sabiendo de dónde coge y cómo, hasta que logra sacarlo del vientre de su madre con la presión resbaladiza de un tapón descorchado: «Ahora lo pones junto a la boca de la madre para que le quiera, ¿ves?», y mientras el animal empieza a lamer al ternero, se escucha grabada la voz de un niño, que dice '¡la vaca está sangrando!'. Han crecido con esa sangre y con el mugido de la existencia en esa cuadra donde sus padres, en el confinamiento, les construyeron una tirolina entre la puerta y una montaña de pacas de paja. «Mucha gente del pueblo les dice a sus hijos 'a esto no te dediques', yo les digo que estudien algo que les guste y que trabajen en lo que quieran que les haga feliz. Al final, ¿a qué hemos venido aquí?», dice Ainhoa. Y por un instante, deja de llover tan cerca del cielo.
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