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Los cántabros hemos tenido que hacernos propietarios de Sidenor para evitar que desapareciese de la noche a la mañana del paisaje de Campoo. Ahora parece ... que, no escarmentados de fibroyesos y estufas, podríamos estar tirando más de 3 millones de euros en la enésima ayuda pública a la antigua Greyco de San Felices, empresa de problemática andadura desde que a un consejero socialista se le ocurrió echar con cajas destempladas a los gestores privados y dar el poder efectivo a los sindicatos, que, como es bien conocido, lo único que no saben hacer es ser empresarios. Y para completar el panorama, el susto Sniace: malos resultados de 2017, necesidad de una ampliación de capital que supera la suma de las dos anteriores, y fichaje de un nuevo ejecutivo cuya especialidad es la gestión inmobiliaria, más que la producción industrial. El palo de la T industrial cántabra, cogido con pinzas de dinero y favor públicos. Miren en internet los datos del CIMA para valorar el favor pulmonar que los torrelaveguenses y otros respirantes invitados hacen continuamente: no contribuyen solo con sus impuestos, sino también con sus propias células.
Las ayudas industriales tienen todo el sentido cuando lo que se apoya es la viabilidad de un proyecto industrial. Pero no tienen ninguno cuando la principal razón es evitar al gobierno de turno el disgusto de las movilizaciones obreras y la pérdida de votos. Porque en este segundo caso lo que se hace es tirar el dinero bueno detrás del malo, y al final quedarse sin los fondos y sin los empleos que querían proteger. Solo se prolonga la agonía y mientras tanto todo el mundo intenta aparentar el ‘tout va bien’, como aquella película de Jean-Luc Godard con Jane Fonda e Yves Montand. Que ahora Sodercán encargue una auditoría de Greyco no significa que haya aprendido de sus errores anteriores, sino solo que ha aprendido a defenderse de futuros pleitos o comisiones parlamentarias contra los fracasos reiterados. Políticamente, no importa tanto el dinero perdido como las responsabilidades que se vayan a exigir por perderlo, porque llovería sobre mojado y pronto empezaría el «yo no fui», «yo no lo supe» y «nadie me hizo caso». Luego, nos lo contarán en unas estupendas memorias realizadas por empresas de Barcelona.
El papel está considerado el material más resistente del mundo, porque, como suele decirse, lo aguanta todo. Esto vale también para el papel en el que se escriben los planes de viabilidad con arreglo a los cuales se fía el dinero de los contribuyentes a un proyecto privado. Es, por tanto, vital que la valoración de expectativas y riesgos se haga lo mejor posible. Normalmente, cuando se asignan fondos públicos a la viabilidad es porque los evaluadores habituales, es decir, los inversores y los bancos, no están muy dispuestos a correr tales peligros. Quizás anden equivocados, pero el factor de experiencia no se les puede negar. Así, casi por definición, la aportación pública es un acto de fe por parte del financiador suplente, ante la huida o titubeo de los financiadores titulares. Y el contribuyente no dejará de cavilar que, si los profesionales de cada caso no ven el asunto tan claro como para meterse ellos mismos a resolverlo por cuenta, ¿cómo la clase política y parapolítica va a tener mejor conocimiento y criterio? De verdad, duele leer que después de nuestros 3 millones en San Felices solo hay 10 personas trabajando en Fundinorte, cuando por otro lado está convocada una huelga de personal sanitario de urgencias de Atención Primaria y 061 porque existen dificultades para una mejor cobertura económica de dicho servicio. No falta tampoco amplia lectura cotidiana sobre las quejas de las empresas y entidades de atención social por el atornillamiento de sus presupuestos. La Junta de Personal Docente se queja de que el arreglo escolar suprimirá 30 maestros.
Según el Banco de España, las administraciones públicas de Cantabria acabaron el año 2017 con mayor volumen de depósitos que de créditos (unos 150 millones de euros fue el saldo, superior a un 1% del PIB). En Camargo el progresismo incluso ha propuesto la máxima utopía de un interventor municipal: pagar de golpe al banco y dejar la deuda a cero. No se les ha ocurrido dedicar el exceso de liquidez a los vecinos más necesitados, ni endeudarse un poco más, ahora que el tipo de interés es bajo, para alguna obra importante o para dar empleo a los parados de larga duración. Reiteramos, pues, la pregunta: ¿qué se supone que estamos haciendo desde nuestro sector público, que acumula superávits mientras hay gente que pasa toda clase de estrecheces?
Ninguna cantidad importante para un plan de viabilidad debería darse sin un jurado anónimo compuesto por personas solventes en su trayectoria empresarial y/o académica. Una empresa no debe ser salvada por su pasado, sino por su futuro. En caso contrario, el objetivo tiene que ser la liquidación menos traumática socialmente y la apertura de un nuevo horizonte de inversión para proyectos distintos, creadores de empleo más seguro. Necesitamos analistas de riesgos para ayudas públicas.
Además, cualquier superávit municipal debería implicar automáticamente o su distribución a los desempleados o necesitados, o la devolución inmediata de parte del IBI al contribuyente, a fin de subsanar rápidamente el daño macroeconómico causado por un exceso de recaudación y reintegrar ese dinero al consumo de los hogares. Un punto del PIB no es ninguna broma: el exceso de liquidez municipal bastaría para cubrir el déficit de la autonomía (causa de sus bruscos recortes presupuestarios de final de año desde 2015 hasta 2017).
Decía Theodor Lessing que escribir la historia es dar sentido al sinsentido. Vamos necesitando escribir alguna historia de nuestro sector público que le pueda dar la razón.
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Ana del Castillo
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